El libro de Wilkinson y Pickett tiene la clara voluntad de hacer llegar al público no especialista el debate sobre las consecuencias de las desigualdades socioeconómicas en la salud de la población. Los autores apoyan sus tesis con gráficos de aparente simplicidad respecto a numerosos indicadores de salud y sociales, y ofrecen una amplia y valiosa visión del comportamiento de estos indicadores en cuanto al grado de desigualdad de ingresos en los países desarrollados. Los datos vendrían a corroborar el hecho de que sociedades menos igualitarias tienden a presentar diversos «síntomas de disfunción», como son la patología mental y la adicción al alcohol y las drogas, la obesidad, los embarazos en las adolescentes, la violencia y las tasas de encarcelamiento, y unos peores indicadores de bienestar infantil, rendimiento académico y esperanza de vida. Incluso reciclan menos y emiten más CO2.
La relación se demuestra tanto al comparar entre países como dentro de un mismo país, como es el caso de los 50 estados de Estados Unidos. Para algunos indicadores se muestran ejemplos de cómo incluso los grupos más privilegiados dentro de países o estados más desiguales obtienen peores resultados que sus homólogos en las sociedades más igualitarias.
Las tesis principales podrían resumirse de la siguiente manera: 1) para los países desarrollados, mayor bienestar material no se traduce en mejoras en salud y calidad de vida; 2) no son las condiciones materiales per se las que explican las diferencias de logro de los indicadores de salud, sino la desigual posición relativa que se ocupa en la jerarquía social; 3) el mecanismo que lo genera parece ser fundamentalmente la percepción psicológica de la fragmentación social; 4) la disminución de la desigualdad beneficiaría a todos, incluso a los ricos; y 5) se trataría de disminuir la desigualdad y recuperar así el sentido de comunidad e integración social.
La relación entre desigualdad y salud poblacional que defienden los autores fue calificada como «artefacto estadístico», ya que de la mera relación cóncava entre salud y renta individual resultaba dicha relación agregada sin necesidad de que la salud individual estuviese asociada con la desigualdad. No obstante, la evidencia empírica no ha confirmado la hipótesis del «artefacto»1, y deja lugar para otros factores explicativos. Las revisiones sistemáticas de desigualdad económica y salud no han dado resultados concluyentes, dependiendo del nivel geográfico de estudio, de la medida de salud y de las variables que se consideren e incluyan como confusoras2,3.
Igualmente, el mecanismo de transmisión entre desigualdad socioeconómica y salud que los autores proponen resulta controvertido: en concreto, interpretan que los pobres resultados sociales de sociedades más desiguales se deberían al bajo grado de confianza y cohesión social. Sin embargo, cabe preguntarse si dicha cohesión no es el resultado de otros muchos factores, tanto históricos como de calidad de las instituciones, del mercado de trabajo, del modelo del estado de bienestar y de los servicios públicos; atajar las desigualdades sin poner en el centro el conflicto inherente que las genera no constituye una fortaleza conceptual4. Sin negar la influencia en la salud individual de la percepción de las desigualdades sociales a través de mecanismos conductuales y de estrés, una reducción estructural de las desigualdades generaría una mejora en salud gracias, por un lado, a la mejora de la situación de los mas desfavorecidos, y por otro, a una mejora contextual en los indicadores de conflictividad social para toda la sociedad. Si bien los autores incluyen un apartado de propuestas, tales como extender las experiencias de gestión de empresas participadas, o una disminución en el abanico salarial, éstas se presentan como recetas aisladas.
A lo largo del libro se descubre un patrón de comportamiento por países que tiende a reforzar la idea de que hay diferentes modelos de capitalismo. En un extremo estaría el modelo de capitalismo anglosajón más Portugal, con altos índices de problemas sociales y de salud, y en el otro los países escandinavos más Japón, con mejores logros, y en medio los países continentales. España ocupa una posición intermedia en cuanto a desigualdad, con una situación ligeramente aventajada respecto nuestros vecinos franceses según el mismo índice. Dos datos resultan especialmente curiosos sobre el caso de Estados Unidos: en las últimas décadas ha aumentado mucho la «autoestima» (medida por la proporción de individuos que se consideran personas importantes), y al mismo tiempo la ansiedad, lo que para los autores indica que más que de real autoestima se trata de un «autobombo» o «egocentrismo amenazado», una creciente reacción individualista ante los desafíos de la extrema competitividad de esta sociedad; también se desmonta el mito del «sueño americano», ya que se trata del país con menores niveles de movilidad social intergeneracional.