Los espejos deberían pensárselo dos veces antes de devolver una imagen.
Jean Cocteau1
Apuntaba entre líneas Lewis Carroll, antes de que Alicia se adentrara en el País de las Maravillas, que nunca podremos saber si la vida al otro lado del espejo es, en realidad, la nuestra o sólo la pura tendencia imitativa de unos seres sin alma que nos clavan la mirada cuando les acercamos el rostro, que sonríen si abrimos la boca y que nos devuelven una mueca amarga al preguntarles qué pasó con el niño que hace dos días se miraba en el cristal2.
El discurso publicitario se nutre de miradas a ese mundo que se despereza y desespera cada día en busca de una perfección sin formas; de vidas que, sin vivir del todo, persiguen ser quienes no son. De tanto pasear la vista entre frustraciones y esperanzas, la publicidad encontró una forma de narrar: en ella la enfermedad se convirtió en modélica y el síntoma patológico se transformó en el símbolo de una (in)felicidad construida a la vez a base de carencias y de sobras (esos kilos de más, esas arrugas…)3.
Hace más de 20 años los denominados productos light crearon un espacio propio en ese espejo (televisión, revista) frente al sofá: el espejo que te cambia la piel a golpe de mando a distancia. Mientras crees que eres tú quien lo controla (al espejo, y a tu cuerpo, imagen, esperanza). Cuerpos con marca registrada, despertares de la cama a la báscula, noches de blanco satén envasadas en tetra-brik desnatado. La caloría como sinónimo de cero, el cero como objetivo y forma de vida, la vida como historia de la nada.
Desde esa lente que desenfoca la realidad hasta convertirla en un mundo a la medida –no a la medida de la persona, sino de los intereses comerciales–, los anuncios transformaron la enfermedad bulímica en sinónimo de salud… ¡Utilizando para ello alimentos y productos! (bajos en calorías)! Y así la publicidad inventó historias que se parecían demasiado a las que, de la mano de los trastornos del comportamiento alimentario, llenaban la vida –es un decir– de millones de enfermos.
Bajo una errónea y a la vez imperativa idea de salud física y mental3, el discurso publicitario centrado en los productos hipocalóricos y adelgazantes utiliza impunemente desde hace años situaciones claramente paralelas a las que se describen en el diagnóstico de los trastornos del comportamiento alimentario: una percepción corporal distorsionada, el aumento de peso como amenaza recurrente, la delgadez como sinónimo de felicidad, el deporte transformado en purificadora necesidad, el verbo «cuidar» como eufemismo de controlar –de castigar, incluso–, el uso de laxantes como parte de la rutina cotidiana… Y en el espejo, nuevamente ese espejismo, como una vara de medir los miedos propios y la aceptación ajena. ¿Existen acaso espejos totalmente privados? ¿O son quizá todos espejos colectivos? Es difícil protegerse, aislarse por completo… Lo colectivo aparece, se inmiscuye, se cuela siempre en el espejo de cada alcoba.
La denominada publicidad light vende el espejismo de la esperanza. No son barritas con sabor a chocolate, ni caramelos sin azúcar. Tampoco son los multicolores vasos de yogur donde agonizan las porciones de fruta en conserva, ni siquiera las pastillas que transformaron a una acomplejada aprendiz de cantante en un mito.
A base de imágenes y metáforas, de música y de situaciones-en-ninguna-parte que podrían pasarle a cualquiera, el discurso publicitario vende sueños y difumina miedos: ser mirado, ser admirado, ser aceptado, ser querido, ser bello, estar delgado, no comer, no engordar, ser, no ser, estar…
En los productos bajos en calorías esta forma de construir y de narrarla existencia de los otros sin dejar de mirarnos a los ojos ha encontrado un campo de siembra minuciosamente abonado para una sociedad que, sin pensárselo dos veces, ha lanzado la moneda al aire en busca de respuestas, incapaz de saber dónde acaba el anuncio y dónde empieza nuestra piel4. O lo que es lo mismo, sin fuerza alguna para dejar de confiar a ciegas, con los ojos a la fuerza abiertos, en ese otro espejismo, huesudo y melodramático, que se nos aparece en las horas bajas y nos cuenta a voces que la vida no es vida si no persigue, muy de cerca, la muerte5.