Recientemente he leído el interesante artículo titulado Influencia de la sustitución de medicamentos de marca por genéricos en el cumplimiento terapéutico de la hipertensión arterial y la dislipidemia, publicado en su revista1. El trabajo me ha suscitado diversas ideas, las cuales me gustaría trasladar a los lectores de Gaceta Sanitaria.
La modificación de 1996 de la Ley del Medicamento incluyó la creación de las «especialidades farmacéuticas genéricas». Estas especialidades se denominan mediante la Denominación Oficial Española de su principio activo, seguida por la identificación del fabricante, y por lo tanto carecen de nombres de fantasía. La ley exige al fabricante demostrar igual eficacia, seguridad, calidad y bioequivalencia que el original.
En el trabajo que da lugar a esta carta1, seis de cada diez pacientes afirmaron que los genéricos tienen la misma calidad que los fármacos de marca, pero únicamente seis de cada cien optaría por un genérico. Los médicos tampoco están convencidos2. Esta consideración se apoya en su experiencia personal, como sabemos sometida a múltiples sesgos, pero también en algunas evidencias científicas3. ¿Qué puede estar ocurriendo?
En el efecto logrado por un medicamento debemos diferenciar el efecto farmacológico y el efecto placebo. El primero se produce por la interacción del fármaco con los receptores biológicos, y es independiente de la confianza; por el contrario, el efecto placebo es inducido por el propio individuo y requiere de su confianza. En los ensayos clínicos, por ejemplo, utilizamos el enmascaramiento para permitir que el placebo induzca su efecto.
Así pues, los genéricos que no concitan apoyo entre médicos y pacientes difícilmente resultarán igual de efectivos. Además, esta desconfianza del paciente, seguramente inducida en parte por la desconfianza del médico, se traduce en un mayor incumplimiento posológico, lo que redundará también en una menor efectividad, la cual reforzará las dudas de los médicos1.
Probablemente la solución esté en una mayor formación de los clínicos, y en campañas informativas dirigidas a los pacientes4,5, sin olvidar que hay intereses espurios en que se mantenga la duda. Además, en nuestra sociedad de consumo existen dos dogmas: que precio y calidad están directamente relacionados, y que la marca es la garantía del producto. Cuando afirmamos que los genéricos, más baratos y sin marca (en el sentido popular de la expresión), son igualmente eficaces, estamos atentando simultáneamente contra ambas creencias.
Se ha argumentado que la existencia de genéricos perjudica gravemente la capacidad investigadora de la industria. Esto no es cierto. Hay genéricos en el mercado porque el fármaco ya superó el tiempo de comercialización en exclusiva, y éste es el tiempo que se considera necesario para que la industria rentabilice sus inversiones. El debate, por tanto y en todo caso, estribaría en la duración del tiempo de comercialización exclusiva, y no en la lógica optimización de los limitados recursos públicos una vez existe competencia en el mercado.
Por último, y más allá de la cuestión económica, la prescripción de genéricos presenta un valor añadido en la medida en que el facultativo receta en términos de principios activos. Esto puede permitir aislarlo mejor de la influencia de las marcas. En esta misma línea argumental, quizás lo más razonable sería eliminar los nombres de fantasía de las especialidades farmacéuticas, de forma que desde el principio de su comercialización saliesen al mercado bajo la denominación común española seguida del nombre del laboratorio propietario de la patente, al igual que ocurrirá una vez se conviertan en genéricos.
Contribuciones de autoríaF. Caamaño-Isorna es el único autor.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesNinguno.