La medida de las prácticas sexuales en jóvenes y adolescentes en relación con su repercusión en la salud ha experimentado notables mejoras en la última década. El artículo de Faílde Garrido et al1 muestra cómo la descripción de los comportamientos y las prácticas sexuales se ve beneficiada por un gran tamaño de la muestra y unos instrumentos de medida perfeccionados, que permiten reconocer matices importantes de cara a tomar medidas de prevención. El desarrollo de la metodología ha permitido incluir preguntas relevantes para establecer, además de conocimientos y actitudes, comportamientos sexuales en una variedad de situaciones relacionadas con el riesgo de transmisión de enfermedades. El uso de escalas de conocimientos, habilidades y patrones sociales complementa de manera eficaz la información. Es una pena que, debido a las limitaciones de espacio de Gaceta Sanitaria, no se muestre más información sobre los resultados de las escalas, distribuidos por las variables sociodemográficas y, especialmente, por las prácticas sexuales que se han medido. Los autores, a la vista de sus hallazgos, comentan la necesidad de priorizar las intervenciones educativas en esta población, lo cual está muy bien, pero en realidad, y para el mensaje fundamental (es necesario intervenir en jóvenes y adolescentes), poco ha cambiado desde que se empezaron a medir los conocimientos, las actitudes y los comportamientos sexuales en los jóvenes a causa de la pandemia de sida en los años ochenta2: los investigadores llevan más de 20 años proponiendo medidas fundamentalmente educativas para la prevención.
¿Se ha hecho algo? Pues sí, pero para empezar es difícil saberlo. En todas las comunidades autónomas hay programas de educación afectivo-sexual en la escuela, en mayor o menor grado. Sin embargo, no se dispone de una información sistematizada sobre su extensión y nivel de implantación. Los responsables de estos programas afirman que, en general, están lejos de cubrir todos los centros educativos, y que hay dificultades para que el profesorado los lleve a cabo, o directamente no desean participar en ellos. Además, son todavía escasas las experiencias de evaluación de sus resultados, sobre todo en términos cuantitativos3, por la dificultad inherente de medir la morbilidad, las dificultades metodológicas y la tendencia a intervenir y no evaluar.
La educación afectivo-sexual también es importante desde la perspectiva de la prevención de enfermedades. Debería ser objeto de planificación dentro de las políticas sanitarias, y no siempre está incluida en ellas. Por ejemplo, tras revisar los informes SESPAS publicados en los últimos 10 años, se observa que sólo se hace una breve referencia al tema en 20044. Es necesario medir las prácticas que pueden suponer un riesgo, pero no hay que quedarse ahí. Se deben realizar las intervenciones educativas que tanto tiempo llevan recomendando los investigadores (y para ello resultaría útil saber qué se está haciendo, dónde y por quién), y hay que evaluar dichas intervenciones. También resultaría útil evaluar, en estudios como el aquí comentado, las intervenciones educativas a que han estado expuestos los encuestados, y relacionarlas con sus comportamientos sexuales y las escalas que utilizan los autores.