Dos trabajos publicados en este número de Gaceta Sanitaria vuelven a traer a colación un tema recurrente –el de las desigualdades sociales en salud– que cobra especial interés en un contexto de fuerte crisis económica que obliga a revisar los estados de bienestar en toda Europa1,2. El artículo de Ángel Puyol1 apunta acertadamente cómo el conocimiento disponible sobre los factores que determinan la salud exige revisar el concepto de equidad en salud para incorporar las desigualdades injustas que se producen en ámbitos no sanitarios. En realidad podemos decir que, en términos formales, la legislación española ya se ha ido adaptando a estas nuevas exigencias. Así, la Ley General de Sanidad3 y la Ley de Cohesión y Calidad4 incluían el compromiso de corregir o superar desigualdades sanitarias en salud y de garantizar la igualdad de acceso a los servicios públicos, pero ignoraban los condicionantes sociales de la salud. Sin embargo, la recientemente aprobada Ley General de Salud Pública redefine en su articulado (art. 3) el principio de equidad, según el cual «las políticas, planes y programas que tengan impacto en la salud de la población promoverán la disminución de las desigualdades sociales en salud e incorporarán acciones sobre sus condicionantes sociales, incluyendo objetivos específicos al respecto»5. La abundante evidencia sobre el papel de los determinantes sociales de la salud, dentro y fuera de España6–16, seguramente ha contribuido a la evolución legislativa, pero debe destacarse asimismo la voluntad política de conceder relevancia a esta cuestión, como demuestra el encargo que en su momento hizo la Dirección General de Salud Pública y Sanidad Exterior del Ministerio de Sanidad a la Comisión para Reducir las Desigualdades Sociales en Salud, cuyo trabajo aparece también resumido en este número de Gaceta Sanitaria2.
No obstante, más allá de lo que dejan traslucir los textos legislativos, en la práctica aún tiende a ponerse el acento en garantizar la equidad en el acceso al sistema sanitario a pesar de que, como señala Puyol, el poder que corresponde a la red asistencial se limita a no aumentar la injusticia previa en la distribución de la enfermedad1. ¿Cómo se explica esta contradicción? La primera razón se relaciona directamente con el predominio del paradigma biomédico de la salud y la enfermedad, dado que los factores biomédicos son, como menciona Puyol, los que mejor detectan y dominan los profesionales de la medicina1. La inercia asistencial que tiñe la política de salud se ve favorecida por la existencia de grupos de presión influyentes (industria, profesionales, expertos…), interesados en que el foco de la discusión se mantenga no tanto en cómo prevenir la contingencia de la enfermedad (mediante la prevención primaria) sino en cómo diseñar, financiar y organizar la atención sanitaria una vez la enfermedad, o su simple sospecha, ha hecho aparición. En tercer lugar, el hecho de que se ponga más atención en garantizar un acceso igual a la atención sanitaria que en disminuir las desigualdades en la exposición a la enfermedad puede estar revelando que lo que nos resulta intolerable no es la desigual distribución de los determinantes sociales de la salud (renta, empleo, vivienda, etc.) sino algunas de sus consecuencias potencialmente dramáticas (p. ej., que una persona necesitada de atención médica no pueda acceder a la atención sanitaria por falta de recursos). Finalmente, hemos de constatar que la reducción de las desigualdades en salud no constituye el único objetivo social, ni necesariamente el más importante, y que atacar la desigual distribución de los determinantes sociales puede dificultar la consecución de otros objetivos considerados también deseables o más prioritarios (como podrían ser la reducción del déficit público, la creación de empleo, etc.).
Por lo tanto, aunque como afirma Puyol en su artículo las cuestiones de justicia deben ser una prioridad de la bioética de ahora en adelante, particularmente a la vista de las enormes desigualdades en salud que se observan en el mundo, lo que no queda claro es que desde el punto de vista de la acción política merezcan la misma prioridad.
¿Qué podemos esperar que ocurra en un futuro próximo a este respecto? Por una parte, hemos de reconocer que, aunque pueda juzgarse insuficiente, la aprobación de la Ley General de Salud Pública supone un avance en el reconocimiento de los determinantes sociales de la salud y de la necesidad de ampliar el foco más allá de los servicios sanitarios en el diseño de una política de salud eficaz. Asimismo, la coyuntura económica puede favorecer una mayor visibilidad de la salud pública como herramienta potencialmente coste-efectiva para obtener ganancias en salud17. Sin embargo, son precisamente la magnitud y la persistencia de la crisis las que pueden aumentar la brecha ya existente entre la intención de reducir las desigualdades sociales en salud y su verdadera reducción. A corto plazo, la crisis económica se ha manifestado en una caída generalizada de la renta y en aumentos del desempleo, la pobreza y la marginación social, además de en la desigualdad de ingresos18,19. Además, la necesidad de cumplir con los compromisos europeos sobre déficit y deuda ha desencadenado recortes en las políticas de protección social que, previsiblemente, continuarán en los próximos años, y que desde luego no ayudan a combatir las causas de las desigualdades en salud. Hasta el momento, los recortes registrados han estado guiados por la urgencia de reducir el gasto público a corto plazo, y no tanto por la necesidad de preservar la solvencia y la equidad del estado del bienestar, y en particular del Sistema Nacional de Salud20.
En definitiva, podría decirse que no corren buenos tiempos para disminuir las desigualdades sociales en salud. Y aunque a buen seguro se seguirá defendiendo como un objetivo prioritario21, habrá que estar atentos a comprobar que las decisiones que se tomen sean coherentes con dicho objetivo. Porque una sociedad madura debería juzgar las políticas públicas también por sus consecuencias, no sólo por sus intenciones.
Conflicto de interesesLa autora declara no tener ningún conflicto de intereses.
Agradezco los comentarios y sugerencias de dos evaluadores anónimos a una primera versión del editorial, que han contribuido sustancialmente a mejorar el texto.