Edwin Chadwick (1800–1890) ha pasado a la historia como una destacada personalidad de la salud pública. En 1832 formó parte de la comisión que redactó la Ley de Pobres; en 1842 publicó su «Estudio sobre las condiciones sanitarias de la población trabajadora en Gran Bretaña» que precedió el célebre trabajo de Engels «La condición de la clase obrera en Inglaterra». Tras la epidemia de cólera que acabó con la vida de diez mil londinenses lideró, desde la junta general de sanidad presidida por Benjamin Hall, la promulgación de la primera ley de salud pública conocida, en 1848, que supone la asunción por parte de los gobiernos de la responsabilidad de proteger la salud de los ciudadanos1,2. Esta iniciativa generó no poca oposición, por el alto coste de las infraestructuras proyectadas, por los trastornos de las obras y también por el particular estilo, brusco y obstinado, del personaje, quien había sido colaborador de Jeremy Bentham y cómo él utilitarista convencido, un ejemplo del reformismo social de la burguesía de la época.
Nada de ello olvida el libro de Johnson. Y, sin embargo, Chadwick aparece como el culpable de la epidemia que constituye el eje central de la narración, que es la crónica de la semana que transcurre entre el sábado dos y el viernes 8 de septiembre de 1854. En estos días tuvo lugar una de las epidemias más conocidas por los salubristas y epidemiólogos del mundo3, uno de los episodios que se sucedieron en Londres, y en muchas otras ciudades europeas, a mediados del siglo XIX. En aquel año de 1854 es de destacar, entre los brotes producidos en España, el de Barcelona, que desencadenó finalmente la demolición de las murallas medievales y la adopción del plan del ensanche de Ildefonso Cerdá.
El saneamiento, uno de los pilares de la higiene y variable explicativa de la transición demográfica, en términos de Thomas McKeown, se pone paradójicamente en la picota de la crítica. En apenas seis años, más de 30.000 fosas sépticas fueron vaciadas al Támesis, convertido en una cloaca desde la que se suministraba el agua a las fuentes públicas y desde donde se fueron propagando periódicamente los brotes epidémicos de cólera que asolaron la ciudad. Un hecho sobre el que se edificará la interesante y oportuna argumentación.
Las mejores intenciones, hasta aquellas que disponen de una base razonable y verosímil, pueden llevar al desastre. La clave es que se apuntaba al hedor, los miasmas, como el problema a combatir, puesto que se ignoraba la existencia de los vibriones y de su papel en la etiología del cólera. Y eso que ya habían sido detectados por Filippo Pacini, de la Universidad de Florencia, autor de unas «Observaciones microscópicas y deducciones patológicas sobre el cólera»4 a las que no se prestó atención. No fue hasta la comunicación de Robert Koch en 1884 que se aceptaría su influencia, veinticinco años después de la muerte de John Snow (1813–1858) el héroe de la narración de Johnson, junto al reverendo Henry Whitehead.
La obra se estructura en siete capítulos que dan cuenta de la evolución diaria de la epidemia, trufadas de digresiones acerca del desarrollo urbano, los factores biológicos y las dimensiones políticas y culturales de la vida ciudadana, precedidos de un breve preámbulo y seguidos de una conclusión a la que sigue un epílogo en el que se destaca la vulnerabilidad de nuestra civilización a los peligros actuales desde el terrorismo a eventuales pandemias y al miedo que provocan. Además de casi un centenar de referencias bibliográficas, completan el texto unas notas complementarias colocadas al final para no distraer al lector de la historia que nos cuenta, con nombres propios y abundantes detalles de la vida cotidiana, la vida de una ciudad en la que se hacinaban los emigrantes del campo en busca de una vida más prometedora.
Al igual que en uno de sus anteriores ensayos dedicados a los fenómenos emergentes5, Steven Johnson utiliza una prosa brillante a pesar de los descuidos de la edición española, con imprecisiones e inconsistencias en las cifras y términos traducidos con inapropiada literalidad. Limitaciones que no oscurecen la crítica a la adhesión dogmática a una interpretación, la de que los miasmas eran la causa de las pestes, ampliamente aceptada en la época, con defensores como Liebig (1803–1873), Von Pettenkoffer (1818–1901) Florence Nightingale (1820–1910) o William Farr (1807–1883). Aunque, como explica Johnson, Farr adoptó finalmente la explicación de Snow.
Como el papel del flogisto en la historia de la Química, o el del éter en la de la Física —que el progreso sustituyó por el oxígeno y el vacío respectivamente— la teoría del germen se llevó por delante los miasmas, proporcionando una mejor justificación al saneamiento que permanece como un elemento fundamental de la protección de la salud colectiva.