A mi amigo Carlos.
Por sus nutritivos guisos y conversaciones.
Recientemente, por razones que no vienen al caso, he vuelto a uno de los libros más preciados de mi biblioteca, el ensayo de Max Weber (1864-1920) sobre la vocación política y científica1. Un préstamo de mi querida amiga Rosana, a la que le recuerdo que aún lo puede recuperar. Esta edición del ensayo, escrito originariamente en 1919 (a los cincuenta y pico años, pues), cuenta con una introducción de Raymon Aron de 1949, quien comienza afirmando que Weber fue «un hombre de ciencia que no dejó nunca de experimentar una cierta nostalgia de la política». De hecho, Weber participó en la redacción de la constitución de la república de Weimar (1919-1933).
Esa nostalgia es un estado de ánimo que –pienso– quizás sea compartido por algunos profesionales de la salud pública, pues, en mi opinión, y experiencia, la salud pública es un campo muy singular de actividad profesional y académica, donde la vocación científica y política están muy próximas. Tanto, que pueden –y a veces pasa– confundirse, sobre todo en períodos de agitación política. Por eso quizás Weber escribió su ensayo. En este caso, desde la práctica de la sociología, otro campo donde seguramente se da también esa difícil relación entre ciencia y política, y en un período de cambios revolucionarios en la Alemania de 1919. Algo bien diferente, creo, de lo que suele ocurrir en campos como la astrofísica o la biología molecular.
En su ensayo, Weber defiende de manera radical la necesaria separación entre ambas vocaciones: «Las tomas de posiciones políticas y el análisis científico de los fenómenos son dos cosas bien distintas», afirma con contundencia (p. 211)1. Para él, la vocación científica se basa en la reflexión y persigue entender las leyes de la naturaleza y la sociedad, mientras que la vocación política se basa en la acción y persigue resolver problemas de los ciudadanos. Tareas ambas complementarias, pero que requieren espacios claramente diferenciados, pues en la ciencia se parte de la observación y la experimentación de realidades sociales y naturales, mientras la política se basa de manera muy importante en los sentimientos e intereses que hay alrededor de los problemas percibidos por los ciudadanos (entre los que están los científicos).
Paréntesis: a finales de 2006 se publicó un importante atlas municipal de mortalidad por cáncer en España2, dirigido por el epidemiólogo Gonzalo López-Abente y editado por el Centro Nacional de Epidemiología del Instituto de Salud Carlos III, que a su vez depende del Ministerio de Sanidad. Los complejos análisis de ese atlas ponen de manifiesto diferencias relevantes en el riesgo de morir por diversos tipos de cáncer y otras enfermedades crónicas entre distintas zonas de España. En el verano de 2007 se hizo eco de esos resultados la prensa general3,4, y las coloristas imágenes del atlas –con sus rojos y verdes y ocres– sobrevolaron así el imaginario de bastantes ciudadanos, en muchos casos fugazmente. Como es habitual, también en tales artículos las valoraciones de diversos investigadores –en un papel mediador, pedagógico, crítico, legitimador– parecieron necesarias para la presentación y representación en la prensa3,4.
Weber no quiere decir que el científico esté libre de valores e intereses a la hora de realizar sus observaciones y experimentos. Pero señala que la ciencia, más allá del campo específico del que se trate, «proporciona métodos para pensar, e instrumentos y disciplina para hacerlo», ayudando a que «el individuo por sí mismo se dé cuenta del sentido último de sus propias acciones». Cuando hace esto, dice, «se está creando claridad y sentimiento de responsabilidad»1. Todo lo cual requiere de una cierta calma y tranquilidad, algo lejana a la ajetreada vida de la política.
Esta reflexión entre ciencia y política es especialmente relevante en un campo como la salud pública, cuyo origen como tal actividad profesional está tan ligado a la construcción del Estado moderno. De hecho, uno de lo peligros que acechan a la actividad de la salud pública es, como ha señalado Álvarez-Dardet con una acertada metáfora, el «abrazo del oso del Estado a la salud pública»5, convirtiendo a los profesionales de la salud pública en justificadores de las decisiones políticas. De nuevo aquí Weber nos puede ayudar, ya que él diferencia entre el funcionario profesional y el funcionario político. Una diferencia que, dice, surge al transformarse la política en «una empresa, que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder»1.
La buena práctica de la salud pública requiere lógicamente políticos conscientes de su responsabilidad, pero también profesionales altamente especializados –tras un largo proceso de formación– e íntegros éticamente, capaces de entender y aplicar los conocimientos cada vez más detallados de que disponemos sobre la salud de los individuos y las poblaciones. Aquí está, posiblemente, una de las mayores responsabilidades de los académicos de la salud pública.
Afortunadamente, en los últimos años, la salud pública ha ido madurando científica e institucionalmente, adoptando modelos complejos no reduccionistas y liderazgos múltiples; ello le da una mayor capacidad para producir conocimiento útil en la defensa de la salud de los ciudadanos, de manera autónoma respecto al poder político. En esta perspectiva de mantener la autonomía de ambas vocaciones, un elemento clave es el establecimiento de una fuerte alianza entre los académicos y los profesionales («funcionario», en términos weberianos) de la salud pública a través de los programas de formación de calidad, sociedades profesionales fuertes y revistas científicas consolidadas.
La reciente iniciativa de Gaceta Sanitaria de abrir una nueva sección sobre «Políticas de salud y salud pública», liderada por Hernández-Aguado y Fernández-Cano6, es una excelente noticia para ir precipitando en nuestro imaginario colectivo los resultados de esta ineludible reflexión sobre la relación entre ciencia y política en salud pública.