En los últimos años, las evaluaciones económicas han irrumpido con fuerza en la literatura médica. A pesar de que a día de hoy existen discrepancias en sus fundamentos metodológicos1,2, su auge responde a unos sistemas sanitarios con un gasto continuo e imparable3. Con las evaluaciones económicas no se pretende valorar la utilidad de intervenciones, medicamentos o procesos, sino a qué precio se realizarán y qué resultados en salud tendrán4. Así, finalmente, podrá determinarse por parte de los organismos proveedores la rentabilidad de lo evaluado. Qué me cuesta y qué beneficios obtengo a cambio. Y a continuación, ¿por menos dinero puedo invertir en otras áreas que vayan a beneficiar más a la población? Y éste es el punto en que debe intervenir la salud pública como disciplina.
No es ser especialmente pesimista decir que la salud pública es una de las hermanas más pobres de la medicina, y una de las especialidades menos codiciadas por los médicos en proceso formativo. Y es que la formación de las facultades de medicina se centra casi exclusivamente en el paciente. Ello hace que un recién licenciado pueda estar entrenado para mirar por cada uno de sus enfermos, pero no por el conjunto de ellos.
Nunca ha existido en ninguna sanidad pública dinero suficiente como para tratar completamente todas las enfermedades de sus asegurados. La cartera de servicios que ofrecen varía entre países, de tal forma que en Reino Unido John Lennon hacía gala de humildad llevando las lentes que el National Health Service daba a sus ciudadanos, y en España es en los últimos años cuando se han comenzado a dar los primeros pasos para incorporar las gafas a los recursos cubiertos por la sanidad pública. La sociedad había interiorizado este hecho, y en consecuencia no existía una demanda de ello. Sin embargo, los nuevos avances en investigación han llevado a la aparición de nuevas pruebas diagnósticas, fármacos, vacunas o procedimientos enormemente caros para una sanidad que cada vez encuentra más dificultades para su financiación5. Y la población que ha asistido a estos avances los ha interiorizado dentro de la sociedad de consumo en que vivimos, y exige a sus políticos que minimicen los riesgos para su salud sin escatimar en todo aquello que pueda mejorarla. Esto es literalmente imposible. Por desgracia la salud tiene precio. Las evaluaciones económicas han irrumpido en este panorama para ayudar a determinar qué nuevas tecnologías sanitarias incluir en la cartera de servicios de las diferentes comunidades autónomas y cuáles no en función de la salud que generen y el precio a que lo hagan. De forma paralela, comienza a ser frecuente escuchar a clínicos decir ante evaluaciones económicas que ellos son médicos, no economistas. Cierto, pero no hace falta ser economista para preocuparse por el dinero. Y no en términos de ahorro para la institución, sino de beneficios para el paciente, no al que cada día se tiene delante, sino al que quizá nunca se vea, globalmente. Con una visión más de salud pública. Y es responsabilidad nuestra hacer que este concepto sea interiorizado por los clínicos. Ningún padre envía a la universidad más cara a su primogénito si no va a tener dinero para la ropa del segundo hijo. Y sin embargo, muchos clínicos carecen de una idea global de recursos. Su obligación es hacer todo lo que esté en sus manos para mejorar el bienestar del paciente. La nuestra es la de servir de puente entre la gestión de recursos y la asistencia sanitaria. Debe ser función de la salud pública hacer que en las decisiones de impulsar el empleo de un medicamento sobre otro, o de esta técnica respecto a aquella, los clínicos comprendan que hay muchos más hijos que los suyos. Y que quizá no vayan todos a la universidad, pero es necesario que ninguno se quede sin ropa.