Entre las funciones de los epidemiólogos se encuentra la de estudiar la asociación entre ciertos factores y la calidad de vida de determinadas poblaciones. Además, sabemos bien que muchos factores muestran una relación sinérgica, de manera que cuando se presentan dos o más factores, el efecto conjunto es mayor que el de cada uno de ellos de forma independiente. Este editorial pretende describir cuál es el potencial efecto (¿sinérgico?) de que se den estos dos factores: ser joven y dedicarse –o quizá deberíamos decir «intentar dedicarse»– a la epidemiología.
Es obligado, y a la vez complicado, empezar por definir qué es ser joven. Seguramente John Last estuvo muy acertado (y también muy diplomático) en su Diccionario de salud pública al afirmar que la definición de joven varía según el lugar y las circunstancias1. En este editorial, cuando hablemos de jóvenes nos referiremos básicamente a personas que no superan la treintena. Así, la Sociedad Española de Epidemiología (SEE)2, por ejemplo, considera investigadores jóvenes a aquellos menores de 35 años, mientras el Grupo Español de Jóvenes Epidemiólogos y Salubristas (Grupo EJE)3 establece el límite de edad en menores de 36 años.
Algunas características de los jóvenes epidemiólogos: multidisciplinariedad y precariedadAunque en el inicio de la epidemiología los epidemiólogos eran mayoritariamente médicos, esa situación fue cambiando con el tiempo a medida que la epidemiología ampliaba sus miras, pasando de estar centrada en los patrones de ocurrencia de enfermedades infecciosas a incluir el estudio de determinantes (sociales, ambientales, etc.) relacionados con la salud de la población. El propio Ken Rothman, en su libro Epidemiología moderna4, afirma que los epidemiólogos han conseguido una identidad propia que une a médicos, estadísticos, enfermeros, antropólogos y un largo etcétera de profesionales, dejando claro que la formación de base no debe ser lo que defina a un epidemiólogo, sino su conocimiento y comprensión teórica de los principios de la investigación epidemiológica y la capacidad de aplicarlos.
En los últimos años, y especialmente entre los más jóvenes, el número de disciplinas de los profesionales que se dedican a la epidemiología ha ido aumentando5, tal como demuestran los datos de sociedades y asociaciones de este ámbito en nuestro país6. En 2011 se analizó el perfil de los socios del Grupo EJE y de la SEE, y según datos del Grupo EJE (n = 384, julio de 2011) el 25% de los socios eran médicos, el 22% estadísticos, el 12% farmacéuticos, el 7% psicólogos, el 7% biólogos, el 5% enfermeros y el porcentaje restante correspondía a más de 15 disciplinas diferentes; datos similares se observaban en los investigadores jóvenes (<35 años) de la SEE (240 de los 1008 socios en 2011), de los cuales habían cursado medicina el 27%, estadística el 20%, farmacia el 8%, biología el 6% y enfermería el 5%. Llama especialmente la atención que el porcentaje de médicos entre los socios de la SEE es menor a medida que disminuye su edad (>45 años 88%, 35-44 años 51%, <35 años 27%), pasando de ser más de un 90% en el grupo de 60 o más años al 21% en los menores de 30 años.
Estos resultados confirman que la presencia de profesionales con formación de base diferente a la medicina (pero con estudios de máster o doctorados en epidemiología y salud pública) es cada vez mayor en la epidemiología. Asimismo, los datos ponen de manifiesto la necesidad de aceptar que la epidemiología es una ciencia multidisciplinaria, como primer paso para evitar las desigualdades en el ámbito laboral en detrimento de los profesionales con formación de base diferente a la medicina. Teniendo en cuenta el aumento de los profesionales de distintas disciplinas en los últimos años, sería lógico pensar que hace ya mucho tiempo que la multidisciplinariedad es «algo superado». Sin embargo, siguen siendo frecuentes las ofertas para ocupar puestos de trabajo de epidemiología y salud pública (que no incluyen reconocimientos médicos ni atención a pacientes) en las que se solicita como requisito ser licenciado (graduado según Bolonia) en medicina y cirugía, y ser especialista en medicina preventiva y salud pública. En este sentido, hay propuestas en el ámbito de la formación que quizá podrían ayudar a disminuir estas desigualdades, como elaborar un plan estratégico sobre la formación de los profesionales de salud pública o establecer un sistema de acreditación, inicialmente voluntaria, impulsado por las sociedades profesionales7.
En relación a la precariedad, según datos del Grupo EJE, en febrero de 2010 (301 socios) el 90% de los socios del Grupo EJE había cursado como mínimo un estudio de posgrado. A pesar de su formación, dos de cada tres socios del Grupo EJE eran becarios o tenían un contrato temporal, y sólo el 15% de los socios gozaba de estabilidad laboral (contrato indefinido)8.
Es cierto que con el azote de la crisis estos datos no se alejan demasiado de los de jóvenes que se dedican a otras profesiones, sobre todo aquellas relacionadas con el ámbito de la investigación, en el que ha habido una disminución del presupuesto para I+D+I del 35% en los últimos 2 a 3 años9. Esta situación ha generado la creación de numerosas plataformas y movilizaciones en defensa de la investigación10–12. Recientemente se creó el hashtag #InvestigoLuegoNoExisto (el segundo más «tuiteado» en el último congreso de la SEE13), que pretendía reivindicar el apoyo a la investigación y, además, manifestar cómo se sienten muchos investigadores dentro de las propias instituciones donde llevan años trabajando en condiciones precarias, sin reconocimiento y sin perspectivas de futuro. Su situación queda muy bien reflejada en una genial, y a la vez demoledora, tira de Forges en la que se ve a una persona (¿un epidemiólogo tal vez?) que acude a una entrevista de trabajo y le dicen «Le vamos a hacer un contrato de 5 minutos y luego ya veremos»14.
¿Existe la «generación tapón»?Por último, no podía faltar en este editorial alguna alusión a la denominada «generación tapón», que podría definirse como la profesionalizada durante las décadas de 1970 y 1980, caracterizada por una importante resistencia al cambio, cierta incredulidad ante el potencial de las nuevas tecnologías y una infravaloración generalizada del personal más joven, con independencia de la formación o experiencia que éste pueda tener15,16.
¿Existe esta generación en el ámbito de la epidemiología y la salud pública? Seguramente habría opiniones en todos los sentidos. Es probable que algunos de los que estéis leyendo este editorial conozcáis a alguien de la profesión que encaje en esa definición. No obstante, no querríamos generalizar, y por ello es justo poner de manifiesto que también hay seniors capaces de valorar y apoyar al personal más joven (sirva como ejemplo el del fallecido, que no olvidado, Manel Nebot17, que fue jefe de los autores de este editorial durante años).
Que la experiencia es un grado es algo incuestionable. Dicho esto, también es justo recordar que equiparar juventud a falta de experiencia es una asunción cuando menos arriesgada, ya que si bien es cierto que muchos jóvenes en la veintena aún no han tenido tiempo (ni oportunidades) de ganar experiencia, también lo es que muchos profesionales de treinta y tantos pueden fácilmente contar con un número considerable de años de experiencia. Además, conviene también recordar que muchos de aquellos que estuvieron en los inicios de algunas importantes instituciones de salud pública en nuestro país se convirtieron en jefes de servicio, área o dirección cuando tenían treinta y tantos años (sí, la misma edad que ahora tienen sus becarios).
Somos plenamente conscientes de que los jóvenes deben ganarse por méritos propios su espacio en la profesión. Además, entendemos a la perfección que la situación actual requiere cambios en las políticas que van mucho más allá de lo que «nuestros jefes» pueden hacer. Sin embargo, creemos también que muchos de los profesionales más seniors pueden contribuir a una mejora de la situación. ¿Cómo? Quizá el primer paso sería valorar a las personas por su profesionalidad (eso incluye sin duda su formación y su experiencia, pero también su iniciativa, su capacidad de trabajo, su motivación y sus ganas de innovar y mejorar) con independencia de su edad, sexo o procedencia (esas variables que siempre incluimos en nuestros análisis estadísticos, pero que tan a menudo se olvidan fuera del papel).
En definitiva, y en respuesta a la pregunta planteada en el título, parece obvio que existe una sinergia entre ser joven y epidemiólogo que dificulta el acceso al mundo laboral, así como la obtención de unas condiciones dignas una vez se accede a él. Por todo ello, creemos que todos los profesionales del sector, especialmente quienes ocupan cargos de responsabilidad, podemos (¡y debemos!) contribuir a que ser joven no sea una dificultad añadida a las que ya de por sí debe afrontar un epidemiólogo en el contexto socioeconómico actual. Al fin y al cabo, el objetivo del epidemiólogo no es sólo identificar los factores de riesgo, sino también actuar para que dejen de serlo.
Declaraciones de autoríaM.J. López y X. Continente escribieron este editorial y aprobaron su versión final.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesNinguno. M.J. López pertenece al Comité Editorial de Gaceta Sanitaria, pero no ha participado en el proceso editorial del artículo.
Los autores agradecen al Grupo EJE y a la SEE los datos sobre el perfil de sus socios.