El planteamiento de Pinto et al1 es claro y refleja una posición sabida, pero no siempre explícita, bien por resultar una verdad incómoda (el presupuesto cuenta, ¡y tanto!), bien por compleja en su expresión. Dos recientes propuestas españolas2,3 señalan la complementariedad de las evaluaciones económicas y de los análisis de impacto presupuestario, animando a tratar de realizar ambos tipos de estudio, cuando se pueda, para aportar la mayor información posible al decisor. Sin embargo, lo cierto es que ninguna propuesta ni guía de evaluación económica internacional ha resuelto de manera satisfactoria el problema de cómo enfrentarnos a la situación en que una tecnología presenta una buena relación coste-efectividad y no hay recursos adicionales para financiarla4. Los autores afrontan este problema con elegancia, a mi modo de ver. Por tanto, mis comentarios tienen más que ver con detalles que con elementos de fondo. Sin embargo, como suele decirse, «el demonio está en los detalles».
La cuestión fundamental expuesta por Pinto et al es que «los estudios de coste-efectividad no permitirían tomar decisiones sobre la priorización si no hay información sobre el coste-efectividad de los tratamientos mutuamente compatibles que componen la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud». Sin embargo, disponer de un sistema de información sobre la relación coste-efectividad de toda la cartera de servicios sería algo inabarcable. No sólo esto, sino que tener que reevaluar periódicamente la cartera de servicios en un medio con altas tasas de innovación como es el sanitario, e incluso donde la definición de tecnología sanitaria permite salirse fuera de dicha cartera (¿reduciría las cuotas de la Seguridad Social a las empresas que instalaran gimnasios en sus centros de trabajo?), sería una tarea con una relación coste-efectividad probablemente poco favorable. Incluso en el poco probable caso de que estuviéramos en condiciones técnicas y dispusiéramos de recursos humanos para afrontar dicha tarea, no olvidemos que este criterio es sólo uno más que cabría integrar dentro de un complejo análisis, pero en modo alguno disponer de una ratio coste-efectividad indicará con total certeza la decisión a adoptar. Ya conocemos experiencias que nos previenen al respecto5. En el mejor de los casos, la información aportada por la evaluación económica orientará al decisor al añadir una dimensión de gran utilidad, la eficiencia, el balance entre el coste y el resultado sobre la salud. Adicio- nalmente, los análisis de impacto presupuestario orientarán sobre los recursos que hay que movilizar, incrementando los ya disponibles o bien moviendo partidas presupuestarias de unos programas a otros. Eso es todo. Aunque no sea poco.
En segundo lugar, una vez aprobado el conjunto de alternativas que prometen ser eficientes, ¿habrá alguna garantía de que así lo sean? Es decir, habitualmente empleamos el término «coste-efectividad» con demasiada ligereza. Con suerte, podemos tener un conjunto de información más o menos razonable sobre la eficacia de las alternativas que estamos comparando. Dicha información dependerá en buena medida de los requisitos legales para la aprobación de la tecnología en cuestión. El caso es que tratamos de aplicar normas de decisión deterministas y poco flexibles sobre precio y financiación cuando menos información se dispone sobre la efectividad real de una intervención, olvidando que hay instrumentos más flexibles, como son los contratos de riesgo compartido6,7, que pueden aplicarse cuando se introduce una nueva tecnología que va a suponer un elevado impacto presupuestario y se quiere contrastar que los datos de eficacia se reproducen en los pacientes reales.
Trasladar al mercado una tecnología requiere una gran cantidad de dinero por parte de la empresa que la comercializa. Llegado el momento de comercializar, es difícil que una tecnología no presente una buena relación coste-efectividad; la cuestión es en qué pacientes y bajo qué circunstancias. Sobre este aspecto sería razonable que, a medio plazo, las mejoras de los sistemas de información sanitaria8 ayudaran a identificar claramente los usuarios para los cuales se indica correctamente una tecnología, y también a detectar bolsas de personas que no reciben la tecnología más indicada. Trabajar con información proporcionada por bases de datos administrativas podría ayudarnos a realizar estimaciones de impacto presupuestario mu-cho más ajustadas que las que tenemos en la actualidad, así como a reducir la brecha existente entre eficacia y efectividad, mejorando la relación coste-efectividad de las tecnologías disponibles. Los incentivos para ello serán más fuertes en las regiones donde haya una mayor integración asistencial y el método de financiación adoptado sea el capitativo. El recibir un presupuesto per cápita sí introduce fuertes incentivos para huir de la mentalidad de «silos presupuestarios» y proveer las tecnologías más eficientes, con mejor balance coste-efectividad, hasta agotar el presupuesto, si bien sigue rigiendo el principio de que ello se hará más por aproximación o por intención que mediante la revelación a priori de la relación coste-efectividad de toda la cartera de servicios. No obstante, la evaluación económica y los análisis de impacto presupuestario mostrarían un alto grado de complementariedad en el aprovechamiento de la información señalada para orientar el diseño de los incentivos apropiados, con el objetivo de seleccionar una cartera de servicios sanitarios lo más eficiente posible para maximizar la salud de la población.
Otro detalle que aparece en las conclusiones de Pinto et al es el fomento de la investigación sobre el valor social de los años de vida ajustados por calidad (AVAC). No podría estar más de acuerdo con ello. Sin embargo, al mismo tiempo pienso que no es necesario esperar a tener una idea exacta de la valoración social de los AVAC para definir un umbral de aceptabilidad, más o menos difuso, que oriente la toma de decisiones. No es imprescindible porque, en primer lugar, resulta poco probable que haya una valoración social única del AVAC, puesto que ésta dependería de las características de la población beneficiada por la introducción de la tecnología, de la distribución de los AVAC en ella, del tipo de enfermedad contemplada y sus efectos, etc. Pese a todo, nos quedaría como alternativa que el decisor sanitario fijara un umbral determinado por una aproximación técnica sobre el valor social del AVAC (con una horquilla más o menos amplia). Y aquí podríamos debatir sobre si este umbral debería ser público y conocido por todos o no. No es una cuestión sencilla. A favor tendríamos la transparencia en la toma de decisiones públicas y la reducción de la incertidumbre para las empresas que comercializan tecnologías, o para de- cisores sanitarios públicos y privados de distinto nivel (macro, meso y micro) a la hora de justificar sus decisiones; en contra, podríamos pensar en una más que probable «endogenización» del ajuste de precios solicitados por las empresas que comercializan las tecnologías, buscando el límite de dicho umbral. Sin embargo, ello dependería de la competencia, presente y esperada en un futuro cercano, de otras empresas que tengan o puedan situar en el mercado tecnologías que podrían sustituir a la contemplada. En todo caso, aunque se han escrito ríos de tinta sobre el tema, fíjense en que cuando el Banco Central Europeo (BCE) modifica el tipo de interés, tal decisión tiene más influencia sobre nuestras vidas que si el umbral de aceptabilidad se fija en 20.000 o en 40.000 euros por AVAC. Y no crean que el gobernador del BCE tiene grandes conflictos morales sobre si debe convocar o no un referéndum entre los ciudadanos europeos para decidir si subimos o bajamos medio punto los tipos. Con ello no quiero decir que la fijación del umbral deba ser discrecional, sino que lo que tendría un gran valor sería que hubiera unas reglas del juego claras. En último término, el presupuesto asignado determinará los recursos que se van a invertir en el sistema y, por tanto, la cantidad que se está dispuesto a pagar por una ganancia incremental por AVAC. Así, aun en el caso de que el umbral fuera más o menos arbitrario inicialmente, su ajuste a largo plazo está implícito en las reglas del sistema, y dependerá de la riqueza de la sociedad y de la intensidad de su preferencia por ganancias en salud frente a mejoras en otros ámbitos del bienestar.
Por tanto, incluso aunque lo ideal sería disponer de toda la información posible, si no cumplimos esa premisa los estudios de evaluación económica no dejan de ser útiles. Al contrario. Habrá que tratar de gestionar esa escasez de la manera más inteligente posible. La información perfecta no existe, no sólo en el campo de la evaluación económica sino en cualquier otro ámbito de la gestión y de la clínica. La vida es incertidumbre. E ignorancia. Pero ello no debe propiciar que lo óptimo sea enemigo de lo bueno y que no debamos aprovechar toda la información disponible para introducir criterios de racionalidad en el proceso de toma de decisiones. Los estudios de evaluación económica deben ser juzgados por su contribución a la mejora de las decisiones adoptadas en comparación con las que se habrían tomado en su ausencia9, así como por su valor añadido en la formación de una cultura evaluati- va y transparente aplicable a la toma de decisiones.
Puesto que los autores citan el caso de la vacuna contra el virus del papiloma humano (VPH), resulta decepcionante el hecho de que el debate sobre el balance entre el coste de proveer la vacuna y su esperado resultado clínico haya tenido lugar después de su aprobación. En otras palabras, en todo momento se ha hecho explícito el número de vidas que se espera salvar con las vacunas, pero en ningún momento se ha hecho lo mismo con el coste de oportunidad de otras vidas salvadas si un presupuesto similar se dedicara a otras actividades. Ello no conlleva que sea incorrecto financiar la vacuna del VPH (cualquier otro ejemplo sería aplicable), sino que sería deseable emplear toda la información disponible y hacerlo de manera transparente en el proceso de la toma de decisiones. En último término, la aplicación de criterios de evaluación económica hace que las decisiones adoptadas se deban justificar de manera explícita y racional. De ahí su potencial ventaja desde la óptica de la sociedad, pero también su incomodidad para quien debe rendir cuentas. El apoyo de este tipo de medidas requiere un compromiso por parte de los responsables que prestan un servicio a la sociedad, a cambio de aceptar ser objeto de crítica pública, y asumiendo que ésta sea la norma más que la excepción en el desempeño de su cargo.
Es lógico que esto a veces no guste. Pero miren, a quien escribe estas líneas le evalúan con bastante frecuencia. Desde ustedes, si se han decidido a ojear estas líneas y están considerando el coste de los 5 minutos invertidos (perdidos o ganados) en leer estos comentarios, pasando por la de editores y revisores de revistas científicas y por la de agencias y centros de investigación, hasta llegar a la más que implacable evaluación de mis alumnos de grado y posgrado. Y, saben, en ocasiones el resultado de la evaluación agrada, y en otras más bien disgusta. Sin embargo, uno ya ha interiorizado no sólo que ello es útil, sino también necesario.