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Vol. 22. Issue 6.
Pages 621-622 (November - December 2008)
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Nuestros mitos
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Andreu Segura
Institut d’Estudis de la Salut, Generalitat de Catalunya, Barcelona, España
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«… porque hemos de morir a tiempo, no vegetar, su- perfluos, confusos en la multitud que crece, sin orden ni concierto, hacia un destino ciego de colmena o de hormiguero».

Asclepio, Salvador Espriu

Todo hubiera podido empezar cuando Apolo conoció a Coronis, una bella ninfa, hija de Flejias, el severo rey de los lápitas; conocimiento que llevó a Asclepio a las entrañas de la hermosa hermana de Ixión. Poco antes de alumbrar a Asclepio, la joven tuvo amoríos con Isquis, un esbelto acadio. Un cuervo blanco, como lo eran todos en aquella época, voló raudo hasta el dios, a quien dio cuenta del acontecimiento. Apolo, intransigente con la competencia terrenal, montó en cólera y organizó un «divino follón». Primero se las tuvo con el mensajero delator, y las maravillosas plumas albas de los córvidos se convirtieron en negras por siempre jamás. Insatisfecho, Apolo llamó a Artemis y entre los dos hermanos emprendieron por toda la Hélade la expedición de busca y captura de aquellos osados mortales y, una vez los encontraron, los hicieron arder en la pira. ¡Faltaría más!

Pero sucedió que la vida de Asclepio todavía latía entre las cenizas de la gestante, y Apolo, fiel a su estirpe, no podía abandonar así como así la carne de su carne. A Coronis, al fin y al cabo, la había encontrado en la calle. Recogió pues al prematuro y, quién sabe si para olvidar el ultraje o para mejor dedicarse a sus nuevas cuitas, lo confió a Quirón.

Quirón era el más sabio de los centauros, la raza engendrada por los amores de Ixión y Hera, la esposa de Zeus. Mejor dicho, de Ixión y de una nube en forma de Hera que el padre de los dioses había modelado al sorprender a Ixión mirando seductoramen- te a su señora. Para contrastar sin peligro la hipótesis de una eventual inclinación del ardiente muchacho a la intervención amorosa eficaz, obró el espejismo. Ni qué decir tiene que el bravo joven pagó de sobras su atrevimiento.

Pero había sido tal la pasión, que Centauro fue concebido entre los vapores del aire. Así que Quirón era pariente de Asclepio por parte de madre, lo que en el Olimpo no era precisamente una rareza. Pues bien, Quirón se encargó de educar a la criatura en los bosques del Pelion, antes de que Teseo se decidiera a expulsar a los centauros de la verde península.

Asclepio aprendió mucho y consiguió una insuperable destreza en la detección y el manejo de las raíces y las hojas que sanan a los enfermos, y averiguó cuáles eran las costumbres más saludables y aquello que convenía evitar para no caer postrado. Pronto abrió su negocio y el éxito superó enseguida las más optimistas previsiones, y como setas aparecieron las sucursales y franquicias del consultorio de Tricca. En Epi- dauro las colas llegaban hasta el mar, y desde las Espóradas hasta Citerea, pasando por las Cícladas, florecieron por doquier los Asclepeion.

Sin embargo, la envida, como la cizaña en los sembrados, no tardó en brotar, y Hades aprovechó la ocasión que el mismo Asclepio le brindó cuando, tal vez ingenuamente, resucitó a un muerto. Faltó tiempo a Hades para correr junto a Zeus y, como la carcoma, roerle el raciocinio hasta que, quizás para ahorrarse la murga, el omnipotente Zeus sentenció al atrevido sa- namuertos y señalándolo con el índice de su diestra lo ejecutó él mismo, irradiando una centella que acabó con la vida del médico. Pero el asunto no acabó aquí. Apolo, que nunca había hecho enfadar a su padre, sin cortarse un pelo enfiló a los cíclopes y poco faltó para que no dejara ni uno vivo. Esta vez sí que Zeus se irritó. Su querido hijo había acabado con el mejor ejército que había tenido nunca. Faltó un tris para que Apolo acabara sus días desterrado en el Tártaro. Leda —madre sólo hay una— intercedió felizmente y Zeus se conformó con tener a Apolo haciendo de pastor una temporada.

Aun así, la huella de Asclepio permaneció. Había conocido a Epione, la que endulzaba los dolores, y con ella había tenido muchos hijos que, poco o mucho, se parecían a sus padres: Higia, con una imagen de serenidad que se diría que era la misma salud; Panacea, la cultivadora de remedios, infalible; Telésforo, capaz de rehabilitar a los pacientes de las secuelas de sus trastornos. O sea, una familia completa. Lástima que, desde la pérdida de Asclepio, cada uno de ellos se buscara la vida por su cuenta. Y no sólo la promoción, sino también la prevención, la curación y la rehabilitación, se ignoraron mutuamente por los siglos de los siglos.

Ahora hablamos de nuevo de la necesaria armonía entre los dioses de la salud, de la atención primaria y de la salud comunitaria, y cuesta poco soñar en un retorno a los felicísimos orígenes que, lo sabemos bien, no han existido nunca. Haríamos mejor si contempláramos la realidad con la sabiduría del poeta y desconfiáramos de Zeus, porque artero como es, sería capaz de regalarnos un nuevo espejismo.

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