Prevención cuaternaria
El concepto de prevención cuaternaria deriva de la propuesta inicial de Marc Jamoulle, médico general belga, y se define como la intervención que evita o atenúa las consecuencias de la actividad innecesaria o excesiva del sistema sanitario1-4. Por tanto, trata de evitar los frecuentes efectos adversos de la actividad sanitaria5,6. La prevención cuaternaria pretende que la actividad sanitaria no sea un factor patógeno, cuando en nombre de la prevención o curación se inician cadenas diagnósticas o terapéuticas innecesarias o imprudentes que acaban produciendo muchas veces un daño innecesario7. La prevención cuaternaria trata de evitar las consecuencias del exceso de cuidados médicos. Puesto que el fundamento de la medicina es el primum non nocere, la prevención cuaternaria debería primar sobre cualquier otra opción preventiva o curativa.
Bien entendida, forma parte de lo que se llama «seguridad del paciente», el conjunto de actividades que busca evitar los daños innecesarios de la actividad médica. La seguridad del paciente empieza por evitar toda actividad innecesaria y excesiva, ya sea diagnóstica o terapéutica, preventiva o curativa; es decir, la seguridad del paciente implica actividades de prevención cuaternaria.
En la práctica clínica diaria la prevención cuaternaria se ha convertido en actividad constante y omnipresente. Es prevención cuaternaria la resistencia correosa y continua frente al intervencionismo médico, ante la medicalización de la vida diaria, y ante el abuso respecto a la definición de salud, factor de riesgo y enfermedad. La prevención cuaternaria exige autonomía, un conocimiento científico sólido, dotes de comunicación, flexibilidad, independencia, mano izquierda y resolución. Muchas veces es el simple «esperar y ver», la «espera expectante» tan típica del médico general.
La prevención cuaternaria obliga a resistir ante las modas (p.ej., consensos, protocolos y guías sin fundamento científico), ante la corporación profesional-tecnológica-farmacéutica, e incluso ante la opinión pública. Implica, además, un compromiso ético y profesional (la ética de la negativa)8. Este compromiso puede conllevar procesos judiciales, por ejemplo, cuando se aconseja que no hay ninguna necesidad de hacer un análisis «para valorar el colesterol» en una mujer sana, joven, no fumadora, que al cabo de los meses sufre un infarto de miocardio, tras el que la familia inicia una reclamación legal. El juez tendrá que valorar el incumplimiento de algún protocolo o guía sin fundamento científico, de los muchos que circulan por todas partes, y que sirven de refugio a los que optan por la línea de menor resistencia. Esta línea afecta al conjunto de la profesión médica, pues sigue una visión clínica intervencionista que se inculca en los estudios de pregrado, se refuerza en la residencia y se desarrolla en la práctica diaria, en el entorno clínico habitual.
La opción por la prevención cuaternaria parte de un compromiso con los pacientes atendidos y con la profesión que se ejerce8. Es, o debería ser, parte del contrato social implícito entre la profesión médica y la sociedad. Es expresión del pacto por el que la sociedad delega en nosotros grandes poderes, y grandes prebendas, a cambio de que hagamos lo que debemos hacer.
El poder de definir enfermedad y factor de riesgo
Un ejemplo del poder médico de definir enfermedad y factor de riesgo, con mucho futuro, es la actividad genética preventiva, diagnóstica y terapéutica, que llegará a ser la piedra de toque para la prevención cuaternaria.
No es sólo la presión que ejercerá el producto de tanta inversión de capital riesgo en biotecnología, sino el estado de opinión que se ha generado en la sociedad. La genética se ve como el summum de la prevención, la solución a la ecuación que resuelve la incertidumbre y la indeterminación, y que da la llave incluso para la vida eterna (sin morir)3,4,9. Llamamos «pornoprevención» a este deseo desordenado de prevención10.
Se ha creado una expectativa tal que equipara genética a poder infinito de predicción y de intervención. No es extraño que en el año 2000, al presentar los resultados preliminares del proyecto Genoma Humano, los presidentes de Estados Unidos y el Reino Unido dijeran cosas como: «estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida humana», y «estamos conociendo la complejidad, la belleza y la maravilla del más divino y sagrado regalo de Dios».
Un buen ejemplo de la necesidad de prevención cuaternaria genética es el intento de determinar en la población los portadores homocigotos para hemocromatosis3,4. La hemocromatosis es una enfermedad genética autosómica recesiva, frecuente sobre todo en las poblaciones europeas (hasta el 10% es heterocigota, y hasta el 0,5% es homocigota). En teoría, todos los homocigotos deberían desarrollar la enfermedad, pero los genes patológicos tienen poca «penetrancia», y así la enfermedad genética sólo se transforma en enfermedad clínica florida en el 1% de los homocigotos. En un estudio realizado en una población de origen europeo, de casi 1 millón de habitantes, se encontraron 6.292 pacientes genéticamente homocigotos («enfermos» genéticos de hemocromatosis), pero sólo se encontraron 76 pacientes clínicamente afectados (p. ej., diabetes, hepatopatía, insuficiencia cardíaca, etc.). ¿De qué sirve saberse homocigoto, «enfermo genético» de hemocromatosis, si no sabemos cómo distinguir a los 99 enfermos genéticos que no se transformarán en enfermos clínicos de cada 100 homocigotos? Habría que evitar esta indeterminación, esta prueba, este cribado que sólo trae incertidumbre y sufrimiento al definir innecesariamente a los individuos sanos como enfermos. Habría que evitar este ejemplo de pornoprevención.
El caso del cribado de la hemocromatosis recuerda a los cribados de neuroblastoma11,12 y de cáncer de próstata13,14, que aumentan el número de pacientes innecesariamente por sobrediagnóstico. También recuerda el caso de los factores de riesgo, de tan escaso valor predictivo en el paciente concreto, como se demuestra, por ejemplo, con los factores de riesgo cardiovascular, hipertensión incluida15-17. Todas estas actividades tienen en común el diagnóstico de «situaciones clínicas» que se definen como enfermedad o factor de riesgo según el interesado criterio de la corporación profesional-tecnológico-farmacéutica, con ignorancia de su historia natural. Desconocemos, por ejemplo, cosas tan elementales como la historia natural del carcinoma in situ de mama y próstata. No hay nada más atrevido que la ignorancia, y este desconocimiento de la historia natural de la enfermedad (y del factor de riesgo) muchas veces da alas a la historia natural de la destrucción (por la intervención médica innecesaria).
Sin saberlo, inocentemente a veces, se rompen las barreras y conductas que nos defienden de futuros desastres sanitarios, como la cerivastatina y el celecoxib (un verdadero «tsunami sanitario»), pues la población pierde progresivamente la capacidad de definir la salud, y los médicos pierden la capacidad de contener demandas y propuestas que aportan dudosos beneficios. Por ejemplo, la población es hasta ahora muy capaz de filtrar adecuadamente la importancia de la rectorragia, pues la prevalencia del cáncer de recto y sigma asociado a dicho signo pasa de ser del 1/1.000 en la población en general al 20/1.000 en la población que consulta con su médico de cabecera18.
El abuso del poder médico de definir enfermedad, factor de riesgo y salud conlleva que en la población encontremos: a) sanos (por serlo y, sobre todo, por ausencia de contacto con el sistema sanitario); b) sanos preocupados (por los factores de riesgo y por la probabilidad de estar enfermos); c) sanos estigmatizados (marcados con algún factor de riesgo, tipo hipertensión, que les hace entrar en el círculo de cuidados sanitarios), y d) enfermos, reales o imaginarios (por transformación de factores de riesgo en seudoenfermedades, o «no enfermedades», en la terminología en inglés).
Lo clave en prevención cuaternaria es no iniciar las cascadas, no clasificar a los pacientes, no abusar del poder de definir enfermedad, factor de riesgo y salud7. Hay que resistir tanto la presión de la corporación profesional-tecnológico-farmacéutica como la de los pacientes. Hay que desarrollar y estructurar una ética de la negativa, basada en el contrato social implícito que exige al médico el cumplimiento de su obligación, aunque haya una demanda insaciable para iniciar cascadas diagnósticas y preventivas innecesarias7,8,19.
Los cuidados médicos preventivos y curativos pueden ser muy eficientes cuando son necesarios. Si son innecesarios, son peligrosos. Son innecesarios cuando se define enfermedad y factor de riesgo de forma que los daños y perjuicios superan los beneficios esperables de la propia etiqueta y de las intervenciones diagnósticas y terapéuticas consiguientes. Esta tendencia a definir por exceso se enmarca en una actitud tecnológica cotidiana, médica y social, de acción lenta y sistemática.
Los malos entendidos y ambigüedades en torno a la definición de factor de riesgo
Lo que sea enfermedad es difícil de definir, como demuestra las imperfecciones de las clasificaciones de enfermedades20. Para complicarlo, en el siglo xx se amplió el poder médico de definir enfermedad con el poder de definir factor de riesgo y salud.
Factor de riesgo es lo que se puede evitar para disminuir la probabilidad de padecer una enfermedad. El factor de riesgo ni es necesario ni es suficiente para que se presente la enfermedad. El factor de riesgo es simplemente algo que se asocia estadísticamente con la enfermedad, y cuya evitación disminuye la frecuencia de la enfermedad, pero no la excluye. Este concepto es muy diferente del que predomina en el imaginario colectivo de la población, e incluso de los profesionales, que asocia factor de riesgo a causa necesaria y suficiente de enfermar15,21. Al médico no le queda claro que la asociación sea puramente estadística, que la relación causal puede ser dudosa, y que la presencia del factor ni es necesaria ni es suficiente para el desarrollo de la enfermedad.
En general, los profesionales identifican erróneamente a los factores de riesgo como agentes etiológicos de enfermedad. Por ello, se supone que la evitación del factor de riesgo elimina la posibilidad de la enfermedad. Y, al contrario, se acepta que la presencia del factor de riesgo conlleva el desarrollo futuro de la enfermedad. La realidad se opone tenazmente a estas asunciones, pero el lego y el profesional se obstinan en una interpretación que atribuye causalidad al factor de riesgo. En la duda se ignoran hechos evidentes, como, por ejemplo, que el 87% de los pacientes simultáneamente fumadores, hipercolesterolémicos e hipertensos no tuvo infarto de miocardio en un decenio de seguimiento15. Naturalmente, la tasa de infartos de miocardio es mayor en este grupo que en el de pacientes que no fuman, no tienen alto el colesterol ni son hipertensos. Pero se trata siempre de una noción estadística, de frecuencia de un episodio (el infarto en este caso) en pacientes con ciertos factores de riesgo (tabaquismo, hipercolesterolemia e hipertensión en este ejemplo). La simple presencia o ausencia de los factores de riesgo, incluso sumados (lo que multiplica «el riesgo») ni asegura ni excluye el episodio. De hecho, es muy llamativo el escaso valor discriminante de los factores de riesgo, de manera que su simple presencia no nos permite hacer predicción válida acerca del futuro del individuo concreto considerado. Esta brecha, esta dificultad en trasladar los resultados de grupos y poblaciones a los pacientes individuales, ya fue señalada por Feinstein como una tragedia («tragedia clinicoepidemiológica»)22.
En la práctica, los factores de riesgo predicen poco el riesgo real de cada paciente individual, de forma que se convierte en casi inútil el esfuerzo clínico sobre los pacientes de «alto riesgo». Por ejemplo, en un trabajo realizado en Cataluña se siguió a pacientes diabéticos, clasificados según su riesgo coronario (con varias tablas ad hoc); al cabo de 10 años se demostró que el riesgo individual se había calculado incorrectamente, y el poder de predicción de las tablas era clínicamente irrelevante23.
Puesto que los factores de riesgo tienen poco poder predictivo, lo prudente es emprender programas que afecten a las condiciones básicas de toda la población, que no se centren en los factores de riesgo de algunos pacientes, por muy «de riesgo» que sean24,25. Lo importante no es ir rescatando a los pacientes que flotan en las turbulentas aguas del «río de los factores de riesgo», sino represar o eliminar las caudalosas fuentes culturales, económicas y sociales que aportan el caudal. Es decir, hay que potenciar el trabajo y la calidad de las intervenciones de salud pública, desde el propio sector sociosanitario o desde otros sectores, como educación, justicia, trabajo y vivienda.
El factor de riesgo es expresión de una asociación estadística, no de causalidad. La asociación estadística, si es biológicamente plausible, puede sugerir un nexo causal, pero la prueba de la causalidad sólo se obtiene mediante la experimentación21,26. Si se dice que la hipertensión es un factor de riesgo para la enfermedad cardiovascular, se sobrentiende que la hipertensión presenta alguna relación causal con dicha enfermedad, y que llega a ser causa necesaria y suficiente, aunque no tengamos la certeza y pueda ser falso. Este malentendido se basa en la imprecisión que provoca la situación del concepto de factor de riesgo en la encrucijada que forman la causalidad (teoría), la estadística (técnica) y la medicina (acción)21. La ambigüedad del concepto de riesgo no es baladí ni inocente, y se basa en el poderoso efecto asociativo sobre la mente humana de la concatenación de episodios.
Con tal bagaje erróneo, con una imprecisión calculada, el factor de riesgo se convierte en santo y seña de una actividad sanitaria que lleva desde la salud pública al tratamiento del paciente. Todo ello bien cargado de ideología y de lenguaje moralizantes que se ocultan bajo la capa de la estadística y el brillo de los números y de las tablas, y en beneficio de las pautas tecnológicas y farmacológicas que «combaten» los factores de riesgo26,27. La alquimia de los números deslumbra a los pacientes y a la sociedad, y se prefiere la seguridad de una respuesta errónea barnizada de estadística a la incertidumbre de nuestra ignorancia.
Vida y muerte de los factores de riesgo
Convertir los factores de riesgo en enfermedades es la forma final de legitimar las intervenciones sanitarias sobre ellos. El culto a los factores de riesgo lleva a transformarlos en enfermedades, cuando se abandona ya toda precaución intelectual y científica sobre los métodos de su prevención y control, y la lucha contra los factores de riesgo se convierte en actividad cardinal y diaria de médicos y de pacientes.
Es característica básica del médico la potestad de definir salud y enfermedad, de transformar en enfermedades episodios y situaciones considerados normales hasta entonces. Con esta potestad, y habitualmente ayudados por alguna técnica y/o medicamento cínicamente interesado, los médicos convierten de facto los factores de riesgo en enfermedades. Por ejemplo, muchos médicos consideran la hipertensión como una enfermedad, no un factor de riesgo. Al transformar el factor de riesgo en enfermedad, se legitima un tratamiento más agresivo y se abandonan algunas precauciones básicas en cuanto a efectividad y seguridad28,29.
El cambio de factor de riesgo a enfermedad transforma el contrato implícito con el paciente y la sociedad de preventivo en curativo. El contrato preventivo exige prudencia extrema, pues los beneficios deben superar sin dudas a los daños y perjuicios, como bien demuestra el ejemplo de la exquisita sensibilidad social acerca del más mínimo y fantasioso efecto adverso de las vacunas. El contrato curativo es menos exigente, y en el alivio del sufrimiento y de las complicaciones la sociedad y los individuos admiten sin mucha dificultad los daños con tal de obtener beneficios. Por ejemplo, y por comparación con el rechazo a todo daño causado con las vacunas, la familia y la sociedad aceptan sufrimientos increíbles, incluso la muerte, en el proceso de reparación quirúrgica de las cardiopatías congénitas.
La transformación del factor de riesgo en enfermedad destruye las defensas que podrían disminuir el daño de futuros «tsunamis sanitarios», al tiempo que la sociedad pierde la capacidad de definir salud, y los hábitos consuetudinarios que le permitían responder adecuadamente a los signos prodrómicos de la pérdida de la misma (¿qué pasará cuando todas las personas con rectorragia acudan a consultar con su médico de cabecera, o directamente a urgencias, sabiendo que esta afección tiene una incidencia anual en la población del 20% y que sólo consulta hasta ahora el 4% de estos pacientes?30).
Los factores de riesgo se comportan como seres biológicos, como entidades con vida propia. Así, los factores de riesgo nacen, se reproducen y mueren. Suelen iniciar su vida con titubeos, a través de estudios observacionales en los que se asocian cosas tan variopintas como ser madre zurda y la necesidad de resucitación en el recién nacido, o la relación entre la densidad de antenas de televisión en una población y las causas de muerte evitables en ella, o el mes de nacimiento y la incidencia de hipospadia. De hecho, parecería que la epidemiología de los factores de riesgo tiene por objetivo básico la aplicación de los métodos epidemiológicos y la creación y el mantenimiento de una demanda de trabajo, o una suerte de terapia ocupacional para los epidemiólogos, como bien han señalado ellos mismos15,27,31,32.
Tras los titubeos iniciales, el factor de riesgo sale del limbo y puede crecer con virulencia y fuerza, abonado por una tecnología y/o un fármaco que le ayude (y que se beneficie de su control, en términos económicos, o de simple poder). Enseguida se forman ligas y asociaciones de médicos, se hacen declaraciones a los medios de comunicación, se celebran conferencias satélite en los congresos (incluso congresos monográficos), se inician publicaciones específicas y, finalmente, algún consenso internacional señala los criterios de definición, los niveles normales del factor de riesgo considerado, y los beneficios que aporta su control. En último extremo, el factor de riesgo se hace adulto cuando se transforma en enfermedad, bien pertrechado de técnicas y fármacos varios. Buen ejemplo de esta evolución es la historia del factor de riesgo que llamamos hipertensión.
Normalmente, un factor de riesgo no muere sin haberse reproducido. Por ejemplo, la atribución de factor de riesgo en el sida a los nitritos que usan los homosexuales (poppers), que se abandonó sólo cuando se pudo sustituir por la promiscuidad, sin mucho análisis acerca de cómo se había llegado a aquella conclusión errónea15.
Si un factor de riesgo no muere, tras hacerse adulto y transformarse en enfermedad suele crear una familia. Sirva de ejemplo la amplísima familia de factores de riesgo cardiovasculares, cada vez más variada y estrambótica, con más de 100 miembros33. El factor de riesgo puede incluso emparentar con auténticas enfermedades, lo que le da prestigio y enjundia (considérese el caso de la hipertensión, cada día más fuertemente ligada a la diabetes). De hecho, la hipertensión se ha agrupado con la obesidad, la dislipemia y la diabetes, y ha terminado formando un nuevo cuadro, un descendiente, el síndrome metabólico (en el que es central la resistencia a la insulina), convenientemente definido con criterios internacionales, de la OMS, y del National Cholesterol Education Program (NCEP)34,35. El síndrome metabólico se describe como una situación proinflamatoria, relacionada con los valores plasmáticos de proteína C reactiva (PCR). La PCR se convierte así en un nuevo factor de riesgo, y el síndrome metabólico en una entidad médicamente definida. Casualmente, todo ello justifica la introducción de una nueva y más cara medicación antihipertensiva y antidiabética, con una justificación biológica cogida por los pelos, y escasas pruebas clínicas de su impacto positivo sobre la salud. La plausibilidad científica «bendice» la transformación del factor de riesgo en enfermedad, aunque sea por un mecanismo esotérico e improbable15.
El paciente hipertenso, convertido ya en enfermo, se ve sometido de por vida a un ritual costosísimo (para sí mismo y su familia, para el sistema sanitario y la sociedad) de citas y recitas médicas, de pruebas y controles y de medicamentos progresivamente agresivos, con sus efectos adversos ciertos, en la esperanza de la evitación de un mal improbable en el futuro. Pueden ser 30 y 40 años de enfermedad supuesta, de factor de riesgo simple, que hagan girar al adulto joven en torno al sistema sanitario. ¿Para qué? Y, ¿qué decir del agobio y del sufrimiento del paciente incumplidor, sabedor de su etiqueta y temeroso del anunciado final, incapaz de cumplir con la rutina antes considerada? Probablemente nunca se cumpla la profecía, pero vivirá durante décadas con el fantasma de la amenaza. Es un dilema, pues, difícil de resolver: si el hipertenso (sano estigmatizado o seudoenfermo) cumple su papel, gira alrededor de la amenaza del sistema sanitario y, si lo incumple, vive con una amenaza fantasmal pero terrible (las enfermedades estadísticamente asociadas a la hipertensión).
La hipertensión es un buen ejemplo de la ausencia de riesgo (riesgo «cero», según el lenguaje políticamente correcto al uso). No existe la clasificación dicotómica entre pacientes con y sin riesgo, pues la presión arterial es un continuum, y los expertos tienen la capacidad de definir lo que se considere normal, con independencia de que su impacto sobre la salud sea marginal.
Ya no se habla sólo de hipertensión (un factor de riesgo transformado en enfermedad), sino también de prehipertensión (algo evanescente, un prefactor de riesgo que no se sabe qué es). Con el concepto de prehipertensión, se convierte en blanco preventivo a los pacientes con cifras ≥ 80/120 mmHg, y si aceptamos la hipertensión como enfermedad, transformamos al 90% de los españoles en enfermos36. Embarcamos, pues, a casi todos los españoles en la «nave de la hipertensión», encerrados de por vida en un círculo médico de pruebas, tratamientos y controles, con pingües beneficios para la corporación profesional-tecnológico-farmacéutica, y dudosas ventajas para los pacientes individuales. En estas condiciones, es tarea casi imposible asegurar la seguridad del paciente.
El poder arbitrario de definir enfermedad, factor de riesgo y salud permitirá que con esta definición de prehipertensión consideremos hipertensa en 2025 no a un tercio de la población mundial37, sino a la mitad de la misma. Y, al tiempo, justificamos con dicha etiqueta las intervenciones que proponga la corporación profesional- tecnológico-farmacológica, con su daño innecesario, «tsunamis sanitarios» incluidos. Transformamos a los sanos en sanos preocupados y, después, en sanos estigmatizados y en seudoenfermos, con lo que los dejamos inermes ante los daños innecesarios, diarios y extraordinarios, previsibles e imprevisibles.
Conclusión
La prevención cuaternaria es una actividad básica en medicina y en salud pública (si se pudieran realmente distinguir ambas). Puesto que la prevención cuaternaria es una actitud y una actividad general que contribuye a la seguridad del paciente, a evitar o limitar los daños innecesarios de la actividad sanitaria, precisamos: desarrollar más investigaciones en torno a la prevención cuaternaria, tanto descriptiva (frecuencia, ocasiones y demás) como analítica (eficacia y efectividad, oportunidad y demás); establecer sistemas de alerta sobre seguridad del paciente (p. ej., de declaración de sospecha de errores), que ayuden en la limitación del daño de la actividad médica y a la introducción en la práctica de la prevención cuaternaria; trabajar de forma que no se destruyan las defensas naturales para que las familias e individuos conserven los hábitos saludables que les convierten en agentes de salud capaces de tomar decisiones autónomas (p. ej., de establecer y mantener un filtro personal y familiar eficiente respecto al uso de los servicios sanitarios en caso de rectorragia); convertir la prevención cuaternaria en una segunda piel en el trabajo de clínicos y salubristas, que mantenga las barreras que limitan la transformación innecesaria de factores de riesgo en enfermedades, de sanos en sanos estigmatizados y seudoenfermos, y que sea capaz de frenar la implantación y la difusión de intervenciones diagnósticas y terapéuticas de dudoso beneficio, especialmente en lo que se refiere a la prevención.
Nota
Este texto se basa en un capítulo del libro que están escribiendo los autores: «Reivindicación de una medicina clínica cercana, científica y humana».
Correspondencia:
Dr. Juan Gérvas.
Travesía de la Playa, 3.
28730 Buitrago del Lozoya. Madrid. España.
Correo electrónico: jgervasc@meditex.es
Recibido: 2 de marzo de 2005. Aceptado: 16 de junio de 2005.