La salud pública luce un aura moral positiva. Como la clínica o los bomberos. Aunque su ejercicio pueda provocar daños, algunos de ellos evitables. Por eso las intervenciones, los programas y las instituciones, así como los profesionales y trabajadores que se dedican a ella, deben ser objeto de juicios morales, además de científicos y, en su caso, legales.
No obstante, los códigos éticos de salud pública son excepcionales1, porque la profesión de salud pública como tal no existe, en España al menos. La práctica de la salud pública formalmente identificada se concentra en las administraciones públicas, particularmente sanitarias, y en el ámbito académico, donde tales reglas no les afectan en tanto que salubristas, porque si son enfermeras, médicos, farmacéuticos, veterinarios o incluso abogados o arquitectos colegiados —corporaciones de derecho público— deben respetar normas deontológicas cuyo propósito es, entre otros, garantizar que no perjudicarán ni estafarán a la ciudadanía, fines que no siempre son prioritarios.
El interés de la salud pública por la ética no se ha formalizado hasta hace poco, a pesar de que la ética —en general— y la salud pública nacieran con las ciudades2. Los responsables de acueductos y alcantarillas, incluso de la inspección de los mercados de alimentos, de sus almacenes y de su conservación, dependían del poder político sin apenas relación con los clínicos. Aunque la relación con la clínica se establece ya en tiempos de Hipócrates, como ilustra «De los aires, aguas y lugares», y el juramento hipocrático sea un antecedente de código deontológico. Conexión que se intensificará en tiempos de la peste negra y las cuarentenas, pero que no se consolidará hasta que los Estados modernos asuman la responsabilidad de la protección de la salud colectiva, a mediados del siglo xix, que es cuando la salud pública adquiere la dimensión de aparato de gobierno, similar a la administración de aduanas o la policía, no solo la de tránsito. Una vertiente que, dado el notorio desarrollo científico y académico que experimenta —mucho menor que el de la medicina—, queda difuminada en el imaginario colectivo.
Pero será precisamente la Academia la que estimulará la aplicación de la ética a la salud pública. En buena parte, gracias a las reivindicaciones de los derechos humanos3 suscitadas por el activismo antisida. Bastantes años después del escándalo Tuskegee que provocó el informe Belmont4 y su generalización a la ética médica5.
En ausencia de una investigación histórica adecuada, quizás baste señalar la influencia del despotismo ilustrado en la génesis de la moderna salud pública y el reconocimiento tácito del utilitarismo que Bentham y los mercantilistas del siglo xviii propugnaron, formalizado por John Stuart Mill y aplicado por Edwin Chadwick.
Según los utilitaristas, el principal propósito moral sería la felicidad de la mayoría, lo cual, al referirse a la población, casa bien con el ámbito de la salud pública. Por si fuera poco, los salubristas del siglo xix e incluso algunos colegas contemporáneos no dudan en recurrir a la legitimación de los clásicos como Cicerón, para quien Salus populi suprema lex est6, y como salus en latín es más bien «salvación», tiene un sentido más político, usado teóricamente por Locke7 y prácticamente por Danton y Robespierre8. Significado semejante al que le otorga el glosario de promoción de la salud de la Organización Mundial de la Salud (OMS)9.
Esgrimir la preeminencia absoluta de la salud en abstracto frente a otros valores e intereses, como ha ocurrido durante buena parte de la pandemia, es como poco sospechoso de corporativismo. Supone ignorar, o por lo menos relegar, la importancia de los determinantes sociales, y desde luego posponer la exigencia de equidad que requieren las intervenciones que pretenden mantener y mejorar la salud comunitaria. Para ello es primordial la implicación activa de la comunidad, el empoderamiento al que se refiere Ottawa, tanto como la interdisciplinariedad, el trabajo en red o la perspectiva salutogénica en lugar de la patogénica que se ha adoptado.
Intervenciones que apelan a criterios morales, como por ejemplo informar en lugar de adoctrinar, proponer en vez de manipular, animar más que seducir y, desde luego, contribuir a emancipar y no a alienar. En cualquier caso, la salud pública no puede escabullirse de la calificación moral, tanto de sus intervenciones como de sus instituciones y sus profesionales. Todo ello, al plantear dilemas específicos, puede enriquecer esta rama de la filosofía moral10.
Como resulta obvio, los problemas colectivos de salud se deben afrontar desde una perspectiva poblacional, mediante los conocimientos y las habilidades específicas de la salud pública11, que no han sido adecuadamente aprovechados para controlar la pandemia; en parte, tal vez porque la calidad —veracidad y comprensibilidad— de la comunicación de los riesgos y de las recomendaciones para prevenirlos y controlarlos resulta esencial, algo en lo que no son precisamente expertos los salubristas ni los epidemiólogos12.
Quizá el seguidismo de la investigación clínica y tal vez cierto complejo de inferioridad al respecto13 hayan contribuido también a la renuncia al liderazgo. Claro que solo unos pocos epidemiólogos se ocupan de la prevención y el control de las epidemias, y trabajan en las administraciones públicas, en las que es necesario respetar las cadenas de mando14. Algo justo y necesario, excepto en contadas ocasiones.
Sin embargo, cuesta entender cómo desde la salud pública —al menos desde las asociaciones profesionales y científicas— no se ha fomentado un debate argumental y pluridisciplinario, en el que analizar razonadamente incertidumbres y discrepancias. Claro que la ansiedad atribuible a un problema percibido como la mayor catástrofe y las precarias condiciones de trabajo no lo facilitan precisamente.
Pero tampoco se ha sabido explicar al menos el significado de algunos de los datos con que los medios de comunicación inundaban impunemente a la población, como la evolución del número de infectados (de hecho, pruebas positivas), que bien medido es útil como indicador de propagación, aunque no del impacto. Confusión que aumenta el miedo, tal vez la característica más remarcable de la pandemia. Miedo que a menudo obnubila el raciocinio y fomenta reacciones desproporcionadas, cuando no inútiles o incluso contraproducentes.
Las dimensiones éticas del control de la pandemia han sido objeto de bastantes consideraciones, entre las que destacan las críticas a las administraciones públicas en relación con los recortes y la falta de preparación15 que algunos hemos complementado con un análisis sobre el papel de la salud pública16. Sin olvidar el cuaderno monográfico editado por el Grupo de Trabajo de Ética de SESPAS con la colaboración de la Fundación Grífols17, y la guía de la OMS para la gestión de los dilemas éticos durante las epidemias18. En muchos países se ha impuesto un planteamiento paternalista que en general ha sido bien acogido por la población. Las emergencias son precisamente situaciones en las que conviene cierto paternalismo por parte del Estado19, aunque por desgracia limitan las responsabilidades —y las libertades— ciudadanas, por lo que, en la medida de lo posible, conviene sustituir el modelo niñera20 por el modelo stewardship o auxiliar21.
Contribuciones de autoríaA. Segura Benedicto es el único autor del artículo.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesNinguno.