El dolor –y el sufrimiento extremo que a veces ocasiona el dolor, del que es parte y con el que se mezcla inseparable– es una de las experiencias humanas más intransferibles, más difíciles de comunicar a los demás1–3; tanto, que muchas personas, cuando lo sufren, creen impensable que pueda existir “algo” real similar más allá de su ser. Anonadada en el dolor insufrible –tangible, inasible– nada parecería más absurdo a la persona postrada que la idea de un imaginario colectivo, si por azar cayese en ella. Imaginario o real, lo colectivo desaparece ante esa única sensación individual, abrumadora, que todo lo invade y aniquila. Hasta uno mismo. Menos uno mismo. Y sin embargo, en cada cultura existen distintas creencias, imágenes, valores y normas diáfanas sobre el dolor. Las humanidades y las ciencias sociales (de forma destacada algunos estudios antropológicos) muestran que esa experiencia individual intransferible es a la vez –además de, por supuesto, universal y milenaria– parte de cada cultura. Una parte íntima de cada constelación cultural. Así, por ejemplo, una dimensión nuclear de la educación, aculturación y socialización de los niños, jóvenes y ancianos, comprende la transmisión, adquisición e interiorización de creencias, imágenes, valores y normas sobre el dolor: sobre sus causas, mecanismos y contingencias, sobre su percepción, la atribución de significados, sus funciones y propósitos, actitudes, reacciones adecuadas y legítimas (emocionales, prácticas... expresiones, quejas, tratamiento...), curso, secuelas... Mucho de esto se encuentra en la obra de artistas4–7, y en particular en la de poetas como Eloy Sánchez Rosillo8,9 (Murcia, 1948). Mucho, pero no todo, claro10. Aunque la poesía es una buena fuente y forma de conocimiento para los profesionales de la salud pública, no lo son menos las humanidades y las ciencias sociales.
El dolorLa vida pone a prueba constantemente el barro tan resistente del que estamos hechos. A cierta edad, apenas llegan días que no nos traigan junto al don del aire y a la misericordia de la luz algún percance oscuro, turbia zozobra al pecho. Y esto es así. Tenemos ya costumbre. No hay sobresalto en ello, miedo, lucha; hay un ceder, un inclinar la frente al vestirse el atuendo cotidiano de nuestra condición.
Pero la vida golpea en ocasiones de forma más terrible con algo que no es hábito: el dolor, el dolor verdadero.
De súbito, te encuentras sumido en un lugar que no sabes decir, porque no es de este mundo, y desconoces cómo hasta aquí has venido. Nadie te trajo, a nadie hallas en las vacías dependencias de esta casa cerrada a cal y canto. Estás contigo a solas. Se ha parado el tiempo. No recuerdas, ni esperas, no existe el sueño, todo es un presente ciego que no avanza y en el que sólo escuchas tus gemidos y el ruido que hacen al romperse una a una las fibras de tu ser.
Tal vez suceda –también sin saber cómo– que regreses, que como por milagro sobrevivas a esa nada que has sido.
Mas la tremenda ausencia te hace volver cambiado. Cuesta trabajo respirar de nuevo, y la imprevista claridad del alba que mansamente acude a recibirte te hace daño en los ojos.
La fuerza del dolorLa inmediatez terrible del dolor nos engaña y nos lleva a desproporcionarlo, a afirmar con la triste soberbia del que sufre que el dolor que tenemos es el más grande y que no puede ser que algún día termine.
Después cesa por fin, porque todo en la vida en un punto comienza y en otro punto acaba, y vemos que era sólo un dolor, y no el Dolor, un tenebroso y duro contraste imprescindible de tanta luz, de tantas alegrías.
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(...) Miro este día, su luz hermosa y tan interminable, el cielo que entrecruzan los vencejos con frenesí dichoso, las muchachas que llevan en sus ojos la certeza de ser dueñas del mundo.
Y nada puede impedir que fulguren en el aire de mi presente viejas ilusiones, ni evitar que despierto sueñe el sueño de que todo es posible todavía.
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Lo más hermoso es siempre tan intenso que nos hace sufrir, aunque también nos depare alegría, una alegría única, entremezclada, y que no muestra ninguna semejanza con el mero placer. (...)
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El niño que hubo en mí en un ayer soñado, ese al que el tiempo desde siempre quiso desterrar y olvidar sigue asombrosamente viviendo en quien al cabo de los años me he convertido: un hombre que conoce el dolor y que por eso ama mucho la vida. (...)
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(...) Mira. Mira esas gloriosas mañanas: hace un rato que tú te despertaste, y esperas en silencio a que yo abra los ojos para darme los buenos días y decirme –hoy también– que eres dichosa.
Y me señalas luego ese rayo de sol que entra por la ventana y aquí, junto a la cama, en el suelo dibuja un charco de oro. (...)
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(...) Mas nuevo está en mi pecho la emoción de ese ayer, de aquellos días hermosos de mi vida. Y oigo, dentro de mí, risas de entonces y palabras, besos antiguos que no han muerto.
Con prosa tersa, Arthur Kleinman, uno de los científicos sociales y médicos que más han hecho por integrar antropología y medicina clínica11–14, dice15: «Nothing so concentrates experience and clarifies the central conditions of living as serious illness. The study of the process by which meaning is created in illness (...) and illness narratives edify us about how life problems are created, controlled, made meaningful. They also tell us about the way cultural values and social relations shape how we perceive and monitor our bodies, label and categorize bodily symptoms, interpret complaints (...). We can envision in chronic illness and its therapy a symbolic bridge that connects body, self and society. This network interconnects physiological processes, meanings, and relationships so that our social world is linked recursively to our inner experience. (...) The interpretation of narratives of illness experience is a core task in the work of doctoring, although the skill has atrophied in biomedical training. (...) When we take as our starting point the meanings of illness experiences, then our very understanding of medicine is challenged»15. Y a su vez, para ello la poesía –alguna forma de poesía– es necesaria.