Este trabajo presenta una visión complementaria respecto a las últimas experiencias y avances en la evaluación económica de medicamentos en el mercado español. El contexto europeo y los recientes cambios normativos parecen favorecer la incorporación de la evaluación económica como una herramienta básica en el proceso de toma de decisiones sobre financiación pública de medicamentos. Sin embargo, aún persisten dudas sobre si el apoyo gubernamental será claro y explícito y sobre el papel que desempeñarán los decisores regionales y otros agentes sanitarios en este proceso.
This article presents a complementary view of the latest experiences and advances in the economic evaluation of medicines in the Spanish market. The European context and recent normative changes seem to favour the incorporation of economic evaluation of medicines as a basic tool in the decision-making process of public funding of drugs. However, some doubts remain about whether government support for economic evaluation of medicines will be open and explicit and about the role that regional decision-makers and other health actors will play in this process.
El artículo de Sacristán et al1 ofrece una visión muy interesante y apropiada sobre la situación de la evaluación económica de medicamentos y de tecnologías médicas en España. Más allá de los acuerdos y desacuerdos con los aspectos señalados en el artículo, no se puede dejar de reconocer y elogiar que sus reflexiones llegan en un momento muy oportuno.
La relación coste-efectividad incremental de un medicamento frente a sus alternativas terapéuticas puede, y debe, ser una buena guía para la identificación de prioridades relacionadas con la financiación pública de los nuevos medicamentos y tecnologías médicas para un financiador racional. ¿Cuál es el valor económico de las mejoras adicionales en el estado de salud que aportan los cambios tecnológicos en el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades? ¿Qué parte de la mejora en la esperanza y la calidad de vida es atribuible a la atención sanitaria y a los medicamentos? ¿Los nuevos productos que generan un mayor gasto valen lo que cuestan? Los criterios que ayuden a priorizar de manera transparente, eficiente y equitativa las decisiones de financiación pública de los medicamentos son sin duda aconsejables. Su papel sería apoyar la evidencia sobre la relación entre el beneficio marginal (contribución marginal a la mejora del estado de salud) y el coste marginal del tratamiento completo (no confundir con el precio de venta del medicamento). Ello llevaría a premiar las innovaciones en función de su mayor beneficio terapéutico relativo, en comparación con las otras opciones disponibles.
En los últimos años, varios países de la Unión Europea han adoptado medidas tendentes a incorporar la evaluación económica al conjunto de herramientas que guíen las estrategias de adopción y difusión de innovaciones sanitarias. Cada país ha adoptado diferentes procesos en su apuesta por insertar en la toma de decisiones la información obtenida de la evaluación económica de las tecnologías sanitarias. No obstante, lo relevante es que los conceptos y la cultura evaluadora de este campo han impregnado a los agentes sanitarios en diferentes ámbitos de decisión. Es el primer paso de un proceso que se debe consolidar y en el cual se debería avanzar en los próximos años.
En España, más allá de las declaraciones políticas, el marco regulatorio y la voluntad de los decisores sanitarios no han favorecido suficientemente el desarrollo de la evaluación económica de medicamentos (EEM) aplicada a las decisiones de financiación pública de prestaciones sanitarias, ni a las decisiones de precios de medicamentos y de tecnologías médicas. Por una parte, aunque la Ley del Medicamento del año 1990 establecía que la prestación de medicamentos por el Servicio Nacional de Salud (SNS) se debería realizar mediante la financiación selectiva en función de los recursos disponibles (gasto público presupuestado) y, por tanto, dejaba abierta la posibilidad de introducir la EEM, en la práctica no conllevó la implementación de un sistema transparente y conocido por las administraciones públicas y las empresas comercializadoras sobre cuán selectiva podría llegar a ser la financiación y sobre qué elementos se iba a basar el proceso de negociación del precio.
El Plan Estratégico de Política Farmacéutica para el SNS del año 20042 apostaba claramente por el «análisis farmacoeconómico» en varios de sus puntos. No obstante, la Ley de Uso Racional y Garantías de Medicamentos y Productos Sanitarios, de 28 de julio de 20063, no hace ninguna referencia a estos términos, y habrá que esperar al desarrollo reglamentario de la ley para ver cómo se incorporan los criterios de eficiencia mencionados en los procesos de la negociación del precio y la decisión de financiación pública de los medicamentos, y qué papel desempeñará la EEM. Sin duda, la promulgación del reglamento que ordene las funciones de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, así como la creación del llamado Comité de Evaluación de la Utilidad Terapéutica de los nuevos medicamentos, están llamados a ser elementos clave.
Por otra parte, no parecería lógico excluir la EEM de las medidas de evaluación de los costes y beneficios terapéuticos de los nuevos medicamentos, y no sólo por la dinámica europea ya citada, sino por coherencia con la financiación de otro tipo de tecnologías sanitarias. Así, la publicación del Real Decreto 1030/2006, de 15 de septiembre4, por el que se establece la cartera de servicios comunes del SNS y el procedimiento para su actualización, sí señala en su artículo 5.1. que «para la definición, detalle y actualización de la cartera de servicios comunes se tendrá en cuenta la seguridad, eficacia, eficiencia, efectividad y utilidad terapéuticas de las técnicas, tecnologías y procedimientos, así como las ventajas y alternativas asistenciales, el cuidado de grupos menos protegidos o de riesgo y las necesidades sociales, y su impacto económico y organizativo… ». Dicho texto se matiza y amplía posteriormente en el artículo 6.8 de la Orden SCO/3422/2007, de 21 de noviembre, por la que se desarrolla el procedimiento de actualización de la cartera de servicios comunes del SNS. Por tanto, si queremos tener en cuenta el criterio de eficiencia como un elemento relevante en la toma de decisiones sanitarias, el balance entre el coste y el beneficio terapéutico adicionales tendrá que ser un elemento esencial a la hora de incorporar, o no, en la cartera de servicios del SNS, nuevas prestaciones o mejoras en las ya existentes. No parece razonable que este criterio se aplique a un programa de cribado o a un determinado dispositivo médico y no a un medicamento sin estar dispuestos a asumir un elevado coste social derivado de la distorsión que supondría tener un sistema con reglas diferentes para la adopción de tecnologías sanitarias en función de su naturaleza (medicamento frente a no medicamento). Las distorsiones que acarrearía el establecimiento de 2 sistemas estancos, guiado uno de ellos por los criterios de transparencia y de rendición de cuentas de las decisiones públicas, y siendo el otro permeable a las luchas políticas y electoralistas, son un «peaje» de elevado coste social que no se puede permitir el SNS.
Junto a los recientes cambios en el marco normativo nacional, merece la pena destacar otra serie de factores impulsores de la EEM. En primer lugar, aunque desde hace años hay varias agencias de evaluación de tecnologías sanitarias, en los últimos tiempos han crecido tanto en número como en recursos. A las partidas presupuestarias aportadas por cada comunidad autónoma habría que sumar la dotación de fondos acordados en la Conferencia de Presidentes, gestionados por la Agencia de Calidad del Ministerio de Sanidad y Consumo, junto con las crecientes convocatorias de proyectos de evaluación de tecnologías sanitarias y proyectos de investigación del Fondo de Investigaciones Sanitarias convocadas por el Instituto Carlos III, más las correspondientes a la creación de grupos CIBER y Redes Temáticas de Investigación Cooperativa. En suma, recursos y actividad crecientes, si bien hay que reconocer que en España aún no se ha realizado ningún estudio sobre el efecto de estas agencias en la adopción de nuevas tecnologías, tanto en la generación de conocimiento como en la influencia en la toma de decisiones sanitarias, tal como se ha hecho en otros países5,6. En segundo lugar, en un contexto de crecimiento del gasto en medicamentos, no ya en términos absolutos sino como porcentaje del total de los recursos sanitarios del SNS, y dada la ambigüedad mostrada por la Administración central desde el año 1990 sobre el papel que ha de desempeñar la EEM, en varias comunidades autónomas se han creado unidades de evaluación de medicamentos, que pretenden incorporar cada vez en mayor medida el componente económico7. Fruto de ello ha sido la creación del Comité Mixto de Evaluación de Nuevos Medicamentos, compuesto por Andalucía, País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, cuyo objetivo principal es el análisis de la aportación terapéutica de los nuevos medicamentos8. El devenir de este comité y el aprovechamiento de las sinergias y las economías de escala existentes entre las Direcciones de Farmacia y las Agencias de Evaluación de Tecnologías regionales, serán cuestiones clave en el aprovechamiento de los esfuerzos públicos. Por el contrario, la falta de coordinación en este campo derivaría en un despilfarro de recursos difícilmente explicable a los profesionales sanitarios, sobre todo en el ámbito de la microgestión, a quienes cada vez se pedirá más que apliquen criterios de eficiencia en su práctica habitual y, en último término, difícilmente explicable a los ciudadanos.
En tercer lugar, a propósito del último comentario, en el medio sanitario, incluso en ámbitos de microgestión, se comienza a transitar del «todo vale, sea cual sea el precio» a plantearse como cuestión relevante «¿vale lo que cuesta?». El esfuerzo realizado en programas de formación que incorporan conceptos generales de economía y gestión de la salud, o específicos de evaluación económica, y los propios cambios en los sistemas de incentivos a prescriptores, van cambiando la mirada de los profesionales y hacen que el discurso de la eficiencia vaya calando. Experiencias como la desarrollada por el Grupo de Evaluación de Novedades, Estandarización e Investigación en Selección de Medicamentos (GENESIS), dentro de la Sociedad Española de Farmacia Hospitalaria, en el desarrollo de guías farmacoterapéuticas que incorporan información relativa a la relación coste-efectividad de los fármacos analizados, son un ejemplo de ello.
Aún quedan muchos pasos por dar, desde la creación de bases de datos públicas sobre costes sanitarios hasta la promoción de la EEM como elemento a incorporar en los estudios clínicos, la creación de registros de este tipo de estudios desde el momento de su inicio (tal como se hace con los estudios clínicos), la realización de los trabajos de EEM siguiendo unas pautas metodológicas comunes y acordadas de antemano, y la definición y el desarrollo de estrategias a largo plazo en los planes de formación e investigación en el campo de la EEM, así como otros elementos citados por Sacristán et al.
En todo caso, el primer elemento es señalar claramente que a los nuevos medicamentos y tecnologías médicas hay que pedirles una eficacia relativa respecto a aquellos con los cuales van a competir o a sustituirlos. Y no sólo esto, sino que frente al actual sistema de precios inflexibles para toda la vida y establecidos de forma escasamente transparente, sería necesario introducir criterios más dinámicos de revisión y establecer contratos de riesgo compartido en casos particulares, como han ido haciendo otros países9–11. Complementariamente, habría que implementar sistemas de detección y exclusión de la financiación pública de los medicamentos que vayan quedando obsoletos.
Por otra parte, la evaluación económica de un medicamento en el momento de su comercialización es sólo una etapa más de la gestión racional de los recursos. En España el debate se centra quizás excesivamente en el momento de fijación del precio y en la financiación pública, olvidando que el gasto es el resultado de multiplicar precios por cantidades. Esta perogrullada no lo es tanto cuando se compara el número de recetas, de envases o de dosis diarias definidas prescritas por 100.000 habitantes en España con el de otros países de la Unión Europea. Un vistazo rápido al apartado de «Farmacia» del Informe del SNS 200612 nos señala que los gobiernos regionales tomaron nota hace tiempo de ello, y que, pese a no tener competencias directas sobre la fijación de precios, en los últimos años han invertido una buena parte de sus esfuerzos en «controlarlos indirectamente» (políticas de prescripción por principio activo y de medicamentos genéricos). Esto, unido a una mejora en sus sistemas de información (sistemas de ayuda a la prescripción que incorporan guías farmacoterapéuticas, programas de incentivos individuales a prescriptores, etc.), puede haber favorecido la contención del gasto sanitario en recetas del SNS en los últimos años.
Por lo que respecta a las compañías farmacéuticas, no hay ninguna evidencia de que tener menos ingresos por las ventas de productos antiguos, cuyo período de protección de la competencia se haya agotado, deba suponer necesariamente menos inversión en innovaciones con una relación coste-efectividad aceptable, que el financiador se ha mostrado dispuesto a pagar. El discurso industrial en este sector no debería quedar anclado en el argumento de la «compra» de inversiones (inputs) sino en la defensa de los incentivos a las verdaderas innovaciones, siempre que el financiador ofrezca una buena disposición a pagar por ellas. Para ayudar a salir del enredo, la política industrial farmacéutica debería quedar más claramente separada de las políticas de salud, y para ello se debería ganar en transparencia y explicitar sus objetivos, la magnitud de los fondos implicados, los destinatarios y los plazos.
En todo caso, los responsables de las empresas farmacéuticas poseen una visión global de los mercados. El contexto de su negocio obliga a ello. Con más o menos fe, con más o menos temores respecto a su aplicación, tienen asumido que la EEM es un elemento que tarde o temprano se impondrá en España como una herramienta más (obviamente no la única) que guíe la fijación de los precios y la financiación pública de los medicamentos. Quizás será simplemente por mimetismo con otros países, aunque lo razonable sería que esta decisión partiera del convencimiento propio de que el proceso de toma de decisiones debe ser lo más transparente y racional posible. El National Institute for Health and Clinical Excellence (NICE) no requiere presentación. Todos hemos oído hablar de él. Sin embargo, otras agencias que antecedieron al NICE, como el Medical Services Advisory Committee australiano, con funciones no muy diferentes, no nos resultan tan familiares13. El elemento diferencial que ha hecho que los criterios del NICE sean mucho más conocidos que los de otras agencias internacionales, su impacto cultural muy superior y, en suma, que la influencia de esta institución haya traspasado sus fronteras y sea un referente clave, es el fuerte y explícito apoyo público que recibió desde un primer momento y que se ha mantenido en el tiempo. Se podrá discutir si esa cultura evaluadora que propugna el NICE ha calado o no en el medio sanitario español, o si existe una masa crítica de expertos suficiente para afrontar un reto de estas características. En todo caso, estos problemas los han tenido que afrontar también otros países en algún momento, en condiciones de partida no mejores que las nuestras en el presente14.
En éstas estamos ahora mismo en España. Señoras, señores, ustedes mueven ficha.