En 2013 se publicó en España el libro Mala farma, del psiquiatra británico Ben Goldacre. El subtítulo de la obra lo dice todo: Cómo las empresas farmacéuticas engañan a los médicos y perjudican a los pacientes. El libro puede resultar interesante, divertido e intelectualmente estimulante para médicos que participen en ensayos clínicos, miembros de comités éticos de investigación y gestores sanitarios.
En el primer capítulo, Datos que faltan, se explica cómo, durante décadas, los laboratorios han realizado ensayos clínicos cuyos resultados publicaban si eran favorables para su fármaco, o guardaban en el cajón si no lo eran. Por tanto, la medicina basada en la evidencia ha venido extrayendo conclusiones mediante revisiones de artículos que mostraban resultados especialmente favorables de los fármacos evaluados. Las soluciones a este problema han ido en la línea de obligar al registro de los ensayos clínicos antes de su inicio y a comunicar sus resultados a las agencias reguladoras una vez finalizados, pero dichos registros permanecen secretos para la comunidad científica. Cada capítulo termina con un apartado sobre Qué puede hacerse, y en este caso el autor propugna la estrategia de que «muchos ojos» pueden ayudar a sacar a la luz mejores conclusiones sobre los resultados de los ensayos clínicos que hoy día permanecen a buen recaudo.
En el segundo capítulo, De dónde salen los nuevos medicamentos, se explica cómo la industria farmacéutica ha puesto la realización de ensayos clínicos en manos de empresas especializadas, que han ido deslocalizando los países donde realizan los estudios, con el fin de abaratar costes, con lo cual se puede incumplir el principio ético de que «la investigación en grupos vulnerables sólo se justifica si éstos podrán beneficiarse de los conocimientos obtenidos»1.
En el capítulo Malos organismos reguladores se plantea el problema de que los profesionales de las agencias reguladoras son tentados por la industria farmacéutica, produciéndose el fenómeno de «puerta giratoria» entre ambos mundos profesionales. En opinión de Goldacre, esto puede explicar que se autoricen ensayos clínicos de baja calidad metodológica, como aquellos que se limitan a demostrar que el fármaco en estudio es mejor que un placebo en lugar de compararlo con el mejor tratamiento existente en ese momento, o bien estudian resultados clínicos que no son realmente relevantes. Hay una referencia expresa a los fármacos «yo también» que las empresas sacan al mercado cuando se aproxima el fin de las patentes de sus medicamentos, y al caso de los «enantiómeros», moléculas en espejo al fármaco original que los laboratorios presentan como una novedad.
Bajo el epígrafe Malos ensayos clínicos se presentan ejemplos de que los pacientes atendidos por los médicos en su práctica diaria son más ancianos y pluripatológicos que los pacientes “ideales” que se incluyen en los ensayos clínicos, y en quienes es presumible que los fármacos funcionen mejor. También hay ejemplos de ensayos clínicos en los cuales el nuevo fármaco se compara con otro reconocidamente inútil o a dosis no habituales, que se interrumpen muy pronto o se prolongan demasiado con el fin de conseguir los mejores resultados, o en que se eligen «resultados compuestos» combinando los que resulten más convenientes al propósito de demostrar los beneficios del fármaco.
En el capítulo Ensayos clínicos más amplios y sencillos se presenta una propuesta que, en mi opinión, resulta original: se habla de ensayos clínicos «pragmáticos» que podrían realizarse cuando no haya información clara sobre si un fármaco es mejor que otro (Goldacre pone el ejemplo de la atorvastatina y la simvastatina). En estos casos, el médico podría aleatorizar la selección de uno u otro fármaco mediante la aplicación informática con que realiza la prescripción, en la que también se recogen datos de seguimiento de los pacientes a largo plazo, con lo cual en poco tiempo se reuniría información basada en pacientes mucho más numerosos y “reales” que los de los ensayos clínicos convencionales2. En cuanto a los consentimientos informados para estos ensayos clínicos, se propone un formato reducido que sustituiría a los largos y farragosos consentimientos actuales. Sobre la pérdida del diseño doble ciego, habitual en los ensayos clínicos, el autor nos recuerda que si la comunidad científica no sabe si un fármaco es mejor que otro, mucho menos lo deben saber los pacientes.
La última sección del libro trata sobre el márketing farmacéutico y razona que no es lógico que los laboratorios gasten más en publicidad que en investigación y desarrollo. La publicidad en este ámbito sólo puede distorsionar el juicio de los médicos prescriptores, que debería estar basado sólo en pruebas objetivas, y además supone un sobrecoste que acaban pagando las administraciones o los pacientes que financian los fármacos. Se aportan ejemplos de cómo la industria intenta inducir la demanda de fármacos utilizando técnicas sutiles como la promoción de las «asociaciones de pacientes», así como otras menos sutiles como las empleadas por algunos visitadores médicos. También hay una referencia a los «escritores en la sombra»: equipos expertos pagados por los laboratorios que redactan los artículos científicos que promocionan sus fármacos y luego los envían a profesionales reputados para que den el visto bueno y los publiquen a su nombre.
Ben Goldacre es un escritor polémico y sus posiciones pueden generar argumentos encontrados. Lo que difícilmente es discutible es que los pacientes que participan en ensayos clínicos lo hacen de forma altruista y por el convencimiento de que los resultados de esos estudios van a mejorar el tratamiento de futuros pacientes, y esa confianza nunca debería ser decepcionada.