Impregnar con políticas de salud los diferentes ámbitos socioeconómicos en que inciden las políticas económicas y sociales es un reclamo de suficiente importancia para aprestarnos a la tarea1–5. En este esfuerzo, la orientación seguida hasta el momento, haya sido o no efectiva, siga siendo o no deseable, difícilmente se va a poder continuar. Seguir concentrando los esfuerzos en el sistema sanitario y bajo libre acceso ir atendiendo a la demanda expresada, ni por eficiencia ni por equidad parece ya justificable.
Dos factores sobrevenidos causarán un cambio explícito en dichas coordenadas: la evolución demográfica6 y las realidades del mercado de trabajo. A ellos puede añadirse la globalización de tendencias en los estilos de vida, con la medicalización social consecuente7. Dichos elementos se incluirán, si somos serios, en la lucha contra las desigualdades en salud8, con unas políticas de referente más generacional —en sentido longitudinal, lo que acontezca al individuo a lo largo de su vida, no sólo en términos de salud, sino también de bienestar en general9— y mucho más selectivas respecto de las hoy universales, observadas como de «barra libre».
El fair innings intergeneracionalVeamos cada uno de dichos aspectos. Por un lado, una población con mayor esperanza de vida implica la necesidad de contemplar los equilibrios sobre el gasto social en un horizonte más amplio. Se trata de juzgar la justicia entre las fair share, las participaciones equitativas; en otras palabras, la parte que se apropia cada individuo de los presupuestos públicos, en razón de sus circunstancias vitales: pensiones, sanidad, servicios sociales, educación, políticas de mercado de trabajo, formación, vivienda… De esta manera se pueden comparar intergeneracionalmente los jóvenes de hoy, que serán pensionistas mañana, con los jubilados de hoy, que fueron jóvenes ayer. En las presentes circunstancias de evolución demográfica y del mercado de trabajo, las tasas internas de rendimiento (quién obtiene qué y a expensas de quién) pueden caer dramáticamente para nuestros jóvenes mileuristas con trabajo eventual, precarizados socialmente ante la dificultad de emanciparse, vistos los costes de la vivienda y la escasa política pública en la materia, su pobre formación y las deficiencias educativas, y que además probablemente meritarán a futuro a pensiones bajas. La presión sobre el gasto social que genera el envejecimiento (gasto sanitario asistencial de elevado consumo, pensiones contributivas de derechos devengados de difícil reconducción, servicios de dependencia de naturaleza universal, exenciones al copago en prestación farmacéutica) puede causar fácilmente un efecto de sustitución respecto de otras políticas «que puedan esperar» (formación, infraestructuras, inserción laboral, vivienda). El diferente impacto generacional que ello supone debería constituir un primer punto de atención.
Las diferencias en el bienestar residual que se pueden ocasionar entre cohortes de edades, cuando se conjuguen los distintos aspectos que inciden en el bienestar, tales como los salarios netos de impuestos y cotizaciones de unos y otros, descontando los mínimos vitales (el coste de la vivienda incluida), ponderadas sus rentas por las probabilidades de mantenerlas considerando el subsidio de paro, el acceso a prestaciones públicas complementarias monetarias y en especie, y la capacidad de ahorro para la acumulación de capital en el momento de devengar derecho a pensión, pueden claramente diferir entre generaciones. El sentido de fair innings, como acuñó Alan Williams, o derecho a una alícuota de bienestar equitativa, debería marcar la priorización entre unos y otros, y no por eficientismo sino por un simple criterio de justicia.
La varianza y no la media intrageneracionalA los aspectos intergeneracionales anteriores cabría añadir algunas cuestiones «intrageneracionales». Es bien sabido que las desigualdades sociales tienen un gradiente cuya varianza aumenta en etapas activas y que hoy se reduce en los periodos pasivos (jóvenes antes de la entrada en el mercado de trabajo y pensionistas), para los que el abanico de desigualdad que generan los condicionantes sociolaborales primero empeora para después relativamente igualarse. De nuevo se trata de las transiciones «longitudinales» en los estados de salud (de bienestar a ser posible) de un mismo individuo a lo largo del tiempo, cuestión dinámica ésta de la que poco sabemos hoy al analizar mayoritariamente «fotos fijas» de grupos de edad diferentes en un mismo momento del tiempo. Intrageneracional se puede considerar también la transmisión de padres a hijos de sus «herencias de salud» en términos de capital acumulado en inversiones para la salud (alimenticias, educativas y de estados de vida)10. Puede legítimamente argumentarse que futuros aumentos de productividad que «revolucionen» el sistema productivo, como hicieron en su momento las tecnologías de la información, podrán variar la situación en favor de los jóvenes, así como el hecho de que la reducción observada en la deuda pública va a permitir sin duda, en el futuro, una mayor discrecionalidad en la asignación de los presupuestos de gasto ordinario, reducidos así los financieros. Menos confianza merece, pese a lo que a menudo se señale, el papel de la inmigración como solución de la crisis demográfica, ya que no deja de ser un espejo tan sólo en el corto plazo. En cualquier caso, el argumento principal aquí expuesto creemos que se mantiene en sus rasgos básicos, incluso flexibilizando algo los supuestos anteriores.
La lógica de lo público y lo privado: la hipótesis Wagner-Engel-PrestonEl gasto sanitario total aumenta con la renta y la riqueza de un país. Ésta es una constatación empírica de diversos estudios, tanto transversales entre países como a partir de análisis dinámicos en el tiempo. En el siglo xix, Adolph Wagner anticipó esta hipótesis desde una óptica evolutiva para la mayor parte del gasto público (la llamada ley de Wagner de las actividades crecientes del sector público de un país en desarrollo). En efecto, los niveles de renta y las tasas de aumento del PIB explican, desde esta óptica, la variación en el gasto sanitario. Pero la composición entre el componente público y privado de dicho gasto puede responder a diferentes pautas temporales de acuerdo precisamente con el estadio de desarrollo específico que tenga cada país. Ésta fue una observación general de Ernst Engel, otro economista del siglo xix, cuando observó diferentes patrones de consumo según diferentes estadios de desarrollo. Aplicando la observación de Engel a nuestro campo de análisis, esto permitiría justificar algunas hipótesis razonables. Por un lado, los países menos desarrollados probablemente deberían mostrar un mayor peso de la financiación pública en el total del gasto sanitario11. El gasto público en asistencia sanitaria para estadios de desarrollo incipientes es altamente productivo (exhibe una productividad marginal muy alta por cada euro gastado), debido a las externalidades que la salud pública tiene sobre el conjunto de la economía. Esto no siempre se observa en la práctica, ya que desafortunadamente prevalece lo contrario: los países menos desarrollados muestran una proporción más alta de participación privada en la financiación total del gasto.
No obstante, desde una perspectiva temporal, los aumentos de renta deberían implicar que el gasto sanitario total crece, incluso quizás con una elasticidad de renta mayor que uno, como asumía la ley de Wagner, pero en estos nuevos estadios de desarrollo se observaría que el impacto de gasto adicional sería menor, al menos en términos de resultados de salud agregados. Ésta es la observación de Samuel H. Preston en la década de 1970: aumentar el gasto sanitario no produce efectos significativos en la esperanza de vida ni en la mayor parte de los indicadores de salud convencionales, aunque sí los produce en otros aspectos más relacionados con la calidad percibida según utilidad individual y bienestar personal. Estos otros aspectos asistenciales, fuera de los valores diagnósticos y terapéuticos validados en su impacto «curativo», no pueden ser ignorados socialmente, dado que constituyen un componente importante del bienestar individual.
Pero la justificación para financiar públicamente dicho gasto es como mínimo dudosa. Éste puede ser particularmente el caso en los países desarrollados que cuentan con sistemas fiscales duales (tal y como hemos comentado), donde la tendencia a una imposición menos redistributiva necesita ser compensada por un gasto público más redistributivo. En otras palabras, puesto que en la mayoría de los países desarrollados se observan beneficios marginales decrecientes de gastos sanitarios adicionales en su impacto en los outputs relacionados con la mortalidad y la esperanza de vida, los ingresos públicos para su financiación resultan menos justificables. ¿Qué pasa si añadimos al análisis anterior aquellos otros outputs relacionados con la calidad de vida? Puede ser que mantengamos todavía un good value for money para el gasto sanitario, pero la valoración de este binomio queda fuera de un análisis coste-efectividad tradicional. La utilidad individual es mucho más difícil de capturar y objetivar12. Es entonces cuando el argumento a favor de una financiación pública universal probablemente se desvanece.
El bienestar como referenteLos aspectos tanto intergeneracionales como intrageneracionales abren un espectro de actuaciones para políticas que se dirijan seriamente a corregir desigualdades de salud que por fuerza habrán de ser de nuevo cuño, en las cuales los recursos sanitarios se inserten decididamente en el resto de las políticas y las impregnen como un todo. El bienestar es el referente, es decir, lo que acontezca al individuo como un todo: lo privado y lo público con que se acompañe, la renta monetaria y en especie, el bienestar de consumo (los pocos consumos saludables incluidos) y no sólo derivado del paternalismo estatal. Fumar es bienestar, y el «sobreconsumir», por miópico que parezca, también, y además es socialmente asimétrico, ya que desafortunadamente incide más en las decilas de renta inferiores. Hay comportamientos individuales que son elegidos de modo equivocado, pero socialmente aceptable: no se impide la obesidad, ni se obliga a la vacunación, ni se prohíbe el suicidio, ni el «salvar» recién nacidos de muy bajo peso. Son elementos, éstos, que erróneamente o no, ofrecen bienestar a los ciudadanos, y se transaccionan con otros aspectos relativos a la curación y a los cuidados de la salud. Ello no se puede ignorar y determina parte del binomio de responsabilidades público-privadas, y afecta a las contingencias personales a lo largo de la vida de modo diferente y conjunto al resto de contingencias (mercado laboral, entorno social, etc.).
Pero es que, además, la orientación futura de las políticas de salud deberá cambiar porque el cambio demográfico y socioeconómico hará variar igualmente las bases de la sostenibilidad financiera del estado de bienestar13. El aumento que en la presión fiscal o en el déficit público provoca encajar el aumento del gasto social tal como está hoy diseñado, sin sustituir otras políticas públicas, aparece fuera de la agenda de los partidos políticos hoy mayoritarios. Con ello, los ingresos para la financiación futura del gasto van a dar de sí lo que dé de sí la economía (aumento del PIB) y el incremento de ingresos públicos que permita su elasticidad recaudatoria. Ello se produce, además, en el contexto de una evolución del sistema fiscal marcado por su tendencia a la dualidad. Éste es un concepto ligado a los actuales mercados de capitales abiertos y a la globalización internacional, que hace muy complicado incrementar la tributación directa a ritmos similares a los que requiere el gasto público, con lo que la imposición indirecta, más regresiva (que recae en mayor medida en las rentas bajas) gana peso sobre la directa. Y dentro de ésta, las rentas de capital (más móviles, más deslocalizables) reciben un mejor tratamiento fiscal que las rentas del trabajo, como acontece con la última reforma del impuesto sobre la renta del gobierno socialista actual. Esta política fiscal incide también sobre la salud: desde la precarización laboral de mercados de trabajo rígidos y con brechas salariales elevadas, hasta el bienestar derivado de la determinación de rentas residuales, netas de impuestos y subvenciones.
Vale la pena constatar que este rasgo «nuevo» de la fiscalidad en España es de tradición nórdica, y consustancial a su sistema económico, al constituir los países del norte una zona de libre comercio antes incluso de la constitución del mercado único europeo. De modo que, en un contexto de tendencia creciente a la regresividad fiscal desde la óptica de los ingresos, más que nunca hace falta, como sucede en los países nórdicos, recuperar la máxima progresividad por el lado del gasto. La aplicación de dichos ingresos debería así más que compensar la regresividad fiscal introducida. Ello obliga a ser selectivo en vez de universalista (en el sentido contrario a «la barra libre», de acceso independiente de la capacidad económica), orientando las políticas a objetivos concretos, planificables y evaluables en términos de su impacto en la salud, y en los que la prueba de medios (rentas) y de necesidad objetivada hagan que no todos los elegibles sean elegidos.
La tarea pendienteEsta visión de mayor orientación hacia objetivos seleccionados, en un momento en que todo para todos de la mayor calidad es infactible (e ilógico), no está aún en la mente de nuestros políticos y gestores de la salud. Actuar desde la interesectorialidad es mucho más complejo que hacerlo desde un solo sector. El universalismo, al no excluir a nadie, tiene mayores réditos electorales que las políticas selectivas, por muy redistributivas que éstas sean, ya que quien se reconoce «elegido» lo considera «de derecho» (la injusticia es no haberlo conseguido antes), y el «excluido» puede mostrar fácilmente su disgusto. Para los artífices de la política pública, además, el universalismo y la intersectorialidad, entendido como igual acceso a los servicios sanitarios, es más sencillo que una política selectiva que requiera transversalidad institucional. Y finalmente, trabajar por objetivos complica mucho la vida de los gestores de nuestras organizaciones, ya que requiere instrumentar pruebas objetivas de necesidad y de capacidades, que es complejo para quien cree hoy que «cumple» con los mandatos de equidad poniendo al alcance del ciudadano un dispositivo asistencial determinado.
Y a esta situación de «reajuste» de las políticas de salud, tanto por definición de nuevo papel en entornos nuevos como de garantía de sostenibilidad financiera, difícilmente se le puede anteponer completamente el carácter compensatorio de «creación de riqueza» que al sector sanitario se le atribuye. Que sea el principal empleador no hace a un sector sanitario un elemento dinámico para una economía. El valor del gasto en salud requiere otras vías de prueba que el arrastre de recursos, sobre todo cuando la disposición a pagar está políticamente excluida y se continúan ignorando las pérdidas de bienestar (destrucción de empleo incluida) que provoca el «exceso de gravamen» de la carga fiscal que alimenta dichos gastos, esto es, las distorsiones que genera sobre la asignación de recursos de empresas y familias que ven sus decisiones moduladas por la tributación impuesta.
Los anteriores aspectos referidos generarán, a mi entender, una nueva orientación para las políticas de salud, para las que se pueden añadir a lo ya comentado los rasgos siguientes:
- 1.
Es previsible que en las actuaciones de salud pública dominen aún más las acciones regulatorias que las intervenciones directas (con presupuesto de ingresos y gastos) más tradicionales14. Primero, porque traslada normalmente los costes de cumplimiento a las partes afectadas sin impactar en el presupuesto de gastos administrativos propio. Dicha nueva regulación se podrá acoger a las teorías que mantienen que, en ausencia de beneficios completamente ciertos o conocidos derivables de la normativa, prevenir el peor de los resultados justificaría dicha forma de acción de la política pública. Sin embargo, si los costes de la intervención son ciertos, es mejor forzar su internalización al causante del daño a evitar, también por la vía de la regulación, forzando a que se incorpore a la decisión el coste que representa en términos de precios, primas o sanciones. Y en lo que atañe a la actividad financiera, es probable que se acabe abriendo paso la vía fiscal de más impuestos que graven las adicciones, los comportamientos poco saludables, las comidas hipercalóricas, etc. Ambos aspectos, más regulación y más impuestos indirectos, tienen sus beneficios, como hemos visto, pero también sus contras. Regulación sin evidencia probada es mala receta. Más investigación y diseminación de sus resultados puede tener un coste-beneficio superior a una normativa que imponga políticas con una evidencia suficiente. Por lo demás, los impuestos sobre los «pecados» no dejan de ser tributos indirectos, regresivos, que en el mejor de los casos previenen la entrada de nuevos consumidores a costa de penalizar a los más adictos, un efecto de nuevo intergeneracional. Conviene recordar, por lo demás, que la información y la educación, de corte más liberal y menos paternalista, suele tener a corto plazo un impacto redistributivo regresivo, siendo los más educados y más ricos los más sensibles a la información. Apuntemos también que es previsible una relevancia cada vez mayor de las deducciones fiscales, incentivos compensatorios en favor de comportamientos saludables, que pueden llegar a incluir una reducción de cotizaciones a empresas que dediquen recursos a materias de salud ocupacional y hábitos saludables.
- 2.
Es previsible una serie de acciones de promoción de la salud en la senda del hoy llamado «paternalismo libertario». Se trata de una forma de paternalismo en el sentido de que el mejor y mayor conocimiento de la actividad sanitaria ofrece como base lo que se ha de considerar como de mayor interés para el ciudadano, pero sin impedir que una acción emprendida por éste, soportando un coste determinado, le permita una opción diferente15. El concepto de paternalismo libertario fue acuñado por dos profesores de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago, y ha encontrado en el campo de la política sanitaria a Julien LeGrand como uno de sus mejores impulsores. El intervencionismo público se atempera de este modo ante esta nueva forma de «apoderamiento» ciudadano, a cambio de un esfuerzo adicional no necesariamente monetario, que puede consistir simplemente en la necesidad de argumentar en sentido contrario a la opción elegida de modo subsidiario por la administración pública. Dicha estrategia es muy parangonable con alguna que ya han impulsado nuestras autoridades sanitarias: no hay sal a disposición en la mesa del restaurante si no se requiere del camarero, el menú contiene fruta a no ser que se pida lo contrario, y la bebida alcohólica no se incluye en el menú a no ser que se demande y pague aparte.
- 3.
Finalmente, la mayor focalización en colectivos destinatarios de todas las políticas fuerza la transversalidad: estrategias horizontales, que trascienden a la esfera competencial de instituciones contempladas aisladamente, con lo que se recupera un elemento de planificación de las acciones que nunca se debería haber perdido. Dicha planificación debe llevar aparejada su necesaria evaluación centrada en resultados de salud (outcomes, como por ejemplo visto el impacto para la corrección de las desigualdades detectadas que sean de responsabilidad colectiva) y mucho menos en outputs sanitarios o en inputs intermedios. La sistemática de la evaluación puede permitir así una mayor experimentación de nuevas iniciativas y planes piloto, en los cuales predomine el análisis basado en el coste-efectividad. Medido éste en estados de salud, ha de permitir recuperar el discurso de la prevención como forma de inversión para la cual sus rendimientos mediatos no sean sino la mejoría en el bienestar social. Éste, sin duda, ha de ser interpretable distintamente entre autoridades sanitarias regionales, separando el assessment de la evaluación de su appraisal de aplicación al caso concreto, siempre bajo supuestos de desviaciones imputables a la responsabilidad individual o fiscal colectiva de las comunidades afectadas.
Las ideas contenidas en este artículo fueron presentadas en el marco del Encuentro Salud en Todas las Políticas que se llevó a cabo en Santander, en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, los días 25 y 26 de agosto de 2008. Salud en Todas las Políticas (STP) es una estrategia para ayudar a fortalecer la integración de las políticas sanitarias y de todas las actividades que afectan a la salud colectiva. Hoy existe en España una amplia diversidad de experiencias de STP entre muchas administraciones, empresas y organizaciones sociales, y todas ellas tienen algo en común: actuaciones innovadoras, planificadas y evaluables, visión a largo plazo, una pragmática búsqueda de impacto social y el reconocimiento de que la creación de cultura, salud, riqueza y calidad ambiental son fundamentales para una sociedad posmoderna. Además, tales experiencias apuntan a nuevas formas de cooperación entre todos los agentes sociales y los distintos niveles de gobierno.
Los artículos que se presentan son propuestas de políticas concretas que podrían acometerse bajo este nuevo paradigma, y ejemplos de experiencias ya llevadas a cabo, analizadas con rigor intelectual, económico, sanitario, jurídico y político.
Conflicto de interesesNinguno.
FinanciaciónSin financiación.
Contribuciones de autoríaGuillem López Casasnovas es el autor único de este artículo.
Este artículo se ha inspirado genéricamente en un conjunto de trabajos publicados en recuerdo de Alan Williams (1–3) y en artículos (4–5) del Forum for Health Economics & Policy de la Berkeley Electronic Press incluidos en la bibliografía.