No, porque no es lo mismo predicar que dar trigo, ni se empieza la casa por el tejado.
Como cualquier otra buena causa, la prevención puede exponernos a serios problemas1. Mientras no se desarrolla una estrategia comunitaria de promoción de la salud y prevención primaria, se intensifican esfuerzos para implantar el cribado, sin un firme compromiso institucional y organizativo que garantice el buen funcionamiento de estos programas, algo que ya se echaba en falta hace unos años2.
Cada vez son más sólidos los indicios que apuntan al papel etiológico del exceso de peso, la alimentación inadecuada y el abuso del alcohol3. Es plausible, pues, una estrategia basada en la prevención primaria, ya que las beneficiosas consecuencias de una alimentación saludable y de una actividad física moderada, además de la posible reducción de la incidencia del cáncer colorrectal, contribuirían a prevenir otras enfermedades y mejorarían positivamente la salud, entendida como capacidad de gozar más plenamente la vida.
Sin embargo, la Estrategia NAOS de 2005 no ha conseguido invertir la tendencia al sedentarismo y la obesidad de nuestra sociedad. Cambiar los comportamientos es muy difícil sin modificar los condicionantes sociales de esas conductas, como el urbanismo, el transporte, las condiciones de trabajo o el acceso a alimentos adecuados.
Actuar sobre las causas de las causas demanda el compromiso del poder (legislativo y ejecutivo) a favor de una sociedad más saludable. Y el Proyecto de ley general de salud pública, en trámite parlamentario al escribir este comentario, no incluye instrumentos para que la iniciativa de salud en todas las políticas trascienda la mera retórica4, sin medicalizar más la vida cotidiana, como ha ocurrido al tratar los factores de riesgo como enfermedades, lo que incrementa de modo poco eficiente y equitativo la carga asistencial, encarece la sanidad y limita la autonomía y la responsabilidad de las personas y las comunidades.
Mientras la perspectiva comunitaria no avanza, sí tiene algún éxito el empeño de algunos profesionales, entidades y fundaciones5, traducido en el desarrollo, por algunas comunidades autónomas, de programas de cribado basados en la detección de sangre oculta en heces.
No obstante, es primordial que las autoridades sanitarias se comprometan a respetar los requisitos necesarios que optimizan los beneficios y minimizan los perjuicios, más allá de una mera formalización, desde luego bienvenida6. Esta actitud, en el caso de la prevención, resulta imprescindible, ya que buena parte de la población no obtendrá ningún beneficio directo personal al participar. Como señala Muir Gray7, durante 20 años director del UK National Screening Committee, el cribado siempre hace daño, aunque algunos hagan menos mal que bien a un coste razonable, por lo que no sólo es imprescindible disponer de pruebas de su eficacia antes de generalizar su uso, sino que hay que garantizar que la gestión del programa mantiene el balance entre beneficios y perjuicios contrastado experimentalmente7. Así, los efectos positivos del cribado del cáncer de cérvix en Inglaterra y Gales apenas se notaron hasta que el programa fue objeto de radicales cambios tras una evaluación rigurosa8, lo cual no ha ocurrido en España, donde el cribado de este cáncer es mayoritariamente oportunista y poco evaluado.
En este sentido, la evaluación del programa poblacional de prevención secundaria del cáncer de mama muestra muchos aspectos mejorables, como son la necesidad de llevar a cabo estandarizaciones, tanto las que afectan a los equipamientos (p. ej., seguridad de las instalaciones) como a los observadores (destreza en la exploración y en la interpretación de los hallazgos), y a las posibles ineficiencias e inequidades9, o a los aspectos éticos, como la información a las personas convocadas10.
Si bien tres buenos estudios poblacionales demuestran un efecto positivo del cribado mediante la prueba de sangre oculta en heces en la reducción de la mortalidad por cáncer, con una reducción del riesgo relativo de muerte por esa causa entre el 11% y el 18%, y con un menor impacto sobre el riesgo absoluto, del 0,08% al 0,16%, ninguno halla una reducción de la mortalidad total. Además, los tumores detectados son más incipientes, lo que sugiere un sobrediagnóstico, y sólo uno de cada tres carcinomas diagnosticados en el brazo de intervención se detecta durante el cribado11.
Por otro lado, la adhesión es pobre y se han observado prácticas abusivas e inadecuadas12, lo cual tal vez tenga que ver con las molestias que produce la preparación intestinal y con el temor a los efectos adversos de la colonoscopia. Una serie española de 13.493 exploraciones registró 13 perforaciones y una defunción13. Si el endoscopista practicaba menos de 300 exploraciones anuales, se triplicaba el riesgo de perforación14. El programa británico advierte de que puede producirse una hemorragia copiosa por cada 150 exploraciones, una perforación cada 1.500 y una defunción cada 10.000 (http://www.cancerscreening.nhs.uk/bowel/index.html).
Así pues, hay razones para no empezar la casa por el tejado y llegar a un compromiso formal entre sanidad y ciudadanía, que garantice razonablemente la seguridad y la transparencia, como requisito a la inclusión del cribado poblacional del cáncer colorrectal entre las prestaciones sanitarias públicas, y que además sería conveniente asociarlo a intervenciones comunitarias sobre los determinantes colectivos de la alimentación y de la actividad física saludables.