En contra de lo que quizá podamos pensar quienes tenemos menos formación humanística, el «imaginario social» es un concepto que las ciencias sociales no siempre usan para referirse a realidades mentales, filosóficas o culturales, sino para designar representaciones sociales encarnadas en las instituciones1. Cierto que, de forma poco estricta –pero no completamente errónea–, el concepto se utiliza a veces como sinónimo de mentalidad, cosmovisión, conciencia colectiva, ideario o ideología. En la obra del filósofo y economista griego Cornelius Castoriadis (1922–1997) supone un esfuerzo conceptual desde el materialismo para relativizar la influencia que tiene lo material sobre la vida social. Para Castoriadis las causas de la creación de una institución social no pueden ser explicadas totalmente por las necesidades materiales. Lo mismo ocurre con el cambio, que según Castoriadis emerge a través del imaginario social, ya que el cambio social implica discontinuidades que no se deben exclusivamente a causas materiales. (más de 20 años tras la caída del Muro de Berlín todo ello parece tan obvio…) Cambio social, cambio en los modos de vida y organización social, en los «determinantes» de la salud… El alcance del término «imaginario» (social, colectivo) puede analizarse en el contexto de los debates que el siglo pasado existieron dentro del marxismo sobre las visiones más deterministas que habían adoptado algunos de sus autores2. Marx, Marx… Perdonen que no se levante.
Un imaginario social es un conjunto de valores, instituciones, leyes, símbolos y mitos comunes a un grupo social más o menos concreto y, en parte, a su correspondiente sociedad. Puede que en los imaginarios haya un cierto juego y tensión entre emoción y razón, entre lo real, lo práctico, el deseo, cierto orden simbólico…3. Existen, desde luego, fundamentales procesos sociales de creación de valor y capital simbólico. Pierre Bourdieu (1930–2002) valora como capital no sólo el acumulable en forma de moneda, infraestructuras y bienes materiales intercambiables. Si sólo se considera capital al dinero, no pueden entenderse bien, por ejemplo, los comportamientos altruistas. Bourdieu analiza la acumulación de capital simbólico (en forma de honor, honradez, solvencia, competencia, generosidad, pundonor); capital cultural interiorizado o incorporado, como el que se adquiere en el seno de una familia o una institución académica; capital cultural objetivado (visible en la acumulación de objetos valiosos); capital cultural institucionalizado (premios, títulos, diplomas); o capital social, conseguido a través de las redes de relaciones. En principio todos esos capitales manifiestan parte de su efectividad bajo la creencia de su falta de cualidad económica; mas son transformables en capital económico, y viceversa.
En nuestros «imaginarios tecnocientíficos» las representaciones visuales y cuantitativas proponen y venden nuevos significados de objetividad y certeza. «La tecnología se desarrolla impulsada por nuestras necesidades que, a su vez, lo son por nuestros deseos que, a su vez, son modelados por nuestros mitos. La nuestra es una era mito-tecnológica. (…) Una política auténticamente alternativa debería articularse en torno a una triple deconstrucción: de la ciudad, del tráfico automovilístico y de la mitotecnología. Sólo así podremos abandonar la idea decimonónica y cancerosa de progreso4,5».
«Aquellos profesionales que realmente añaden a su cometido asistencial tareas de seguridad, docencia, investigación o de otro tipo acarrean una carga adicional de trabajo. Esta sobrecarga debe reconocerse e incentivarse. De lo contrario, el tiempo se encarga por sí solo de hacer regresar a la media los rendimientos más altos. Todo esto nos remite a la esfera de los incentivos discriminatorios o diversificados, que por más trillada que esté no acabamos de incorporarla en nuestro imaginario colectivo. Así es muy difícil mejorar los modelos de incentivación6».
Aunque no constituya necesariamente una realidad material establecida, un imaginario social puede verse, o ser una institución, en la medida que representa un sistema de significados que gobiernan una determinada estructura social. Tales imaginarios son constructos históricos, realidades construidas mediante procesos de interacción social; en esos procesos tienen un papel fundamental las relaciones de poder, obviamente (poder político, empresarial, sindical, académico, etc.). Un imaginario no es necesariamente material: es una realidad imaginada –real– contingente a la imaginación de un sujeto social concreto. Por supuesto, hay diversas visiones sobre el estatus ontológico del imaginario colectivo. Algunos autores entienden que el imaginario es harto real, mientras que otros le atribuyen un carácter real imaginado3. Algunos filósofos contemporáneos piensan la moralidad moderna como un sistema de esferas: la esfera pública de Jürgen Habermas, la economía de mercado, el autogobierno de los ciudadanos en una sociedad…7.
«Las ciudades son compilaciones de proyectos culturales depositados por el paso del tiempo; el proyecto de ciudad se materializa en sus formas, en sus imaginarios y en sus convivencias. Lo que preocupa de la ciudad que viene es cultural: sentido de pertenencia, barrios transnacionales, convivencias, collage, refundación de valores, cosmopolitismo, sostenibilidad. La ciudad que viene será más habitable cuanto más sea el reflejo de un imaginario pensado y crítico; sólo será habitable si quienes la habitan y la gobiernan aprenden a pactar ese imaginario. Si no, se impondrá una ciudad sin memoria compartida, sin pacto de convivencia y sin proyecto de futuro. Se impondrá el no lugar, la no ciudad (Marc Augé)8». Urbanismo y salud pública: miradas cercanas, imaginarios hermanos.