El análisis de situación y propuestas de reforma de los sistemas de protección social para la dependencia, y en especial para la ley española de dependencia, se entronca en este trabajo en la teoría de la hacienda pública en lo que atañe a la naturaleza de la intervención en el aseguramiento social de los cuidados de larga duración. Ello permite un conjunto de consideraciones introductorias que, de forma resumida, permiten mantener una guía para las proposiciones más descriptivas al respecto.
The present article provides a critical analysis of the state of affairs of the care of dependent individuals and proposals for reform of social protection systems for dependency – especially the Act of Promotion of Personal Autonomy and Long-Term Care. The existing form of public coverage is linked to the theory of public finance. Against this background, a series of recommendations are made to achieve the goals of this important component of the welfare state.
La lógica de la intervención pública en el ámbito de la cobertura de los cuidados de larga duración necesariamente ha de insertarse ya en el primer teorema de la economía del bienestar, en lo que pueda suponer el fallo de mercado privado para la cobertura de dicha contingencia, ya en el segundo teorema en lo que se refiere a garantizar una redistribución de dotaciones de recursos a efectos de una mayor equidad generacional. Este último es de carácter más positivo-ideológico que normativo: la incertidumbre es acotable (si se superará o no una determinada esperanza de vida, o si se llegará a ella con un determinado grado de discapacidad); la preferencia ideológica, no al cambiar en el tiempo y como resultado de la elección social. El reconocimiento del primer problema obviamente decrece con la edad del individuo, lo que hace que, en el momento de la identificación de los beneficios del aseguramiento, el coste de la prima resultante del mercado sea incapaz de generar el pool compensatorio, entre individuos (buscarían seguro los que mayor probabilidad de necesitarlo tuviesen) o del propio individuo a lo largo de su vida (no en edades tempranas cuando el riesgo de necesitarlo es menor). Como consecuencia, sólo suscribirían pólizas privadas los individuos de mayor riesgo, en la circunstancia más adversa, retroalimentando la escalada de las primas hasta depredar completamente el mercado. De modo que quienes fuesen de riesgo bajo, pero no nulo, verían imposibilitada la mejora de bienestar que supone el aseguramiento para todo aquel que muestre alguna aversión a la desigualdad. Por tanto, sería en interés de éstos incluso pagar algo más que el coste actuarial (privado) de su riesgo a efectos de asegurar que con la intervención pública pudieran alcanzarse unos mínimos de cobertura.
El segundo argumento de justificación de la intervención pública tiene un carácter, como hemos comentado, mayormente paternalista: la miopía de los ciudadanos que no descuentan suficiente o correctamente la probabilidad de necesitar cuidados de larga duración haría que la premisa de «el individuo es el mejor juez de su propio bienestar» (que se habría mantenido en el primer teorema) fuera sustituida por la tutela o preferencia pública «por encima de» o «independientemente de» la opinión de los ciudadanos.
En cualquier caso, va a ser muy importante el modo en que se exprese dicha intervención pública: desde la regulación (con aseguramiento obligatorio público o privado, o ambos, o privado incentivado) hasta la provisión directa (con suministro público directo o concertado) a través de distintas prestaciones y formas (desde el institucional cerrado al de régimen abierto), y a la vista de cuáles sean sus efectos en la modulación de las decisiones individuales en el bienestar; así, a la hora de institucionalizar o no al dependiente (cuando el cuidado informal no está compensado), del comportamiento moral del evaluado (si prima la ausencia de cuidador familiar en la prueba de necesidad), financiero (en el ahorro, arbitraje o venta de activos si éstos se consideran en la prueba de medios), en la incorporación del cuidador formal al mercado de trabajo, etc. Todo ello trasciende en primeros impactos y efectos de segunda ronda a las predicciones convencionales sobre un conjunto de políticas que no pueden diseñarse por ello en abstracto o al margen del resto de las políticas económicas.
En la traducción de la cobertura a prestaciones, éstas permiten una alta discrecionalidad en formas y contenidos, así como también en lo que se refiere a «quién» es elegible para «qué»1. Ello incide en la prospectiva de cuantificación del gasto y su sostenibilidad: servicios elásticos en cantidad –utilización al desarrollo económico (elasticidad renta positiva, quizás superior a la unidad), afectos a la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, y dependientes de la evolución de costes unitarios y su reflejo en «precios» (p. ej., resultado de las restricciones «baumolianas» a los crecimientos de productividad para todos aquellos cuidados intensivos de mano de obra). Ello acota hoy desde algo más de 1,5 puntos del producto interior bruto (PIB) en Inglaterra hasta entre 3 y 4 puntos del PIB para Alemania u Holanda, aun reconociendo la no homogeneidad de las cestas de prestaciones de lo que se deba entender como cuidados de larga duración2. De ahí la importancia de ofertar con coherencia servicios que sean sostenibles en primer lugar (dada la inercia de otro modo resultante y la difícil corrección en las expectativas ciudadanas) y de conseguir a su vez la mejor combinación de oferta entre prestación de servicios en especie (afectada por la diferencia en costes unitarios de provisión respecto del índice general de precios al consumo) y la monetaria, perturbada si acaso por la distinta capacidad adquisitiva real de los recursos sobre la geografía, así como ante la distinta valoración de la calidad percibida del servicio (según se imponga éste desde el lado de la oferta o se elija desde la preferencia del demandante).
La financiación de los cuidadosEl modo como se financie el desarrollo de la anterior cobertura no va a ser inocuo. Si se hace a través de cotizaciones sociales (p.ej., 1,95 puntos adicionales en el caso alemán)2, se tratará de una prima ex ante, solidaria en este sentido, requiriendo adicionalmente el sistema ofertar una red de protección social para los no cotizantes. Si es así, dicha protección parece que debiera incorporar necesariamente prestaciones algo inferiores a los asegurados por contribución. Así mismo, desde la óptica contributiva, incluso resultaría lógica una sobretasa para los individuos sin descendientes, y que la contribución no excluyera a los pensionistas. Por el contrario, si el aseguramiento social siguiese la forma de financiación «a tanto alzado», cabría quizás estipular una prima única en torno a los 55-65 años de edad, o una contribución global relativa a la riqueza personal, incluida en ésta la acumulada en los distintos fondos de pensiones, privados o de empresa, con sus pasarelas fiscales correspondientes. Ciertamente, ello exigiría también mantener una red de protección para quienes no pudieran afrontar dicha prima, que no podría ser sino de mínimos.
Finalmente, que esta prima se abriera a aseguramiento privado podría acabar forzando que tuviera que hacerse obligatoria, lo que suele ser fuente de controversia política, al ser una especie de impuesto afecto a destino privado. Ello es ciertamente el caso, aunque dicha modalidad contaría todavía con distintas ventajas respecto del sistema privado libre puro: 1) siendo obligatorio permite aún ciertas formas de redistribución implícitas; 2) en cuanto que supone una póliza colectiva evita la selección adversa; y 3) mantiene la tutela protectora pública. Además, este aseguramiento podría completarse con formas de aseguramiento estrictamente privadas, en un esquema que permite legitimar en parte diferencias de acceso sobre la base de la elección y el ahorro sufragado por el ciudadano.
La financiación por la vía puramente impositiva está hoy generalmente descartada en la mayoría de los países examinados2,3. Se juzga que los recursos fiscales compiten con otras partidas de gasto social, y que los balances intergeneracionales no permiten un impacto añadido «pro mayores», vistas las fragilidades de otros colectivos5. En efecto, el impacto del envejecimiento en el gasto social se refleja en los cambios en la composición del pool de riesgos compensables, aún con la duda de si efectivamente son igualmente resarcibles los de una menor fecundidad respecto de los de una mayor longevidad. En el año 2040, España en su conjunto doblará el peso de los mayores de 60 años dentro de la población total4. Sin cambios en las políticas, los deslizamientos de las actuales implicarán que el peso del gasto público del cual es beneficiario ese colectivo pase del 12,6% al 33,1% del PIB. A igual gasto público total, ello desplazaría las políticas públicas (actuales o pendientes) destinadas a otros colectivos, desde el 68% actual a sólo un 28%. Para incrementar el gasto público total de manera que se evitara el efecto sustitución, la presión fiscal debería pasar del 38,2% actual al 57,2% en el año 2040. Y si la financiación se realizase por vía de déficit y deuda, ya en el año 2029 entraríamos en el llamado supuesto «efecto bola de nieve» (150% del PIB). Para compensar el aumento de la esperanza de vida mediante una mayor fecundidad, que dejase inalterada la tasa de dependencia, las mujeres en edad fértil deberían tener una media de 5 hijos en lugar de los casi 1,5 actuales. Como resultado, tanto la continuación de la inercia actual como un drástico e indiscriminado freno en su caso, sesgarían de modo preocupante el gasto social en favor de las generaciones de mayores.
En España, bajo un supuesto desacomplejado de sostenibilidad formulado en la fase álgida del ciclo económico, la Ley de promoción de la Autonomía Personal y atención a las personas en situación de Dependencia (LAPD) se formuló 1) desde el universalismo (no es éste el caso más común de países con más tradición de estado de bienestar3), 2) desde la garantía de la prestación en especie (con cobertura de coste con escaso o nulo copago en la práctica) y 3) con pretensiones de homogeneidad, pese a la diversidad territorial de oferta, insuficiencias de servicios, distinta involucración histórica de las autoridades locales en su provisión, etc. Esta pretensión se ha mantenido a pesar de la autonomía que garantiza la Constitución española a las comunidades en dicho ámbito competencial, al formularse la cobertura de dependencia fuera de las prestaciones propias de la Seguridad Social. Elementos todos ellos enjuiciables, desde la mirada actual, como una ley a destiempo, social y económicamente5.
Reflexiones para la reforma y la mejora de la Ley de dependenciaSin embargo, aun reconociendo todo lo anterior, la importancia de esta ley en el bienestar ciudadano, las expectativas sociales generadas y la perspectiva demográfica, no permite hoy sino el mayor de los esfuerzos de analistas y estudiosos para su reforma y mejora. A continuación se ofrecen algunas reflexiones con este objetivo.
Acerca de la gestión de la demandaVista la aplicación efectiva de la ley, se observa que el camino que media entre la emergencia de una solicitud y la concreción de sus beneficios requiere un análisis de consistencia, al identificar cómo se producen dichas solicitudes, sus valoraciones, la naturaleza de los controles y reconocimientos en su caso, y los dictámenes y determinación de prestaciones respectivas. Existe, por el momento, un nivel de solicitudes elevado y desigual entre comunidades autónomas, aunque sin una pauta sistemática, al igual que para el resto de los elementos del iter decisor. En cualquier caso, la dependencia (grado y nivel) hasta el momento observada se sitúa claramente por encima de la esperada por la propia ley, o a partir de distintos informes al respecto, o desde una simple comparativa internacional1. Se echa en falta, por tanto, la parametrización, con la máxima objetivación posible, de las necesidades asociables a la cobertura de la dependencia a partir de la estructura demográfica de cada comunidad autónoma y los valores estadísticos esperables en dependencia por grupo de edad si la respuesta del sistema adquiriera los niveles medios observados para el conjunto de España. Ello en sí mismo definiría el valor de referencia respecto del cual debería exigirse la justificación de las diferencias respecto de los valores observados.
Para ello, alinear los incentivos de las partes intervinientes obliga a identificar «quién» hace «qué» a expensas «de quién», y por tanto ante quién se es responsable. No debería haber dudas acerca de que lo racional es que tanto institucionalmente (cuando se desean compartir competencias entre distintas jurisdicciones administrativas) como entre proveedores, quien sea que decida ha de ser responsable de las decisiones tomadas, incluyendo en éstas sus consecuencias financieras. No tiene sentido que quien barema la necesidad de cuidado, sabiendo anticipadamente los derechos que devenga una u otra puntuación, no tenga responsabilidad presupuestaria en los costes generados. Ni tampoco que la institución que gestiona la determinación de la contingencia pueda trasladar íntegramente el coste a otro nivel con una simple aplicación informática que lo comunique.
En consecuencia, siendo los protocolos de actuación poco conocidos e incluso dudosamente uniformizables, del mismo modo que no lo son algunos otros aspectos relativos al control de calidad deseable, sí parece en todo caso aconsejable que el prestatario del servicio no pueda baremar. Asimismo, el evaluador no debería poder firmar el dictamen. Un mayor grado de traslado de responsabilidad a los agentes encargados del iter aquí analizado parecería oportuno.
Finalmente, la reconducción de las diferencias existentes en las respuestas observadas plantea la discusión de los incentivos al cierre de brecha de los puntos de partida tan dispares como los actualmente observados en los dispositivos territoriales. En este sentido, el nivel mínimo garantizado constituye la mejor base de soporte a potenciar, fundamentado en perfiles de necesidad y «paquetes» asistenciales abiertos asociados con esta necesidad, a efectos de una mejor estructura de nuestro sistema de dependencia.
Sobre la determinación de prestacionesPreocupa que tras casi 4 años de aplicación de la ley se continúe sin un catálogo de servicios estándar, discernible en lo que se refiere a los niveles básicos acordados. Ello debería ser compatible con que, una vez realizado el dictamen, los márgenes de elección entre prestación económica, vinculada siempre a servicios (reembolsable, contra factura) y prestación directa en especie, se mantuvieran mayormente abiertos. Por lo demás, a la vista de las diferencias observadas en las calificaciones, cargas de trabajo y recursos al servicio de la baremación, parece relevante explorar aquellos mecanismos que mejor funcionen. Los convenios bilaterales anuales para la determinación de los niveles entre estado y comunidades autónomas suponen un elevado desgaste político, lo que claramente conduciría a pensar en su plurianualidad.
Por lo demás, la separación de los tipos de servicios en la determinación de necesidades (en lugar de identificar necesidades genéricamente según el grado de dependencia) permite mantener una racionalidad diferenciada tanto para identificar quién suministra qué como también con qué régimen se financia; así, específicamente para servicios personales, de hostelería, tratamientos rehabilitadores, cuidados de enfermería...
En lo que atañe al respeto a la voluntad de las personas (que es prioritario reforzar), y teniendo en cuenta el importante peso que están adquiriendo las prestaciones económicas más allá de lo inicialmente previsto, resulta necesario adoptar medidas que preserven la dedicación de los recursos económicos al verdadero objeto al cual deben ser destinados. De este modo, con el fin de mantener el respeto al espíritu de una ley que pretende ser de servicios, en el contexto descrito en el que ésta evoluciona, es imprescindible adaptar la cartera y la forma de prestación de los servicios a esta realidad. En este sentido, parece óptimo incluir en la modalidad de «cuidador informal» servicios directos al cuidador (apoyo, formación, respiro, etc.), y ejercer a la vez un control real y directo de la situación en que se encuentra quien recibe el cuidado. En este punto resulta determinante el gestor del caso.
El modo en que está establecido hoy el catálogo de servicios de la ley es demasiado generalista y no responde a los diversos perfiles de personas a quienes se dirige, para los que no parecen haberse establecido opciones de atención posibles. En este sentido, haría falta desarrollar con más precisión los catálogos de servicios, obedeciendo a la lógica de necesidades de apoyo que de servicios strictu sensu, y por tanto ofreciendo una variabilidad de oferta y distintas combinaciones a las personas en función de su situación de necesidad y de las posibilidades reales de atención que tenga su entorno. Para ello habría que dejar de identificar exclusivamente recursos (tales como «plazas residenciales») para pasar a «desmenuzar» las carteras actuales, incluyendo la especialización por servicios en la definición de los recursos que esta cartera incluye. Así, convendría hacer compatibles los servicios que no son excluyentes entre sí, en la medida en que de dicha combinación surgen unas opciones de atención que permiten conseguir una mayor calidad de vida, y aplicar, en su caso, unas normas de copago más consecuentes con las elecciones realizadas.
Finalmente, viendo cómo crece la demanda atendiendo a las preferencias de las personas por recibir atención en su propio hogar, y siguiendo las tendencias internacionales más innovadoras en los programas de atención a la dependencia (más apoderamiento y presupuestos personales), parecen oportunos el desarrollo, la regulación y la correcta financiación de la prestación de ayuda a domicilio. Aunque las comunidades autónomas son las que deben liderar este proceso, los ayuntamientos, responsables de esta prestación, deben tener también un papel importante como gestores y promotores del desarrollo de la oferta de servicios, en especial en los servicios de prevención y ayuda a domicilio. En este sentido, si el Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD) ha de ser un verdadero sistema de promoción de la autonomía de las personas, es necesario que se desarrollen las prestaciones de promoción efectiva de la autonomía personal, sobre todo las dirigidas a los colectivos de personas con discapacidad y de personas con enfermedad mental, y los servicios de prevención de la dependencia, otorgando una función relevante a los servicios sociales de base y a los servicios de atención primaria de salud en este cometido.
La coordinación y la integración interadministrativaLa coordinación y la integración en el despliegue de servicios en sus aspectos territoriales y administrativos presenta múltiples facetas. Entendemos aquí por «coordinación» la articulación de recursos inicialmente independientes en los casos concretos atendidos dentro de cada ámbito asistencial; por «integración», los servicios ofertados de modo conjunto (sanitarios sociales y sociosanitarios). El balance asistencial (evolución del indicador de dependencia de cada beneficiario como señalizador de la adecuación de recursos, residenciales, atención domiciliaria y de centro de día) constituiría en este sentido el paradigma de la gestión coordinada del caso. La configuración de un departamento administrativo único con autoridad y potestas en el ejercicio competencial y en su financiación, sería paradigma de la integración. La integración garantiza una mejor coordinación, al coste de unos incentivos menos eficientes; una coordinación con incentivos descentralizados fuertes, en caso de alcanzarse, puede resultar perversa6. La «coordinación» requiere, por su parte, aspectos más virtuales que jerarquizados, al estilo de agencias de gestión compartida que internalicen en su seno lo que no haya podido solventarse por el lado de los repartos competenciales y las presiones de los corporativismos existentes, para concretar aspectos tales como a quién compete la valoración de la dependencia, si quien decide soporta los costes de la decisión, si quien controla se configura como instancia última, manteniendo siempre costes de transacción razonables.
Por todo lo anterior, parecería oportuno proceder a una mayor coordinación entre el ámbito social y sanitario, en vista de las disfunciones hoy detectadas, desde la financiación territorial (autonómica) y local, y en los aspectos organizativos, de gestión e institucionales (departamento/s responsable/s). Cabe destacar en este sentido la importancia de la valoración médica base de las situaciones de dependencia, abierta a una concepción pluridisciplinaria, de equipo y no corporativa segmentada, capaz de incorporar perfiles y competencias sociosanitarias. A este respecto resulta sin duda oportuno clarificar los marcos competenciales y las responsabilidades financieras sobre el territorio, fijando el rol de los ayuntamientos, ya sea en compartir la prestación de la atención a todos los niveles, ya sea en aspectos de prevención, de puerta de entrada del sistema, y quizás de monitorización de la utilización, o concentrando su labor en la parte más moderada o leve de la respuesta a la dependencia.
Resulta igualmente necesario enfatizar la conveniencia de que los cuidados para la población dependiente han de ponerse en el contexto horizontal de todas las políticas sociales. Y destacar la permeabilidad entre dichas políticas, en especial cuando uno de los aspectos pretendidos políticamente de manera aislada resulta de imposible consecución a corto plazo.
En lo que se refiere a los mecanismos concretos de coordinación, los relevantes deberían ser los implementados de modo ex ante a la propia decisión, con la creación de foros en los cuales se anticipe en beneficio de todos la solución de los problemas de cada uno; difícilmente puede conseguirse la coordinación deseada con tratamientos correctores ex post, una vez la decisión ya está tomada, pues en la mayoría de los casos son vistos como imposiciones de la administración central. Por lo demás, hay puntos de partida dispares, no directamente corregibles de modo fáctico o incluso no siendo ello deseable. En ningún caso la coordinación ha de suponer a este respecto una revisión al alza, de regresión a la media, carente de responsabilidad financiera, porque puede acabar comprometiendo la sostenibilidad del conjunto del sistema.
Parece razonable, eso sí, reforzar el Consejo Territorial del SAAD como mecanismo cooperativo que conjugue diversidad y armonización en aras de la creación de un marco global de acción integrada entre las distintas administraciones públicas involucradas en la atención a la dependencia, dotándolo de estructura técnica suficiente para afrontar adecuadamente el despliegue del SAAD en sus diferentes aspectos: desarrollo normativo, gestión de prestaciones, seguimiento, gestión de la información, etc. Se trataría de una coordinación interterritorial más preventiva que correctiva de las actuaciones autonómicas, al estilo de la que impera en la Organización Nacional de Trasplantes.
Acerca de los controles de calidad asistencialLa disociación entre la planificación de necesidades (demandas latentes emergentes) y la oferta (capacidades instaladas) para la prestación de servicios genera disfunciones entre la gestión deseable de la demanda y las respuestas asistenciales adecuadas. Esto obliga a valorar la situación en los límites entre a) la mayor objetivación posible de la provisión de servicios (desde una demanda estandarizada y una respuesta asistencial protocolizada) y bajo un criterio predeterminado de asignación de recursos (costes unitarios óptimos), y b) la completa «fungibilización» de los servicios (esto es, la conversión completa de la prestación en dinero), tal como permite el pago monetario de la prestación económica o de los presupuestos personales (cantidades financieras globales y libre decisión dentro de un paquete asistencial determinado). Entre la rigidez y la discrecionalidad completa, se considera la importancia de identificar primero la necesidad, después el servicio y finalmente el recurso o la prestación, evitando una cartera de servicios cerrada. A favor de la objetivación, en su caso, encontramos la imagen de una mayor cohesión; en contra, la rigidez y la menor aportación al bienestar que supone. En la posición de monetización máxima de la prestación se sitúan la autonomía de gestión y la adaptación al caso, y en su antítesis la imposibilidad de planificar inversiones e implantar decisiones que conlleven costes fijos importantes. Asimismo, parece oportuno definir una necesidad «normalizada» sobre la base de las ponderaciones relativas a las discapacidades para las actividades básicas, lo que puede permitir fijar el valor de cada punto reescalándolo a partir del presupuesto disponible y el número total de puntos asignados, traduciendo en un límite financiero por dependiente. Dicha cuantía podría transaccionarse por un paquete de servicios o en una cuantía determinada por servicio (contra factura, derivando la diferencia de coste a cobertura complementaria o a copagos).
A menudo, las comisiones, que han de traducir el baremo y la propuesta del evaluador ratificando el Programa Individual de Atención (PIA) a la vista de los servicios existentes, no revisan sistemáticamente los baremos; sólo en algunas ocasiones se ha establecido un control de calidad de carácter aleatorio. Por lo tanto, sin un control de la calidad, el coste hoy observado no puede considerase sin más como referente del gasto efectivo de lo que pueda ser la necesidad de cobertura de dependencia. Los incentivos a la baremación excesiva o el salto de niveles no encuentran, por el momento, en la participación financiera relativa de las tres partes en presencia (dos niveles administrativos y el propio beneficiario), un antídoto suficiente que frene la sobrecalificación observada. La falta efectiva de copagos en la mayoría de los casos y el interés de alguna comunidad autónoma de traducir el mayor gasto efectivo «inicial» en recursos, ante la expectativa en su momento, y en su efectiva realidad actual desde el nuevo acuerdo de financiación autonómica del año 2009, con la inserción de la financiación de la dependencia en el global de la financiación autonómica, puede haber retroalimentado dicho proceso. Tendría lógica, pues, que ante los diferenciales entre los valores parametrizados y los observados el Consejo Interterritorial los validase e incluso los financiase de manera específica y condicionadamente a partir de un fondo de reaseguro creado al efecto, en el que el resto de las comunidades autónomas ejerza el papel principal de supervisión.
Parece igualmente oportuno hacer aflorar la ocupación irregular enquistada en el sector, a la cual, en la mayoría de los casos, se remunera con la prestación familiar, y suministrar incentivos de formación y contratación.
Financiación. Sistema general y aportaciones del usuarioSe observa, como ya hemos comentado, un sesgo no previsto inicialmente por la ley en favor de la prestación monetaria, así como desequilibrios notorios en materia de concertación a instituciones (a partir de un pago por tarifa) e instituciones propias (a presupuesto). La eliminación de ambas diferencias, pese a que pueda ser aconsejable, no resulta hoy exigible, a la vista de la autonomía competencial de las partes, ni imponible centralmente. La pretensión de los prestadores privados de contar con un marco estable de financiación en función de una determinada población asignada (que garantice la recuperación de las inversiones efectuadas), o de unos mínimos de actividad a coste real de las entidades prestadoras, no parece garantizable. La uniformidad del servicio a niveles medios en sus distintos aspectos no resulta compatible con el proceso descentralizador del cual se han dotado los distintos pilares de bienestar de nuestro sistema social. La preferencia individual y la aportación del usuario en la financiación de los servicios no esenciales o periféricos deberían mantenerse aun al coste de aparentar una mayor diversidad. Para el propósito armonizador, no parece tampoco que la objetivación mediante parámetros de la actividad a financiar deba considerar los costes específicos observados en las formas de prestación de cada proveedor y comunidad autónoma. Y es que no resulta lógico que se determinen financieramente, y de manera vinculante, todas las respuestas asistenciales (a demanda estimada, con oferta asistencial media, a coste unitario medio) cuando no hay una planificación preexistente que fije esta misma capacidad. Es por ello que la cifra insertada en la financiación autonómica ha de entenderse como orientativa y ajustable a las necesidades o preferencias autonómicas, una especie de estimación global que fije «suelos», sea asociable a los servicios básicos fijados y pueda complementarse con corresponsabilidad fiscal de la comunidad o individual del usuario.
Si bien es cierto que la preeminencia de las prestaciones económicas en detrimento de la prestación de servicios mediante estructuras determinadas afecta en particular a los prestadores privados, que no encuentran de este modo un marco estable deseado, la participación con actividad predeterminada y financiada a tarifa es lo más próximo esperable a sus costes reales. Esta pretensión tampoco parece aceptable desde una posición que pretenda mantener o reforzar el apoderamiento individual, y a su vez un pago por servicio, en el que pueda participar la iniciativa privada, a presupuesto cerrado. Un escenario alternativo mayormente satisfactorio podría consistir en avanzar en la estandarización de los servicios, la fijación de unos precios de referencia para éstos, y que tras la elección del beneficiario sean complementables con copagos directamente ingresables por los propios proveedores (incluidos aquí los públicos) para el tipo de servicios periféricos a los nucleares: copagos en este sentido evitables y, por tanto, tan eficientes como equitativos.
La financiación global de la LAPD se basó en sus previsiones en unos supuestos de actividad y coste que no han resultado realistas. A los déficit estructurales asociados a la estimación de las necesidades de gasto se suman hoy dificultades coyunturales añadidas sobre la capacidad pública de financiación en plena crisis de las finanzas públicas. Parecería adecuada una reprogramación de la ley (concentrando los esfuerzos en la dependencia grave e importante antes de entrar en la moderada, redefiniendo el núcleo básico de prestaciones para cada nivel, o incluso estableciendo un copago diferenciado según gravedad, grado y nivel de necesidad). Los presupuestos de situaciones distintas de las de dependencia grave e importante podrían ser más flexibles y sus prestaciones más limitadas.
Constatado lo anterior, todo lo complementable fuera del paquete básico garantizado estándar por niveles de necesidad y que se haya financiado con aportaciones evitables de los usuarios, igualas territoriales, primas comunitarias reguladas, aportaciones autonómicas en priorización de gasto o recargos fiscales ad hoc, debería sustraerse del debate de la cohesión territorial y la igualdad social, que tanto parece enmarañar en este momento las relaciones entre administraciones y entre ciudadanos de distintas comunidades autónomas. Fuera de los servicios esenciales (core services), cuya definición no es en sí misma sencilla a la vista de las categorías existentes (somáticas de salud, psicogeriátricas, psiquiátricas, de discapacidades físicas, mentales y sensoriales) y su pluriafectación, el resto de los contenidos podrían estar abiertos a complementariedades diferentes, no tanto en los que se expresan en cuidados médicos y hospitalarios, pero sí en aquellos que tienen que ver con cuidados domiciliarios y de apoyo comunitario (descentralizado en provincias y municipios). El copago se aplicaría así fundamentalmente a contingencias que no estuvieran en el «núcleo» de las prestaciones de dependencia o que, estándolo, tuviesen alternativas o complementos. En general, los cuidados de índole sanitaria no deberían estar sometidos a copago, al menos mientras la sanidad en sentido estricto no lo esté tampoco; los complementarios, por lo general, se ubicarían bajo responsabilidad del beneficiario, salvo en casos de carencia manifiesta de recursos. No parece justificable que en el marco de una norma que protege las situaciones de dependencia se instrumenten copagos para la gran dependencia, ni tampoco para un mismo núcleo de servicios en cualquiera de los diferentes niveles de cobertura; sí, en todo caso, para determinadas variantes asistenciales (fuera del núcleo básico, como para el caso de servicios hoteleros, o sustitutivos de los privados), y de sufragarse éstos públicamente, nunca deberían establecerse sin compensar el esfuerzo del usuario.
En este contexto, el copago responde a la señalización de una oferta diversa y tiene como función complementar la financiación más que moderar o reducir los consumos. El copago debería hacerse efectivo directamente a un prestador de servicios de dependencia debidamente acreditado. En general, tiene menos sentido vincular copagos a la situación del usuario que al servicio prestado. Y menos sentido tiene vincularlo a servicios en sus componentes básicos, garantizados, directamente a la renta y patrimonio del usuario, que por definición, con sus aportaciones fiscales y ahorro, más ha contribuido y contribuye a su sostenimiento. Por ello, sin perjuicio de que un sistema futuro de aseguramiento acabe facilitando de manera eficiente la conversión de patrimonios en flujos de renta vitalicia, podría proponerse que, en términos generales, cuantos más puntos básicos conformen el baremo, menor penalización de copagos debiera imponerse; cuanta más diferencia entre costes específicos de servicios y tarifas de referencia, más copagos; cuanto más alejado funcionalmente esté el servicio del núcleo garantizado (servicios complementarios), más aportación potencial de usuario; cuanto mayores sean los aspectos utilitaristas y menores los aspectos objetivables de la efectividad diagnóstica y terapéutica de la prestación, mayor aportación esperable por parte del usuario; y finalmente, cuanto más sustitutivos sean los servicios de los puramente privados (hoteleros), más copagos podrían instrumentarse.
En este esquema, ni las rentas de la familia ni de los individuos, más que la pensión, deberían considerarse en el momento de modular el derecho de acceso. Si se identifica la necesidad de servicios y la pensión es insuficiente, el argumento en favor de la financiación con cargo a los contribuyentes debe primar a la penalización del ahorro (rentas de capital o patrimonio). En lo que atañe en concreto a la utilización del patrimonio para la financiación de los cuidados de dependencia hay diferentes opciones: 1) no contabilizarlo en el momento de acceso al servicio, pero sí en el momento de la donación o herencia, cuantificando el coste de los servicios de los que se ha beneficiado el causahabiente sin haber participado en su financiación; 2) considerarlo a efectos de compensar un mejor o igual acceso, o a contenidos de servicios diferenciables.
Por lo demás, no parece lógico que los evaluadores discriminen negativamente, como susceptibles de grados menores de atención a su necesidad, a aquellos potenciales beneficiarios que ya por su cuenta y riesgo adaptaron en el pasado sus viviendas, al tratarse de esfuerzos individuales a compensar más que a discriminar negativamente.
A modo de conclusiónEn resumen, en las actuales circunstancias, el centro de la lógica de la financiación pública coactiva y solidaria debería situarse, a nuestro juicio, en la parte «mínimo garantizado» de las prestaciones, a costes medios del sistema (y no singulares) que respondan a parámetros de utilización generales, que den valor a los puntos básicos baremados, y no a los outputs asistenciales de los respectivos proveedores. La traducción de los puntos básicos a costes podría permitir su reescalado a efectos de garantizar que los presupuestos globales a disposición de los servicios se mantengan cerrados.
En general, por último, y de modo genérico, conviene repensar la ley, para proceder a su reforma, más a partir del análisis de su operativa real y efectiva, a la vista de los objetivos a alcanzar, que desde la hermenéutica abstracta de su articulado.
La aspiración a construir este cuarto pilar del estado de bienestar permanecía en el destiempo político y económico que la coyuntura financiera pública parecía dejar en el limbo. La inanición se debía tanto a la expectativa creada como a las realidades que podían hacerse efectivas con el calendario de implantación establecido, ante un creciente malestar entre los agentes implicados para su ejecución y los potenciales beneficiarios.
¿Qué añade el estudio realizado a la literatura?Se ofrece un análisis de síntesis que integra diferentes aspectos de base sanitaria, social, competencial y organizativa, que se vuelcan en los aspectos de aseguramiento y financiación. Se especifica un marco estable que permita un acuerdo que revierta la situación actual (más basada en la prestación monetaria que de servicios y en el rescate de situaciones de dependencia más que de promoción de la autonomía personal) y una financiación suficiente según gradación de la cobertura priorizada en grados y niveles. Se aboga por un copago más ligado a la naturaleza del servicio (periférico que grave) que a la renta y la riqueza del dependiente, si acaso sufragado por el sector público en aquella parte selectivamente para quienes no superen la prueba de medios.
La evaluación de la Ley de Autonomía y Dependencia, solicitada por el Congreso de Diputados (2008) y encargada a una Comisión formada por cinco expertos, permitió la elaboración de un conjunto de trabajos que a propuesta de cada componente de la comisión (Montserrat Cervera, José A. Herce San Miguel, Gregorio Rodríguez, Simón Sosvilla y G. López i Casasnovas) se utilizaron como documentos previos a la toma en consideración de las conclusiones adoptadas colegiadamente (Informe sobre la Aplicación de la Ley de Dependencia, para el Congreso de Diputados, mimeo, 2009). Del autor de este artículo se incorpora y reelabora en éste una parte significativa de dichas aportaciones, a partir de la evidencia internacional disponible, especialmente focalizada en el caso de Inglaterra, Suecia, Alemania y Holanda, y “volcada” para el caso español en atención a las realidades de la implantación de la Ley de Autonomía y Dependencia del año 2007 hasta el momento presente.
FinanciaciónFundación CASER.
Conflictos de interesesNinguno.
Se agradece la ayuda a la investigación de Gabriel Ferragut y Joan Faner, profesores asociados de la Universitat Pompeu Fabra e investigadores del CRES. La sección tercera de este texto se ha beneficiado de los comentarios de J.A. Herce, Simón Sosvilla, Montserrat Cervera y G. Rodríguez, coautores con quien suscribe este artículo de la evaluación sobre la implementación de la Ley encargado por el Congreso de Diputados. Así mismo se desea dejar constancia y agradecer el apoyo financiero a la investigación de la Fundación CASER, que junto con el CRES-UPF edita una Serie de Documentos de Trabajo para el Estudio de la Dependencia, de los cuales una versión preliminar de este texto constituyó su número 3 (2011).