La obesidad, irónicamente junto con la desnutrición, son los problemas nutricionales más frecuentes en el mundo y representan un reto para la salud pública, por su asociación con el desarrollo de enfermedades crónicas no transmisibles y, así, con la carga de enfermedad atribuible a estas causas1. Las evidencias disponibles destacan la creciente prevalencia de la obesidad, sobre todo en los últimos 30 años, que ha llevado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a considerarla como una epidemia global2–4. En Europa, la prevalencia se ha triplicado en las dos últimas décadas y, si no se llevan a cabo acciones, se estima que, para el año 2010, 150 millones de adultos (el 20% de la población) y 15 millones de niños y adolescentes (el 10% de la población) serán obesos en la región europea de la OMS. España no escapa a esta tendencia, y las crecientes cifras de obesidad han afianzado el término «obesidad epidémica»5. En comparación con el resto de Europa, España se sitúa en una posición intermedia en el porcentaje de adultos obesos. Según la última Encuesta Nacional de Salud (ENS 2006), un 37,8 y un 15,6% de los adultos españoles se encuentran en condición de sobrepeso y obesidad, respectivamente. Los datos son más preocupantes en la población in- fantojuvenil, pues diversos estudios indican que la obesidad alcanza cifras del 13,9% de obesidad y el 30% de sobrepeso6,7, mientras la ENS 2006 señala un 18,7% de sobrepeso y un 8,9% de obesidad en los niños.
Los costes socialesLa cuantificación del impacto de la obesidad no es trivial, debido a la dificultad de estimar el riesgo de padecer alguna de las enfermedades crónicas que supone el exceso de grasa corporal (véase la fuerte polémica sobre el número de fallecimientos atribuibles a la obesidad debido a discusiones metodológicas sobre el empleo de atribuciones o razones de riesgo8–10). Sin embargo, parece claro que los obesos tienen una esperanza de vida reducida y que requieren la utilización de recursos sanitarios con mayor frecuencia y más intensidad que las personas no obesas. Para enmarcar el problema, en los 15 Estados miembros de la Unión Europea antes de la ampliación de 2004, las muertes anuales atribuibles al exceso de peso fueron aproximadamente 279.000 (el 7,7% de todas las muertes), y variaban desde un 5,8% en Francia a un 8,7% en el Reino Unido11. Con fines comparativos se puede decir que al menos una de cada 13 muertes anuales producidas en la Unión Europea probablemente está relacionada con el exceso de peso. En el caso de España, cada año son atribuibles al exceso de peso (índice de masa corporal ≥ 25) unas 28.000 muertes de adultos, el 8,5% de todas las muertes ocurridas (una de cada 12). Asimismo, diversos estudios apuntan a que las personas obesas, en especial las mujeres, presentan una calidad de vida significativamente menor que las personas con normopeso12–16. Por tanto, el impacto sobre la salud no sólo consiste en una menor esperanza de vida sino en una peor calidad en los años vividos.
Un reflejo de la carga para la salud que representa la obesidad son los recursos empleados en la prevención primaria y secundaria, y en el tratamiento de las enfermedades asociadas a la obesidad. Desde una perspectiva macroeconómica, el país donde se ha estimado que mayores recursos sanitarios se asocian con la obesidad es Estados Unidos, con un 5,5-9,4% de su gasto sanitario17–20. En otros países, como Canadá, Suiza, Nueva Zelanda, Australia, Francia y Por- tugal21–24, se ha estimado que la obesidad ocasiona entre un 2 y un 3,5% de los gastos sanitarios. En España, la referencia es el estudio incluido en el libro blanco «Costes sociales y económicos de la obesidad y sus patologías asociadas»25, en el cual se señala que el coste de la obesidad podría suponer el equivalente al 7% del coste sanitario del Sistema Nacional de Salud español, si bien esta cifra debería revisarse puesto que no parece congruente al compararla con las cifras estimadas en los países de nuestro entorno. Por su parte, los estudios que emplean una metodología bottom-up, contando con bases de datos longitudinales, llegan a la conclusión de que las personas con sobrepeso u obesidad en su juventud y madurez requieren mayores recursos sanitarios cuando superan los 65 años de edad, comparados con individuos con normopeso26,27.
Fuera del ámbito sanitario, otro coste social relevante sería la reducción de la productividad laboral de las personas obesas. En este sentido, se observa que éstas presentan menores tasas de participación laboral y tienen salarios más bajos que las personas con normo- peso. No obstante, los estudios que utilizan información individual, tras controlar por diversos factores, parecen indicar que estos efectos sólo son significativos en el caso de las mujeres28, y no resulta sencillo diferenciar si realmente hay un problema de productividad reducida (p. ej., un mayor absentismo a causa de enfermedades relacionadas con la obesidad) o bien se dan casos de discriminación laboral por motivo de ser obeso.
En todo caso, de los estudios se concluye que el impacto individual, familiar y social de la obesidad29 es de gran relevancia, y es necesario subrayar que la obesidad como enfermedad de carácter epidémico no se distribuye de manera homogénea por razón de sexo, clase social, nivel de estudios ni zona de residencia (rural/urbana)30,31; por tanto, sus consecuencias negativas tampoco se distribuyen homogéneamente.
Las causas indirectasLas causas directas de la obesidad residen en una dieta inadecuada y en la ausencia o insuficiencia de actividad física. Desde el fin de la segunda Guerra Mundial se vive una relación diferente con el entorno alimentario, lo que se ha llamado «transición nutricional», caracterizada por un desequilibrio entre la ingesta y el gasto energético32. No obstante, debemos reconocer la dificultad del estudio de los determinantes directos de la obesidad, así como de realizar comparaciones entre países33. Por ello, es útil tratar de identificar las vías o causas indirectas que afectan tanto a la dieta (ingesta calórica y composición) como a la actividad física (en la escuela, el trabajo y en el tiempo libre).
Durante el siglo XXse produjeron en España importantes cambios socioeconómicos que han repercutido en el consumo de alimentos y, por tanto, en el estado nutricional de la población, pasando por un período de posguerra sin excesivos cambios (1940-1960) hasta uno de expansión y desarrollo (1961-1975), superado en los últimos años por importantes cambios sociales y económicos (1985-2005)34. Una de las estipulaciones de la teoría de la demanda es que los individuos sustituirán productos de acuerdo con la evolución de sus precios relativos. Pues bien, si los precios relativos de bienes saludables, como las frutas y las verduras, se incrementan mientras los de productos ricos en grasas po- liinsaturadas disminuyen o aumentan en menor medida, los individuos tenderán a sustituir unos por otros. Si el coste de comer en el hogar se incrementa frente al de comer fuera del hogar, los individuos tenderán a sustituir comidas más equilibradas en casa por comidas menos saludables fuera de ella. Adicionalmente, los cambios tecnológicos han afectado a la industria de la alimentación, aumentando la oferta de comida en general y de comida preparada en particular. Uniendo esta situación con los cambios en los precios relativos de los alimentos no elaborados y los cambios en los usos del tiempo en las familias, el coste de oportunidad de preparar alimentos frescos no elaborados es notablemente superior al de hace unos años. Asimismo, aunque no disponemos de datos sobre el precio de adquirir hoy una kilocaloría respecto a hace 20 años, no parece demasiado aventurada la hipótesis de que la evolución del precio ha sido claramente decreciente. Sí conocemos, en cambio, que el número medio de calorías por persona y día aumentó notablemente entre los años 1970 y 2001, y que el porcentaje de grasas en la ingesta fue creciente en este mismo período35.
Otros cambios tecnológicos y sociales se manifiestan con notable influencia como causas indirectas del tema que nos ocupa. En primer lugar, la mayor participación laboral femenina supone un aumento del número de parejas en que ambos miembros participan en el mercado de trabajo, sin que los varones hayan modificado sustancialmente su aportación al trabajo doméstico. Ello supone cambios relevantes en las decisiones familiares de reparto del tiempo entre el trabajo laboral, el trabajo doméstico y el ocio, incluyendo en el trabajo doméstico tanto el tiempo dedicado a la preparación de comida como el empleado en la educación y la atención a los hijos. En segundo lugar, cada vez es más frecuente el número de hogares con vehículo propio (o con varios) y la sustitución del transporte colectivo o del caminar para desplazarse desde el hogar hasta el trabajo o para realizar actividades cotidianas (compras, ir a lugares de ocio…). En tercer lugar, la «tercialización» de la economía y la aplicación de nuevas técnicas agrícolas e industriales reducen, afortunadamente, el nivel de exigencias físicas requerido para numerosas actividades profesionales en comparación con las labores desempeñadas por nuestros padres y abuelos. El mismo argumento se puede extrapolar al ámbito del trabajo doméstico.
Sin querer agotar la lista, una mayor sensación de inseguridad a la hora de que los niños jueguen en la calle, un mayor consumo de televisión, tanto por parte de la población joven como de la población de más edad, otros cambios hacia patrones de ocio sedentarios y, en suma, modificaciones en el uso del tiempo de las familias, pueden ayudar a explicar los cambios en la actividad física que estamos experimentando en los últimos años. También otros factores, como la ganancia de peso de manera permanente derivada del abandono del hábito tabáquico y las mejoras en la prevención primaria y secundaria de enfermedades cardiovasculares (reducción de la mortalidad prematura), podrían explicar parte del incremento de la prevalencia de la obesidad en la población adulta.
Las políticasLa identificación de la obesidad como problema y desafío de las próximas décadas está empezando a reconocerse, tanto entre la sociedad como políticamente. España se encuentra en el comienzo del desarrollo de políticas para disminuir sus efectos. Llevar a cabo la formulación y la puesta en marcha de planes de acción en el contexto de una política para la nutrición, la actividad física y la prevención de la obesidad exige un claro y actualizado conocimiento de los patrones de consumo alimentario y de la actividad física de la población, así como de las múltiples políticas, directas, indirectas y no intencionadas, a las cuales se dirigen estos instrumentos de salud pública.
La educación sanitaria como estrategia casi universal frente al problema parece contundente al indicar que la solución está en el individuo. Sin embargo, los determinantes de la salud van mucho más allá de las intervenciones sanitarias y de las decisiones puramente individuales. Las políticas ambientales, sociales, laborales y, por supuesto, las educativas, entre otras, tienen una función que supera con creces la responsabilidad individual. Lógicamente, las decisiones de ingerir determinados alimentos en determinada cantidad, y de realizar o no actividad física, corresponden en último término a cada individuo, y por ello se deberá respetar el principio de libertad individual. Esto no supone, en cambio, caer en la ingenuidad de que en el análisis y las propuestas políticas no se deban considerar los factores del entorno próximo y social, en sentido amplio36. Así, respetando las decisiones individuales, los responsables públicos tienen el deber de informar a los ciudadanos sobre las consecuencias de sus acciones y de crear entornos propicios para que la población desarrolle hábitos saludables.
Una labor clave de la comunidad científica será orientar las políticas saludables mediante el estudio y el análisis de las intervenciones que tendrían un resultado favorable en la prevención de la obesidad, de manera que el decisor público (y el privado) pueda asignar sus recursos del modo más eficiente posible a la hora de im- plementar políticas basadas en la "evidencia". Así, antes de proponer aumentar los impuestos sobre ciertos tipos de alimentos, valdría la pena simular los impactos fiscales que ello tendría sobre las familias de rentas bajas para evitar indeseados problemas de regresividad; a la par que se refuerzan las políticas de control tabáquico, merecería la pena desarrollar incentivos para que las personas que deseen abandonar este hábito hagan más ejercicio; habría que premiar a las empresas que, además de promover la conciliación entre vida laboral y familiar, favorezcan el que sus empleados puedan optar por desarrollar una cierta actividad física; se debería reforzar el papel de la actividad física y de la alimentación en los planes de estudio de educación primaria, secundaria e incluso universitaria, y distinguir a los centros que con- cilien estas actividades con comedores escolares de calidad; habría que estudiar las estrategias óptimas de mejora de la educación en salud de la población en general, así como de entrenamiento de los profesionales de la salud en relación con el diagnóstico, el tratamiento y la prevención de la obesidad; habría que diseñar incentivos para que los servicios de catering provean menús saludables, y promover las instalaciones deportivas comunitarias. Asimismo, los responsables públicos y las instituciones privadas deberían regular y supervisar los mensajes publicitarios relacionados con la alimentación, especialmente los dirigidos a niños. Además, se requieren mejores bases de datos (p. ej., una encuesta nacional de alimentación y nutrición) como parte de un sistema encargado de suministrar información científica, accesible, objetiva y útil para la toma de decisiones, y fomentar el trabajo de equipos multidisciplinarios que integren enfoques salubristas y sociales.
En este sentido, la Estrategia NAOS7 de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición es particularmente atractiva, puesto que su objeto fundamental es tratar de crear un entorno propicio al cambio hacia unos estilos de vida más saludables mediante el desarrollo de políticas y medidas dirigidas a informar a la población, promover la educación nutricional y en actividad física, propiciar un marco de colaboración con las empresas del sector alimentario y sensibilizar a los profesionales del Sistema Nacional de Salud. Sin embargo, éstas y otras estrategias sólo tendrán, en el mejor de los casos, efectos visibles a largo plazo.
En suma, las posibles líneas de acción para prevenir la obesidad son casi ilimitadas, pero no así los presupuestos. El coste de oportunidad de desconocer la efectividad de las diversas opciones al alcance del decisor es que los recursos que se inviertan en medidas ineficaces no permitirán financiar las que realmente mejorarían el bienestar social. Para ayudar a los decisores en el planteamiento de políticas, conocer el balance entre el coste de implementar cada una de las medidas y el efecto esperable de ellas es una información de gran utilidad. Sin duda, no es una tarea sencilla, pero la agenda investigadora en los ámbitos de la salud pública y la economía de la salud debe estar abierta a este reto.
AgradecimientosA Beatriz González por su lectura de un primer manuscrito y su consejo sobre la relevancia del estudio de las redes sociales en la transmisión de la obesidad.