Introducción
De manera similar a otras ciencias sociales, como la economía, la demografía ha desempeñado con frecuencia el papel de «ciencia lúgubre», al pronosticar escenarios futuros, a veces inciertos, a veces escabrosos. Ejemplos de ello son las «inevitables» guerras y epidemias postuladas por Malthus1 para contener el crecimiento de la población, las variantes neomalthusianas como la bomba de la población2 en los años setenta, el declive de las naciones provocado por el descenso de la fecundidad postulado a principios del siglo xx en Francia o, en su formulación más actual, la crisis del sistema de prestaciones sociales causada por el envejecimiento actual de los países occidentales o las crisis medioambientales producidas por el desarrollo del continente más poblado. Afortunadamente, hasta el momento las predicciones demográficas han sido erróneas, igual que muchas predicciones económicas. A pesar de estos fracasos, la demografía sigue ejerciendo el molesto papel de «conciencia», ya que muestra las restricciones y los contextos que los individuos y las características de la población imponen a los procesos y sistemas de organización social. Así, la dinámica demográfica determina y es a la vez determinada por el cambio social, con la salvedad de que la primera tiene sus propias lógica e inercia internas, que frecuentemente trascienden los propósitos e intenciones de los actores sociales. De ese modo, la demografía es una ciencia que puede ayudar a explicar muchas de las claves del cambio social que está ocurriendo en España y en su entorno en el cambio del milenio.
¿Cuáles son las claves del cambio demográfico? ¿Cómo se interrelacionan entre ellas y qué impacto pueden tener para el sistema sanitario? Éstas son las dos preguntas a las que este artículo pretende responder. En primer lugar, se presentan las tendencias demográficas recientes, teniendo en cuenta que los cambios en la duración de la vida (mortalidad), en la aportación de nuevas vidas (fecundidad) y en la reubicación de las vidas (migración) explican el crecimiento de la población y los cambios en su composición según la edad y la tipología de los hogares. En segundo lugar, incidimos en varios aspectos de especial interés para la salud pública: la duración y la calidad de la vida, la inmigración y el comportamiento reproductivo de la población. Finalmente, en el apartado de conclusiones discutimos los posibles escenarios demográficos futuros.
Tendencias demográficas
De las tendencias demográficas de finales del siglo xx debemos destacar el progresivo envejecimiento de la población, la rapidez en la instauración de un régimen de muy baja fecundidad y la intensificación y diversificación de los flujos migratorios.
El envejecimiento de la población es el resultado de la transición demográfica vivida en España a lo largo del siglo xx, caracterizada por un cambio revolucionario en las tendencias de la fecundidad y la mortalidad3. Los cambios en las condiciones de vida producidos por las mejoras en la producción y la distribución de los bienes económicos básicos (alimentación, vestido y vivienda)4, junto con las mejoras en la salubridad ambiental y las habilidades, culturalmente transmitidas, en relación con la crianza de los hijos, propiciaron un avance importante en la lucha contra la muerte. De ella se beneficiaron, en primer lugar, los niños y jóvenes, grupo en el que se redujo notablemente la mortalidad infantil y juvenil y, con posterioridad, las personas adultas5, consiguiéndose en un período de 60 años doblar la duración media de la vida. A su vez, el descenso de la carga de enfermedad y muerte sobre hijos y madres6 generó las condiciones objetivas que permitieron un descenso de la fecundidad7, hasta el punto que la fecundidad matrimonial se redujo casi a la mitad en solamente medio siglo.
El régimen de muy baja fecundidad, esto es, el mantenimiento persistente de fecundidades por debajo del nivel de reemplazo generacional, es el resultado más visible de la denominada «segunda transición demográfica», fraguada por rupturas generacionales notables8-10. Las generaciones femeninas nacidas en los años cincuenta se involucraron en mayor medida que las generaciones anteriores en el sistema educativo y en el mercado de trabajo. Las generaciones de los años sesenta protagonizaron retrasos importantes en la edad de emancipación del hogar familiar, en la edad del matrimonio y la maternidad, contribuyendo a la democratización de comportamientos emergentes característicos de la segunda transición: la reducción de la fecundidad a todas las edades, la cohabitación, los nacimientos fuera del matrimonio y el divorcio11. A inicios del siglo xxi estos fenómenos están presentes en todos los territorios y sectores sociales12. En el terreno de las formas de convivencia, los procesos asociados a la segunda transición conducen a un incremento de los hogares unipersonales y de las familias monoparentales y reconstruidas, en el marco de las cuales la maternidad y la paternidad se desdoblan entre lo biológico y lo social13.
La creciente importancia de la inmigración en las últimas décadas del siglo ha convertido a España en un país receptor de flujos migratorios procedentes, con frecuencia, de países con unas condiciones de salud muy diferentes. En ocasiones, los países de origen han experimentado en las últimas décadas una transición demográfica mucho más rápida que en España, de forma que el descenso de la mortalidad ha ido acompañado de un descenso menor de la fecundidad. Ello plantea enormes retos a unos servicios de salud que, entre otras cosas, tienen que atender y acompañar a estas poblaciones en el proceso de construcción de sus familias y convivir con concepciones y prácticas diferentes de matrimonio, sexualidad y maternidad14.
En suma, estamos ante biografías individuales y familiares no lineales y ante formas de convivencia plurales y complejas que, sin duda, alteran los vínculos emocionales entre parientes que en otros tiempos quizá fueran más estables, al tiempo que se plantean nuevos retos en la configuración de la vida familiar y laboral15, con la necesidad de organizar de forma diferente también el cuidado de la salud de los miembros de la familia.
Demografía y salud pública
Duración y calidad de vida
En la actualidad España tiene uno de los niveles de mortalidad general más bajos del mundo (en el caso de las mujeres, únicamente nos adelanta Japón). Las recientes mejoras en las condiciones sociales y de salud pública han producido una mejora generalizada en la esperanza de vida de las personas y ha incrementado notablemente los grupos de población de edades más avanzadas16, hasta el punto de que ya desde hace años se plantea un cambio de prioridad: de añadir «más años a la vida» al de dar «más vida a los años». Paradójicamente, la importante mejora en la esperanza de vida por encima de los 65 años durante el último cuarto del siglo xx coincide con un significativo aumento de las cifras de mortalidad de los jóvenes17, con notables diferencias entre hombres y mujeres y entre clases sociales18,19.
Durante los años ochenta y hasta mediados de los noventa aumentó la diferencia entre mujeres y hombres debido, sobre todo, al incremento en la mortalidad de los hombres jóvenes20 a causa de los accidentes de tráfico y las enfermedades relacionadas con el uso de drogas por vía parenteral, como el sida. La esperanza de vida al nacer de los hombres y las mujeres alcanzó su máxima diferencia en 1995 (7,5 años), momento a partir del cual empezó a reducirse (en el año 2000 era de 6,9 años) (fig. 1). Sin embargo, la diferencia en la esperanza de vida a los 65 años ha seguido creciendo hasta la fecha. Así, entre 1960 y 1990 la diferencia se ha duplicado, pasando de 2 a 4 años. En otros países europeos la diferencia máxima se alcanzó hace 5 años (Italia), 10 años (Finlandia, Francia) e incluso 15 años (Bélgica y Países Bajos). Grecia y Portugal, además de España, siguen teniendo una tendencia creciente.
Figura 1. Evolución de la esperanza de vida al nacer y a los 65 años por sexos (España, 1911-2000).
Tanto la demografía como la epidemiología han insistido en la búsqueda de nuevos indicadores capaces de reflejar no solamente la duración de la vida, sino también la calidad de los años vividos21,22, introduciendo conceptos como el de años de vida libres de discapacidad23-25, obtenidos a partir de las prevalencias de discapacidad. Por ejemplo, la Encuesta de Discapacidades realizada en España en 199926 muestra que la prevalencia de la discapacidad es mayor para las mujeres y las clases sociales con un nivel de ingresos más bajo (figs. 2 y 3).
Figura 2. Prevalencia de discapacidad por edad y sexo y estructuras por edad, sexo y estado de discapacidad (España, 1999).
Figura 3. Prevalencia y razón de prevalencia de discapacidad según los niveles de ingresos medios (en pesetas de 1999) por persona y mes (España, 1999).
Es interesante observar que el patrón de la prevalencia de discapacidad por edad y sexo se distingue del patrón análogo de las probabilidades de morir, ya que en todas las edades la prevalencia de los hombres no siempre es mayor que la de las mujeres. Como se observa en la figura 2, hasta los 45-50 años dicha prevalencia es mayor en los hombres, al alcanzar esa edad se iguala y, después, sistemáticamente las mujeres muestran siempre una prevalencia de discapacidad mayor que los hombres.
El nivel de ingresos está inversamente relacionado con la prevalencia de la discapacidad. Ello se observa más claramente a partir de los 40 años. A partir de unos ingresos mensuales medios por persona superiores a 600 euros (100.000 ptas.) dicha prevalencia presenta los niveles más bajos. En la figura 3 se observa que en determinadas edades la prevalencia de discapacidad del grupo social más desfavorecido, que vive prácticamente en condiciones de pobreza, es 3 veces superior a la del grupo social de referencia que posee los mayores ingresos. Cabe mencionar que entre las mujeres de distintas clases sociales la prevalencia de discapacidad no es tan dispar como para el colectivo masculino.
La población inmigrante: ¿hombres y/o mujeres?
Los inmigrantes son con frecuencia hombres y mujeres adultos jóvenes que rejuvenecen la pirámide poblacional (figs. 4 y 5). La población inmigrante, que ha pasado en una década de representar el 1,3% de la población española en el censo de 1991 al 3,8% en el de 2001, está transformando rápidamente la fisonomía de la población española. A pesar de que en el imaginario social el inmigrante es un hombre adulto que se desplaza en busca de mejores oportunidades laborales, en 2001 el 45% de la población extranjera residente en España eran mujeres, alcanzándose para determinadas nacionalidades, como en el caso de la República Dominicana, la cifra del 70%27. En la figura 4 se muestra que la composición de la población extranjera por sexo y origen --según las grandes regiones-- corresponde a una población joven y bastante equilibrada en su conjunto en la composición por sexos, pero con sesgos importantes en algunas regiones: más mujeres en la población de origen latinoamericano, especializada en trabajos auxiliares para la reproducción, y más masculina en la población de origen africano, la cual por el procedimiento de la reagrupación familiar aumenta su contingente femenino. La diversidad de las formas de convivencia de estos colectivos es el resultado del tipo de migración y de las redes sociales por ellos establecidas.
Figura 4. Estructura por edad, sexo y nacionalidad de la población extranjera residente en España y su comparación con la pirámide de la población de nacionalidad española (España, 2001).
Figura 5. Evolución de la descendencia final y del indicador sintético de fecundidad (España, siglo xx).
En el contexto de un régimen de fecundidad muy baja, el demógrafo Andreu Domingo, que ha estudiado la contribución de las mujeres inmigrantes en la reproducción social --superando el limitado marco de la reproducción biológica--, ha señalado que la migración internacional no debe entenderse como suplemento poblacional destinado a compensar el déficit de fecundidad. Más bien al contrario, en España el papel de buena parte de las mujeres inmigrantes (especializadas en el trabajo reproductivo, como empleadas domésticas o como cuidadoras) es complementario a los avances en formación y participación laboral de las españolas no inmigradas. Desde esta perspectiva, el aumento de la fecundidad de las mujeres españolas no actuaría en detrimento de la demanda de ocupación femenina ni de la inmigración, sino que puede ser un elemento que actúe de acicate28.
Convivencia de dos modelos reproductivos: uno tardío y otro temprano
En poco más de 20 años España ha pasado de tener una de las fecundidades más altas de las regiones europeas a tener una de las más bajas del mundo. El Índice Sintético de Fecundidad de España (número medio de hijos por mujer en un año determinado) alcanzó una tasa de 2,1 hijos por mujer en la primera mitad de los años ochenta, y descendió desde entonces hasta alcanzar en 1998 su nivel más bajo, 1,15 hijos por mujer. Desde esta fecha se ha producido una ligera recuperación, de manera que en el año 2001 se ha llegado a una tasa de 1,25 hijos por mujer, lo que permite prever un mayor acercamiento entre los indicadores de generación y de coyuntura (fig. 5).
Aunque favorecida por nuevas circunstancias, la reducción del tamaño familiar es continuación de una tendencia previa, como la difusión de las modernas técnicas anticonceptivas que las intervenciones pronatalistas del franquismo habían intentado limitar. A pesar de esta relativa continuidad, el año 1980 fue en gran medida un punto de ruptura, ya que hasta entonces el descenso de la fecundidad fue el resultando del agotamiento del antiguo modelo de formación de familias y reproducción temprana más que de la implantación de un nuevo modelo de uniones y maternidad más retrasada29.
Aunque las españolas son las ciudadanas europeas que más tarde tienen su primer hijo (29 años)30, este retraso no significa necesariamente una renuncia o una menor priorización de la maternidad frente a otras metas, sino que simplemente puede tratarse de su mayor responsabilidad frente a las diversas dificultades que comporta la maternidad en la actualidad en nuestro país: el precario desarrollo en España de políticas de apoyo familiar, la rigidez en los sistemas de organización laboral y la inequidad en el reparto entre géneros de las tareas domésticas y la crianza de los hijos. Por ello, aun en el caso de parejas que han consolidado su unión, la maternidad sigue siendo una difícil barrera que está causando un significativo crecimiento de parejas sin hijos o con un solo hijo.
El moderado repunte de la nupcialidad y de la fecundidad producido en los últimos años debe entenderse, en gran parte, como el resultado de los cambios en la estructura de la población provocados por muchos años previos de baja nupcialidad y fecundidad, el aumento de la proporción de solteras y sin hijos hasta edades relativamente avanzadas31 y, en menor medida, la coexistencia de dos patrones de nupcialidad y fecundidad: uno tardío y otro temprano.
El ejemplo de Andalucía, presentado en la figura 6, ilustra que las mujeres españolas se caracterizan por un calendario tardío de maternidad, mientras que las mujeres extranjeras, por su juventud y su propia biografía migratoria y familiar, son madres antes de los 30 años con mucha mayor frecuencia. Sin embargo, una maternidad temprana, cuando hay gran dificultad en compaginar la vida laboral con la familiar, no debe implicar tampoco en este caso una descendencia final (número medio de hijos por mujer de una generación determinada) elevada.
Figura 6. Tasas específicas de fecundidad por edad y nacionalidad (Andalucía 2001-2002).
Conclusiones. ¿Qué parte del futuro está ya escrita?
Las distintas proyecciones de población elaboradas para España por distintos organismos estadísticos32,33 predicen un fuerte envejecimiento de la población española. Esta predicción no es en realidad un fenómeno inesperado, ya que es sabido que en España el crecimiento en la porción de población mayor de 65 años es desde los años setenta uno de los más altos de Europa. No obstante, la situación de partida de una población más joven que la de otros países europeos ha ocultado la importancia de este crecimiento. Estas predicciones están básicamente determinadas por sucesos ocurridos en el pasado: la explosión de la natalidad de los años sesenta y setenta y el hundimiento de ésta en las décadas sucesivas. El bajo número de nacimientos en el último cuarto de siglo, la baja fecundidad de las generaciones más jóvenes y el alto nivel de supervivencia de los mayores prácticamente invertirán la pirámide de población, que adquirirá una forma sin precedentes históricos en los próximos 50 años. Así, la proporción de personas de 65 o más años, estimada en un 17% en 2000, alcanzará en todos los casos cifras superiores al 30% en 2050. El crecimiento de la población mayor de 80 años se prevé que sea incluso mayor, triplicándose prácticamente los niveles actuales próximos al 4% de la población. Este hecho es lo que se ha denominado el «envejecimiento del envejecimiento», un fenómeno que, además, es eminentemente femenino, ya que los grupos de más edad estarán compuestos mayoritariamente por mujeres.
El punto álgido del crecimiento del envejecimiento se producirá con la llegada de los nacidos en los años sesenta y setenta a la edad de jubilación durante la tercera década de este siglo. Ello coincidirá con un decrecimiento de la población en edad de trabajar correspondiente a las generaciones menguantes nacidas en el último cuarto del siglo xx. La inmigración podría compensar parcialmente este posible déficit, pero no parece probable que ésta pueda llegar a ser de la magnitud suficiente para corregirlo completamente.
Si aplicamos la prevalencia de discapacidad observada en la encuesta de 1999 al conjunto de la población española en dicho año, en España existen 2 millones de mujeres y 1,5 millones de hombres con alguna de las discapacidades preguntadas en la encuesta. Si esta prevalencia se mantuviera estable en los años sucesivos, en 2025 habría 2,7 millones de mujeres y 1,7 millones de hombres con discapacidad, es decir, un millón más de personas con discapacidad. Puede que estas cifras no parezcan muy espectaculares, pero teniendo en cuenta que durante ese período las previsiones de Eurostat sólo prevén un crecimiento de medio millón de personas, supone que la población con discapacidad crece en cifras absolutas más del doble que la población total. Aunque unas previsiones basadas en el supuesto de prevalencia constante son poco creíbles, ya que no tienen en cuenta las previsibles mejoras en las condiciones de salud34,35 y, por tanto, la reducción de la prevalencia de la discapacidad. Es evidente que en este escenario futuro la consecuencia en la demanda de servicios sanitarios no es difícil de imaginar: una demanda muy creciente de atención personal que desbordará la capacidad de las familias para soportar este crecimiento. Para su satisfacción se precisará la concurrencia de los servicios sanitarios y sociales, lo cual implicará que España deberá lidiar con las restricciones actuales del marco legislativo y presupuestario.
Las nuevas estructuras familiares36, con núcleos cada vez más pequeños, redes de parentesco más reducidas y la integración de la mujer en el mercado laboral implican una importante disminución de las capacidades de éstas para suplir, como hasta ahora, determinadas funciones de asistencia: la crianza, el cuidado de enfermos y discapacitados o la solidaridad ante situaciones de crisis. Cada vez más, la familia necesita mayores apoyos, más colaboraciones externas y más alternativas de provisión de servicios. Los servicios de salud, como parte de unos servicios sociales integrales, tendrán que desempeñar un importante papel en esta nueva situación, pues la familia nuclear ya no es tan mayoritaria. Por tanto, hay que plantear la atención sobre la base de las necesidades de los individuos, de acuerdo también con sus características en la forma de convivencia. Es decir: mujeres mayores que viven solas --lo cual no pasa con los hombres mayores que viven en pareja o en familia--; hombres adultos solos que han sido excluidos del mercado de trabajo y que tienen una probabilidad más elevada de divorciarse y una probabilidad bastante baja de volver a casarse; mujeres sin pareja estable, que desean un hijo meticulosamente planificado en demanda de atención y cuidados obstétricos (reproducción asistida) y pediátricos con un nuevo perfil; personas, con o sin familia, con pocos recursos económicos y con una probabilidad elevada de padecer problemas de discapacidad; personas que acaban de llegar, quizá durante el primer contacto que establecen con la Administración, con necesidades diferentes de la población asentada aquí desde hace tiempo, a las que habría que garantizar una comunicación plena con los profesionales sociosanitarios que deben atender sus demandas.