Las evidencias aportadas por los estudios sobre los determinantes sociales de la salud modifican la relación entre la ética y la medicina, entre lo normativo y lo descriptivo en el estudio de la salud pública. También modifican la concepción tradicional de la equidad, las políticas sanitarias necesarias y el futuro de la bioética. Más concretamente: 1) la frontera entre la medicina y la ética se vuelve mucho más difusa, sobre todo en el campo de la epidemiología, cuyos objetivos son ahora inseparables de consideraciones éticas; 2) la concepción de la equidad en salud definida tradicionalmente a partir del acceso al sistema sanitario debe corregirse o ampliarse para incorporar las desigualdades injustas de salud que se producen antes de que los enfermos lleguen al sistema sanitario; y 3) el tradicional sesgo autonomista de la bioética debe sustituirse por una preocupación prioritaria por la justicia social y su relación con la salud.
The evidence shown by studies on the social determinants of health has changed the relationship between ethics and medicine. The evidence shown by studies on the social determinants of health has changed the relationship between ethics and medicine, and between a normative and a descriptive approach. Studies on the social determinants of health have also modified the traditional concept of equity, necessary health policies and the future of bioethics. More specifically: 1) the boundary between medicine and ethics has become much fuzzier, especially in the field of epidemiology, whose objectives are now inseparable from ethical considerations; 2) the concept of health equity traditionally defined as access to healthcare should be corrected or expanded to incorporate unfair health inequalities that occur before patients reach the healthcare system; and 3) the traditional autonomy bias of bioethics should be replaced by a primary concern for social justice and its relationship with health.
Suele pensarse que la medicina y la ética son esferas separadas del conocimiento, pertenecientes a campos bien diferenciados. La medicina, en su concepción moderna y occidental, es una rama de la ciencia natural, usa el método experimental y sus explicaciones se basan en la observación y el análisis objetivo de los hechos, mientras que la ética es una rama de las humanidades, su método de conocimiento es mucho más especulativo y no tiene como finalidad describir ni explicar los hechos, sino valorarlos. Sin embargo, la aparición de los determinantes sociales de la salud está contribuyendo a difuminar esa frontera, sobre todo en los campos de la epidemiología y la justicia social. Los determinantes sociales de la salud se refieren a los factores sociales (clase, género, edad, etnia...) que, respondiendo a un determinado contexto socioeconómico y político (que incluye, entre otros ámbitos, el mercado de trabajo, las políticas macroeconómicas y las políticas del estado de bienestar), afectan a las desigualdades de salud1.
Hay que decir, no obstante, que medicina y ética nunca se han dado completamente la espalda. En occidente, la ética médica es tan antigua como el viejo código hipocrático, cargado de consejos morales para el buen ejercicio de la medicina. Un código que, a lo largo del siglo xx, se ha ido ampliando y modificando hasta dar lugar a los llamados principios de la bioética2, que hoy día representan un límite infranqueable de la ética médica. Una medicina sin ética o deshumanizada no tiene sitio en la moderna medicina. Por otra parte, la investigación médica comparte con cualquier otra disciplina científica, desde hace ya tiempo, la discusión sobre los límites entre la ética y la epistemología. Cuestiones permanentemente abiertas, como por ejemplo si es posible una investigación científica libre de valores (los que probablemente ponen el investigador, el entorno social y cultural o las políticas de subvención a la investigación), son habituales e intrínsecas a la moderna metodología de la ciencia. Cualquier tipo de investigación científica, incluida la médica, por muy neutral que se plantee, podría incorporar un posible sesgo ético.
Sin embargo, la novedad que introducen los determinantes sociales de la salud3–6 en las relaciones entre la médicina y la ética es de una naturaleza diferente. Los determinantes sociales de la salud nos están indicando que debemos introducir elementos éticos, es decir, normativos y no meramente descriptivos, en el análisis de las causas de las enfermedades y en su distribución entre los individuos y los grupos sociales. Los determinantes sociales de la salud no sólo pretenden describir los factores sociales que hay tras la aparición de determinadas enfermedades; también tienen la finalidad de explicar de qué modo dichos factores se traducen en diferencias biológicas7 y enfermedades crónicas; por ejemplo, de qué modo influyen en el desarrollo del síndrome metabólico, afectando, según el lugar que el individuo ocupe en la jerarquía social, a concentraciones desiguales de colesterol, triglicéridos, hipertensión o intolerancia a la glucosa8.
Así pues, por un lado, los determinantes sociales de la salud quieren explicar «las causas de las causas» o, dicho con más propiedad, las causas sociales de las causas biológicas de las enfermedades. Y por otro lado, quieren explicar cómo se distribuyen las enfermedades entre los individuos y los grupos sociales. En otras palabras, no es posible separar la investigación científica sobre los determinantes sociales de la salud de un propósito moral, que no es otro que saber qué tipo de injusticias se producen en la adquisición de las enfermedades y en su distribución entre la población. La investigación sobre las causas sociales de las causas naturales de las enfermedades no sólo está presidida por la preocupación moral por la salud de los individuos; también hay un interés en desvelar las injusticias sociales que subyacen a la aparición y el desarrollo de las enfermedades. El objetivo descriptivo de buscar una explicación causal acaba coincidiendo con el objetivo normativo de valorar o denunciar la fuente social (incluso política9,10) de esa causalidad. Y eso acaba siendo así con independencia del punto de vista del investigador en relación a si los objetivos de su investigación están o no libres de valores, puesto que lo que está en juego no es la objetividad del investigador sino el estatuto epistemológico de la ciencia de la salud pública.
Esto no significa que la metodología científica empleada en la investigación vea alterada la pretensión de verdad u objetividad en sus resultados. La lógica interna de la investigación es moralmente neutral, pero su propósito u objetivo son claramente éticos. La investigación epidemiológica sobre los determinantes sociales de la salud se convierte así en una ciencia instrumental con un propósito moral, y no simplemente en una ciencia descriptiva independiente del ámbito de los valores. El análisis científico de las causas (de las causas) de las enfermedades tiene como finalidad no sólo la mejor explicación de la aparición de las enfermedades y su posible tratamiento, sino también la mejor explicación de las injusticias sociales relacionadas con la prevalencia de determinadas enfermedades. Ambas finalidades están claramente asociadas.
Determinantes sociales de la salud y equidadOtra importante consecuencia del estudio de los determinantes sociales de la salud es que el acceso a un sistema sanitario de calidad tiene un poder explicativo bajo en relación con las desigualdades sociales en salud. Tales desigualdades obedecen sobre todo a factores sociales, que tienen que ver con las diferencias de estatus y las desigualdades materiales. Ésa es la conclusión a que se llega tras incorporar los determinantes sociales de la salud a los análisis epidemiológicos11–14, conclusión que trae consigo al menos dos efectos sobre la equidad, entendida ésta como la eliminación de las diferencias injustas en salud15 o, en términos más operacionales, como la ausencia de disparidades sistemáticas en salud entre grupos con diferentes niveles de ventajas/desventajas ligadas al género, la riqueza, el poder, la etnia, la edad, etcétera16. El primer efecto es que la relación entre los determinantes sociales de la salud y la equidad se vuelve muy estrecha, y el segundo es que el impacto de los determinantes sociales de la salud debería redefinir los objetivos de la misma equidad.
Respecto al primer punto, la preocupación de la equidad por las desigualdades de salud entre los individuos y los grupos sociales está también en el corazón de la epidemiología social17–19. Ambos ámbitos del conocimiento están comprometidos con la explicación de las causas de las enfermedades y su distribución social. Así pues, la preocupación moral por las desigualdades sociales en salud y la hipótesis de que los determinantes sociales de la salud son el origen de esos patrones de desigualdad crea una gran afinidad, una simetría de intereses, entre la equidad en salud y la investigación epidemiológica sobre los determinantes sociales de la salud.
En relación al segundo efecto, los determinantes sociales de la salud deberían contribuir a redefinir y ampliar las políticas que tradicionalmente se asocian a la equidad en salud. Las explicaciones tradicionales de la desigualdad de salud suelen centrarse en los factores biomédicos, incluida la atención sanitaria, que son los que mejor dominan los profesionales de la medicina, dejando a un lado los factores sociales de la salud, mucho más difíciles de detectar, controlar y cambiar por esos mismos profesionales. Quizá ahí radique una de las razones por las que habitualmente no se ha prestado la atención que merecen los determinantes sociales de la salud. Sin embargo, el acceso a una atención sanitaria de calidad tiene una capacidad explicativa limitada para abordar la desigualdad de salud. La prueba es que ésta persiste incluso en los países que disponen de una atención sanitaria universal y de calidad20. En Reino Unido, por ejemplo, la diferencia en la esperanza de vida entre un barrio rico de Glasgow y uno pobre, pese a la existencia del National Health Service, uno de los más progresistas del mundo, puede ser de casi 30 años21. En España, con un sistema sanitario de acceso universal, si la mortalidad se comportase como lo hace en las zonas más ricas del país, morirían 35.000 personas menos cada año22; además, la diferencia en la esperanza de vida puede variar en hasta 3 años entre comunidades autónomas ricas (como Navarra y Madrid) y comunidades pobres (Andalucía)1. Por otra parte, en el último siglo, el acceso universal a la atención sanitaria sólo explica el 20% de los años ganados en la esperanza de vida en los países que disponen de ella. El resto se ha debido fundamentalmente a las mejoras en las condiciones de vida, sobre todo las higiénicas23. El acceso universal a una asistencia sanitaria de calidad es un requisito necesario, pero insuficiente, para paliar las grandes desigualdades de salud.
El argumento que hay detrás de la concepción de la equidad basada en el acceso a los servicios sanitarios se basa en la justicia social y es el siguiente: el acceso equitativo y universal al sistema sanitario es necesario para asegurar la salud de la población, que es uno de los requisitos de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la evidencia de los determinantes sociales de la salud socava ese argumento24. Aunque sigue siendo cierto que la equidad en el acceso al sistema sanitario de calidad es un requisito de la justicia social, la verdadera equidad en salud no se logra sola ni principalmente con el acceso universal a los servicios sanitarios de calidad, sino sobre todo con una redistribución justa de los determinantes sociales de la salud. Además de los medios materiales de subsistencia, los determinantes sociales de la salud incluyen factores psicosociales, como son el control y la autonomía sobre el trabajo y la propia vida, el apoyo social (a través, básicamente, de las redes sociales de la familia, los amigos y los vecinos), y la ausencia de ansiedad y estrés causados por la falta o la escasez de reconocimiento social8,25,26,28. Estos factores explican que las sociedades con mayor desigualdad social sean también aquellas con mayor desigualdad de salud. Esto no quiere decir que la desigualdad social cause directamente la desigualdad de salud, ya que las causas podrían estar en los factores asociados a aquélla. Por otra parte, no hay que olvidar que la causación no se deriva automáticamente de la correlación27.
En consecuencia, la mejor estrategia para reducir las desigualdades de salud, es decir, para aumentar la equidad en la salud de la población, se logra cuando la exposición a la enfermedad es igual desde un punto de vista social, y no sólo cuando se iguala el acceso a los tratamientos médicos de calidad. La razón es que, a pesar de que el acceso al sistema sanitario sea justo, los determinantes sociales de la salud demuestran que puede que los individuos lleguen ya enfermos a él por razones «socialmente injustas» que no tienen que ver sólo con la exposición a agentes externos tóxicos, sino con el impacto de la estructura social desigual en la aparición y el desarrollo de las enfermedades. Si los determinantes sociales de la salud no se distribuyen equitativamente entre la población, el poder de la equidad en el acceso al sistema sanitario se limita a no aumentar aún más esa injusticia previa, pero no puede eliminar, ni siquiera reducir, dicha injusticia. El resultado es que, a pesar de que el acceso al sistema sanitario se realice por necesidad sanitaria y no, por ejemplo, por capacidad de pago de los individuos, la población que más padece las desigualdades sociales no tiene garantizada la equidad en salud ni la igualdad de oportunidades.
Determinantes sociales de la salud y bioéticaOtra consecuencia del impacto de los determinantes sociales de la salud en la equidad afecta a la redefinición de las prioridades de la bioética. El origen de la bioética está estrechamente ligado a la reivindicación del principio de autonomía del enfermo. La tremenda conmoción que supuso el descubrimiento de las atrocidades de la medicina experimental nazi, y los casos judiciales que en los años 1970 se produjeron en Estados Unidos sobre peticiones de autonomía de los pacientes, llevaron al replanteamiento de las bases de la ética médica y al nacimiento de la bioética moderna como disciplina académica28. Hoy día, la bioética se enseña en todas las facultades de medicina avanzadas y es parte de la formación imprescindible y de calidad de los profesionales de la sanidad.
Sin embargo, con la irrupción de las evidencias que aportan los determinantes sociales de la salud, la bioética tiene que reorientar sus objetivos. El sesgo autonomista de la bioética, que sigue dominando todavía29,30 pese a destacadas excepciones31,32, debería compensarse en favor de una mayor investigación sobre la justicia social y la igualdad de oportunidades en salud. La justicia ha de coger el relevo de la autonomía en las prioridades de la bioética. La razón es doble. Por una parte, si tenemos en cuenta la magnitud de los hechos, los principales retos de la bioética actual no pasan por una mayor reivindicación del respeto a la autonomía de los pacientes, sino por la urgencia y la necesidad de afrontar las cuestiones de justicia, tanto de ámbito local o nacional como global.
El respeto a la autonomía de los pacientes, ya sea en la medicina clínica o en la experimental, está cada vez más y mejor recogido en las legislaciones de los países democráticos, y aunque no siempre las viejas actitudes de excesivo paternalismo de algunos profesionales van de la mano de los avances legislativos, el camino está bien trazado. Esto no quiere decir que el conflicto entre la autonomía y la beneficencia pueda resolverse siempre con facilidad. Hay temas y casos especialmente difíciles, como por ejemplo la eutanasia, la dificultad de saber cuándo un enfermo es realmente capaz o competente para decidir, o determinados aspectos de la confidencialidad, que no tienen una solución sencilla desde el punto de vista de una ética pública, lo que obliga a prestarles una atención especial y continuada. Pero el paso más importante en la reivindicación de la autonomía ya hace tiempo que se ha dado: el reconocimiento de su incuestionable valor en todos los ámbitos de la medicina, desde el legislativo hasta el de las virtudes médicas.
Sin embargo, el principio de justicia está aún muy lejos de ser respetado. Pese a que la Organización Mundial de la Salud declara, en su texto constituyente, que «el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social», lo cierto es que ese derecho dista mucho de cumplirse en casi todo el mundo. Las desigualdades de salud son enormes. Por ejemplo, un español o un japonés, al nacer, pueden esperar cumplir los 80 años, el doble que un swazilandés. Y cabe añadir que tales desigualdades se ceban sobre todo en las mujeres y los niños. Así, una mujer que da a luz en África subsahariana tiene 100 veces más probabilidades de morir en el parto que si lo hace en un país industrializado, y un niño que nace en Angola tiene una probabilidad de morir antes de los 5 años de edad 73 veces mayor que si naciese en Noruega21. Más de 11 millones de niños mueren cada año en el mundo por enfermedades tratables con éxito, como la diarrea o la malaria. Sólo la tubercolosis mata al año casi a dos millones de personas en los países pobres33. Con estos datos sobre la mesa, ni que decir tiene que las cuestiones de justicia son y deben ser una prioridad de la bioética de ahora en adelante.
La segunda razón que justifica la prioridad de la justicia en la bioética del futuro la proporciona la evidencia que se extrae de los determinantes sociales de la salud. Éstos nos muestran que su distribución social es tremendamente injusta, que los factores sociales que determinan la aparición y el desarrollo de las enfermedades no están repartidos con igualdad ni obedecen a un patrón distributivo justo. En un modelo epidemiológico clásico o biologicista, las diferencias de salud se explican por factores que no pueden ser justos ni injustos. Al fin y al cabo, la naturaleza biológica de cada individuo no obedece a patrones morales. Sin embargo, con la constatación de que la salud y la enfermedad tienen mucho que ver con la acción de los determinantes sociales de la salud, cuya distribución entre la población es claramente desigual sin que los principales individuos y grupos sociales afectados sean responsables directos de ella, los problemas de justicia se hacen evidentes.
Esto no significa que resulte fácil identificar a los responsables de la injusticia en la desigual distribución de los determinantes sociales de la salud, ni las políticas adecuadas para resolver o reducir significativamente dicha injusticia. Pero ésa es una más de las razones para sugerir que la bioética, junto a la epidemiología y otras disciplinas científicas enormemente afectadas por la irrupción de los determinantes sociales de la salud, como la economía de la salud34, debe incluir el estudio de la justicia entre sus prioridades para el siglo xxi. Si la epidemiología tiene una base ética y un propósito moral, a pesar de ser una ciencia, la bioética, en su preocupación por la justicia social en relación con la salud, necesita a su vez del conocimiento que aporta la epidemiología. En otras palabras, si queremos hacer buena epidemiología, social o de otro tipo, y si queremos comprender en qué consiste la justicia social, hay que situar las preocupaciones morales y científicas por la salud humana en el centro de la teoría y la práctica de la justicia social. «La epidemiología está indefectiblemente unida a las preocupaciones éticas por la salud de la gente, y ninguna concepción de la justicia social se puede considerar completa si no tiene en cuenta las bases sociales de las enfermedades y la mortalidad»35. Sin un razonamiento que combine ética y ciencia no será posible construir una teoría general de la salud que tenga en cuenta todas las causas, niveles y consecuencias de las enfermedades, y el tipo de respuesta social que debería ofrecerse. Los determinantes sociales de la salud ponen de manifiesto que la filosofía y la medicina, la ética y la epidemiología, están condenadas a trabajar juntas y a entenderse bajo un objetivo compartido.
Se sabe que la aparición de los determinates sociales de la salud implica una visión menos biologicista y más social de la epidemiología y la salud pública, pero no se ha reflexionado lo suficiente sobre el impacto de los determinantes sociales de la salud en la ética pública y cómo ésta, a su vez, se introduce en los estudios científicos sobre salud pública.
¿Qué añade el estudio realizado a la literatura?Las evidencias mostradas por los estudios sobre los determinantes sociales de la salud estrechan la relación entre la ética pública y la medicina, entre lo normativo y lo descriptivo en el estudio científico de las causas de las enfermedades y su distribución social. Esto tiene importantes implicaciones en la investigación sobre salud pública, la aplicación de la equidad a la salud, las políticas sanitarias que se derivan de todo ello y el futuro de la bioética.
A. Puyol es el único autor, a todos los efectos, del manuscrito presentado.
FinanciaciónProyecto de Investigación Batista i Roca PBR2009-0006, Justícia, Igualtat i Globalització, del AGAUR (Generalitat de Catalunya).
Conflictos de interesesNinguno.
El autor desea expresar su agradecimiento a Marc Antoni Broggi, Marisol Rodríguez y tres revisores anónimos de Gaceta Sanitaria por sus valiosos comentarios a la primera versión del artículo.