Se exponen unas reflexiones acerca de lo que son hoy y pueden ser en el futuro los marcos regulatorios para el sector del medicamento. Éste es un sector que se mueve en las coordenadas del esfuerzo innovador a largo plazo y de la limitación del gasto en el corto. Lejos de contar con un marco estable, el farmacéutico ha devenido un ámbito poliédrico y controvertido como el que más. Desde el análisis económico y la mirada subjetiva de la experiencia «tal como lo veo», se perfilan algunas oportunidades a partir del gran reto que implica la descentralización y se derivan algunas prescripciones de política sanitaria. Aunque no hay futuros ciertos, la idea fundamental es que la descentralización sanitaria territorial y de proveedores puede ser parte de la solución y no el problema en sí para nuestro sistema de salud, tal como ha funcionado hasta ahora.
The paper comments on present and future scenarios for the pharmaceutical sector in Spain, framed a highly regulated system. So far the drug industry has evolved under the short term public financial constraints for additional health care spending and the long term efforts to innovate. This has not proved to offer a stable setting for the relationship between the industry and Health Authorities. The author offers from the economic analysis and a subjective appraisal from his experience some recommendations for regulatory changes in order to better align the incentives of the parts for improving the health system as a whole. The basic point is that ‘consumption levels’ (quantities) and not «prices» (unit costs) are the main challenge to tackle today in our Public Health Care system, and for this the decentralisation of financial responsibility is not in itself ‘the’ problem but it may well be a part of the solution.
Una observación atenta de la situación por la que atraviesa nuestra política farmacéutica apunta a que estamos en presencia de un conflicto permanente derivado de percepciones encontradas. En efecto, el «problema» al que se asocia el sector farmacéutico en España, para el Ministerio de Economía y Hacienda –por visualizar en un agente una determinada acción– no es tanto el nivel de gasto sanitario como el crecimiento de su financiación, tributaria hoy casi exclusivamente del componente público (un 93%). Sin embargo, la valoración de la importancia del sector del medicamento, como ámbito de la actividad industrial y de servicios, es ampliamente reconocido por dicho Ministerio, con un discurso mucho más ligado al ingreso que al gasto, y a la creación de riqueza, ocupación, innovación e I+D. Por tanto, la preocupación reside en la vinculación del crecimiento del gasto farmacéutico a la presión fiscal, dado el difícil encaje para la competitividad de nuestras empresas de aumentos secuenciales de impuestos. Y ello tanto por la incidencia en precios y efectos del exceso de gravamen sobre el bienestar como por su potencial regresividad (qué impuestos efectivamente crecen y el grado de cumplimiento fiscal observado). Finalmente, se reconocen desde los ministerios económicos las consecuencias de determinadas formas de control del gasto, dada la importancia del sector y sus efectos en el mantenimiento de la actividad económica, y se muestra cierta sensibilidad ante el grupo de defensa de intereses industriales.
El vector de confluencia de estos dos sentimientos contrapuestos («más gasto sí pero a mi costa») no puede ser otro distinto que el de la aceptación de los aumentos de gasto sanitario si éstos se acompañan de financiación privada (primas complementarias, copagos, más precios por servicios hoteleros…), «descomprimiendo» así de tensiones la financiación pública de dicho gasto.
La observación comentada tendría en cualquier caso una secuencia diferente en los departamentos de gasto. El Ministro, singularizado en el de Sanidad, de vuelta de una decisión del Consejo de Ministros en el que se ha abogado por un mayor control del gasto público, reúne a su equipo. Ante la imposición de una envolvente que ha restringido los recursos públicos para nuevas partidas de gasto, tanto sanitarios como sociales en general (desde nuevas prestaciones a la mayor retribución de los factores productivos empleados), y convocados los distintos responsables de las áreas sanitarias (para ello el organigrama ministerial es reflejo de grupos de interés profesional o funcional), el que en peor posición queda es el «sector de gasto» del medicamento, para el que no se suele presentar como valedor en sus impactos económicos la dirección general de farmacia. Al comparar las cifras porcentuales de gasto, no cuesta mucho identificar al culpable del descontrol para mayor respiro del resto de áreas. Un 25% del gasto farmacéutico en el total del gasto sanitario público, sobrepasando incluso un punto del producto interior bruto (PIB), es suficiente evidencia, se apunta, de culpabilidad. Sin embargo, ello es poco afortunado ya que, mientras sí es cierto que el gasto salarial se ha de referir siempre al PIB (de hecho, es parte de éste), el farmacéutico ni por precios ni por consumo se puede considerar específico del país ni de su nivel de renta, en la medida en que los precios convergen en Europa y los hábitos de prescripción siguen prácticas generalizadas en el conocimiento médico (y se supone que así se desea que sea) global, y no idiosincrásicas de cada país. En realidad, el medicamento es un input de la sanidad, como lo son los recursos humanos. La identificación coste-productividad de los segundos no parece muy fácil, aunque es transversal al propio organigrama departamental, pero sí lo es el primero.
Centrando el objetivo en «la reducción de gasto farmacéutico»Establecido pues el diagnóstico («excesivo gasto»), los instrumentos de actuación no pueden sino referirse a los componentes «cantidades» o «precios» (costes unitarios). El primero de dichos factores (cantidades) tiene que ver con miles de recetas de profesionales, hábitos de prescripción (oferta) y de consumo (demanda) en un contexto muy complejo de intereses, entre ellos el reconocimiento de la insuficiencia salarial que confiesan los profesionales y que dificulta la toma de medidas directas de racionalización, o el papel que tiene la receta, a menudo sustitutiva de un tiempo del que no dispone un médico o encubridora de su baja productividad (recetar en lugar de escuchar), cuando el consumidor demanda sin soportar completamente los costes del consumo. En cualquier caso, aun aceptando la importancia de incidir en políticas de prescripción, el posible impacto de las reformas en este terreno no tendría efectos a corto plazo, ya que ello exigiría variar una buena parte de los valores culturales del sistema: crear incentivos a la prescripción racional, al suministro y la sustitución bioequivalente, realizar una extensa política de genéricos, o trabajar con una farmacopea más reducida, dentro de ciertas guías. Además, racionalizar no siempre significa reducir costes, sino adecuar mejor los costes a la realidad de los beneficios. De modo que si actuar sobre «cantidades» resulta complejo y lento para un poder público, una política sobre el medicamento centrada en los «precios» resulta más que predecible.
Entre los elementos que componen dicho precio, la manufactura es una parte (en torno al 60%), como lo es el de la distribución y la dispensación (el 40% restante), amén del fiscal (IVA reducido del 7%). Las actuaciones en el terreno de los precios parecen pues bastante acotables: «hay poco margen para tocar márgenes». En efecto, la dispensación por vías diferentes a las oficinas de farmacia parece hoy suficientemente limitada tras las fracasadas intervenciones del Tribunal de Defensa de la Competencia ante los correspondientes grupos de presión, con el argumento de que los márgenes (que compensan con porcentajes del precio del producto el coste de lo dispensado) son «beneficio expectante» por un precio anticipado de un traspaso ya pagado y en proceso amortización. De modo que el cambio de reglas requeriría, en todo caso, un menor tiempo y una cierta valentía para abordar la cuestión de los «derechos adquiridos» (mejor, como hemos mencionado, «beneficios expectantes»). Por otro lado, en el ámbito de la distribución las cosas están claras: se tiende a una disminución (de 4 puntos en los últimos años) pero los niveles de partida (inicialmente del 10%) no permiten ya ahorros importantes y, si acaso, tienden a ser incorporados por las propias oficinas, integrando verticalmente al mayorista por la vía del cooperativismo o las sociedades participadas por oficinas de farmacia.
De ahí que la atención se derive hacia los precios de la industria. Pero, ¿son los precios los causantes de los problemas de nuestro creciente gasto sanitario? No parece que en la descomposición estática del gasto en medicamentos los precios sean el mayor factor de propulsión. Los precios medios en España, ponderados por ventas, son inferiores a los de la mayoría de países de nuestro entorno: menos de la mitad que los alemanes (que se sitúan un 283% por encima de los nuestros) y algo más de la mitad que los del Reino Unido (186%). Sólo quedan por debajo de Francia, país que, como se sabe, presenta unos niveles de consumo más altos (factor cantidad) y con un gasto per cápita (pese a los precios inferiores) sólo superado por Estados Unidos (en torno a los 500 euros per cápita al año), cifras todas ellas muy alejadas de las nuestras que, en términos caritativos, se sitúa poco menos que en la media europea. Nada nuevo en este terreno: tasa de crecimiento no es nivel; consumo unitario no es coste unitario; porcentaje de PIB no es gasto per cápita, gasto absoluto no es relativo; copago del 40% no significa contribución privada del 40% del gasto (pensionistas, exentos, etc.). Obviedades que en el análisis a menudo se pasan por alto, y se centra la discusión en objetivos de gasto, relativo porcentual, en términos de PIB y en su financiación pública.
Afinando el análisis: estática transversal frente a dinámica temporal comparativaAfinar el análisis exige, pues, entender la dinámica que registra la variación del gasto en medicamentos en cada uno de los factores «precio» y «cantidad» que lo componen. Los estudios disponibles destacan el crecimiento, explicado en casi un 40% por el cambio demográfico (aumento de la población y variación de su estructura en segmentos de edad), que impacta más que proporcionalmente en el aumento de población (sobre todo a la vista del mayor consumo relativo de nuestros ancianos y pensionistas en particular), y en otro 40% explicable por la variación de los precios (1). Que éste sea un factor importante parece contradecir lo dicho anteriormente; pero aquí cabe algo de zoom. En efecto, ello es así a la vista de la formación observada de los precios de los medicamentos en España y su tónica de crecimiento, y no por su nivel (que fue lo que diseccionamos anteriormente). La dinámica de precios recoge un diferencial muy elevado para las nuevas comercializaciones, dado el consabido efecto de la presión en favor de los precios medios más altos para los productos más nuevos (con fecha de comercialización inferior a 5 años). De hecho, se observa un gradiente por el que el nivel de precios se reduce en un 15% para los comercializados entre 5 y 10 años, el 30% entre 10 y 15 años y en torno al 50% para más de 15 años de antigüedad. Realmente, éste es el resultado de una política de fijación de precios por parte del regulador que apenas ofrece actualizaciones en el tiempo, según el nivel general de precios o de ventas, de modo que el interés por establecer innovaciones marginales hacia unos precios lo más altos posible, en la medida que lo permita la novedad autorizada, genera el efecto perverso comentado.
Con todo ello, la respuesta a las valoraciones efectuadas por el Ministerio de Economía sobre el de Sanidad al «qué hacer» suele conllevar un aumento de la regulación que tiende a la sobrerregulación. Ya que son múltiples los agentes que intervienen en el sector, se trata de que, teóricamente, la política del medicamento afecte a todos los ámbitos posibles en los que se aplica: desde la autorización a la dispensación, pasando por la fijación de precios y el reembolso. Basta leer la nueva Ley del Medicamento que ha entrado en vigor en 2007, para comprobar el alcance de la regulación, con detalles propios de reglamentos o decretos. Dicho énfasis regulador aumenta en mayor medida (al ser más susceptibles de legislar) los elementos relativos a la autorización y fijación de precios del medicamento. Así, las medidas normativas se acompañan de otras menos teóricas, más directas o burdas: reducciones uniformes de precios (en 1998), devoluciones impuestas desde 1996, listas negativas (desde 1994 en dos series), reducción selectiva de precios (en 2006 para los que tengan genérico en Europa, pero no en España) (¿!), reducción lineal de márgenes, precios de referencia desvirtuados en el tiempo (dejando de significar un incremento marginal del copago para pasar a implicar una exclusión efectiva de reembolso como acontece en la actualidad)…, medidas todas ellas que causan un gran malestar a los afectados (casi todos), que tienen carácter misceláneo y desvirtúan el foco de atención respecto a otros criterios de política sanitaria o para las propias políticas del medicamento de más largo plazo.
La política del medicamento en el contexto general de la política sanitariaEn el anterior contexto, todo apunta a que el problema no es tanto las políticas de autorización y precio de los medicamentos, pese a que sean las favoritas del legislador, como las de reembolso y prescripción. «Cantidades», y no «precio», constituye hoy el vector de crecimiento del gasto, poco racional por lo demás desde un punto de vista de salud: inflación de prescripciones per cápita, consumos no necesarios (fuera de targeto simplemente sobre consumos), a veces inocuos, o incluso perjudiciales para la salud. «Cantidades» tiene que ver con políticas de información a prescriptores y usuarios, incentivos de visitadores farmacéuticos, de dispensación (sustitución incluida), falta de guías clínicas y protocolos para la gestión de enfermedades, escasa concienciación de costes, deficientes políticas de compra a la vista de sus costes sanitarios (devoluciones, descuentos más o menos encubiertos, etc.), desconocimiento de la toxicidad de los medicamentos en general. Todo ello previsiblemente hincha la burbuja del consumo.
Conviene aceptar, en todo caso, en favor del realismo, que la sobrerregulación ha sido relativamente «puenteada» por buena parte de la industria, lo que se constata por los efectos colaterales de inflación prescriptora y el impacto en el crecimiento del gasto, lo que ha puesto de manifiesto (2) que los efectos de contención de gasto han sido, en general, por la vía anterior, medidas de corto alcance (3). Anotemos que aquí se combinan, en las nuevas prescripciones, dos factores: el «hambre de negocio» –productos nuevos con innovaciones terapéuticas marginales, para justificar precios más altos (frente a comercializaciones anteriores a precios desfasados)– con las «ganas de comer» (la necesidad de la industria de cumplir objetivos de ventas por la vía de mayores ingresos, y no de beneficios por unidad de venta, dados unos costes marginales de producción prácticamente nulos) (4). Por lo demás, es posible que para tamaña inducción de demanda de consumos hagan falta miles de visitadores, un coste de transacción evitable, de escaso valor añadido y que alcanza casi un 15%, según diversos cálculos, del coste de la factura farmacéutica (5).
En cualquier caso, el hecho de que por el momento la industria haya cortocircuitado, como decíamos, la sobrerregulación para la contención del gasto público en medicamentos, por la vía de los precios más que por la de cantidades, no implica que ésta sea una solución creíble para un marco de futuro estable. Por ejemplo, con la regulación de 2007 de la nueva ley del medicamento, las medidas para contener el gasto parecen de nuevo tener todas las alternativas posibles abiertas: la ley permitiría desde un copago vinculado a la renta a una graduación en la facturación según el beneficio social terapéutico del medicamento, sin que aparezca una clara estrategia al respecto, buscando en todo caso poner nuevas puertas al campo de la autorización y la fijación de precios. En este sentido, no se sabe cuál de los anteriores campos de regulación potencial acabará siendo «activado» por disposiciones concretas. Los grupos de presión, sin duda, se moverán consecuentemente: por ejemplo, los pacientes lo harán ante potenciales copagos y la discusión de ciertos medicamentos que cuentan con pocas alternativas, o que suponen mejoras relativas de calidad de vida tal como ellos –y no el regulador– las perciben; o de los profesionales, a la vista de la desaparición o limitación de compensaciones retributivas en especie; de los médicos gestores bajo financiación prospectiva para conseguir contener sus costes para trasladarlos a otros agentes del sistema; de los dispensadores, interesados en la capacidad de sustituir medicamentos y ganarse una mayor consideración de la industria (de modo similar para la enfermería prescriptora cuando ello acontezca), o de la industria, ya presionando por la vía de recordar a los poderes económicos la importancia de su actividad en términos de impacto en la creación de puestos de trabajo (en torno a los 40.000 para todo el país), de financiación para la investigación, por la concesión de explotación de licencias internacionales para la industria nacional, incluso observados los efectos sobre la balanza comercial, etc. De nuevo, una correlación de vectores de mayor o menor presión puede torcer hacia un lado u otro el desarrollo de la regulación hoy en ciernes, sin un foco claro y coherente para una política del medicamento que se quiera inscribir en el conjunto de la política sanitaria.
Las claves para una mejor prognosis de evolución futura de la política farmacéuticaPara una mejor prognosis de evolución futura del sector farmacéutico, deberíamos limitar la regulación, por un lado, a lo verdaderamente sustantivo (el marco de desarrollo) y pensar en contenidos más inteligentes que los observados hasta ahora. Hace falta un marco estable que permita unos mínimos de predictibilidad en la evolución de las políticas ante la importancia de las inversiones comprometidas, los costes humanos y materiales, las instalaciones y la investigación biomédica. Regulación de contenidos más inteligentes, habida cuenta de que en la sociedad del siglo xxi, una regulación basada en la dicotomía de si un producto «se autoriza o no», si es «reembolsable o no» y, si se reembolsa, se hace a una tasa «idéntica», que fija un precio inicial que se «congela» después, y si entra en catálogo, prácticamente, lo hace «para siempre», etc., no parece que sea la mejor regulación. En primer lugar, la realidad es más compleja que la aproximación burda del actual sistema «sí o no», «in o out», al que nos tiene acostumbrado el regulador. Quizás en el pasado, con menos información y evidencias, en el dilema «curar o no», este proceso de inclusión-exclusión podría estar más justificado. Pero no en la actualidad, con procesos diagnósticos y terapéuticos también centrados en el cuidar y no sólo en curar, con medicamentos de estilos de vida, nuevas «enfermedades» socializadas, con distinta efectividad terapéutica, valoración de bienestar muy individualizada y tratamientos más personalizados (casi «a la carta» en el futuro).
Una mejor prognosis debería reconocer, en primer lugar, que las decisiones admiten matices, aceptaciones parciales, a porcentajes, vistas las probabilidades de impacto terapéutico y/o según las utilidades y disposiciones sociales a pagar por dichas innovaciones, y un reembolso no «para siempre». Si el regulador mantiene la actitud del «todo o nada», las presiones para el «todo» van a ser inmensas: o estás in o no hay futuro (sin recuperación alguna de costes hundidos). La sociedad no es sinónimo de «Estado», por lo que no tiene lógica decidir exclusivamente una autorización o un precio de un medicamento en función de lo que el presupuesto público puede soportar (recursos disponibles). Lo público y lo social no son conceptos idénticos. El primero es parte del segundo pero aquél no puede subyugar a este último.
En segundo lugar, merece más atención el análisis conjunto de las pautas de crecimiento del gasto público en cada momento, vinculándolo a la prescripción y el reembolso, dos de las figuras más olvidadas de nuestra política farmacéutica: a) reembolso (en grados), por el lado de la demanda, en lo que pueda representar en la reducción del consumo innecesario como efecto de la elasticidad-precio de los diferentes copagos implícitos, y b)prescripción racional, por el lado de la oferta, neutralizando una oferta muy influyente hoy día, vista su capacidad de inducir demanda. Claro está que los temas de autorización y precios son más «vistosos» también políticamente en la valoración que pueda hacer la ciudadanía de un regulador que se preocupa, a corto plazo, por el control del gasto. Además, como veíamos, si el regulador entra en políticas de prescripción, se acaba afectando a un conjunto de agentes más numeroso, más micro y ligado a la gestión clínica, más presente en el territorio (áreas de salud) y cercano a los intereses de los usuarios; es decir, de mayor conflicto potencial. La autorización y la determinación del precio se deben plantear, alternativamente, como más política macro, de ámbito industrial y de lucha contra los beneficios monopolistas que otorgan las patentes.
En este sentido, es previsible que, con el tiempo, la autorización adopte las vías europeas, al menos en su constatación técnica (assessment), y ya veremos en su valoración (appraisal). No hará falta para ello disponer de un nuevo NICE europeo o internacional, al estilo del Nacional Institute for Clinical Excelence inglés. Bastará comprobar cómo se comportan algunos referentes de evaluación de la efectividad clínica y el coste efectividad de las innovaciones –preferentemente desde organismos independientes– para guiar las actuaciones más probables. Y por el lado de la fijación del precio, puede que pase tres cuartos de lo mismo: con la intervención de la Unión Europea y la preocupación por reducir el comercio paralelo, es esperable una cierta convergencia, ajustada aquí por PPA (capacidad de compra relativa) de los distintos países, o al estilo de lo que ya se está haciendo en la mayoría de ellos: Francia o Italia aprueban precios tras comparar el entorno de éstos en unos pocos países (España, Francia, Reino Unido e Italia parece que se toman como clustei), y sobre ello se fija la negociación (6) como si de un gran espacio de precios de referencia nuevo se tratara.
Por lo demás, los diferentes «detentadores» de presupuesto ya saben que entre «precios» y «costes unitarios» median políticas que sí están en sus manos (descuentos y devoluciones más o menos explícitas, o la financiación de otras partidas de gastos que pueda tener que asumir el responsable presupuestario), a diferencia de lo que ocurre con la autorización y la determinación inicial de precios. De modo que, finalmente, serán las políticas de reembolso y prescripción, las que quedarán más centradas en la esfera local, de lo que cada país «pueda soportar» (a diferencia de las de «autorización» y «precio», que son más globales y en las que es eficiente una menor discrecionalidad local).
Ello sitúa una parte relevante de la política del medicamento como input complementario/sustitutivo, eslabón de la cadena de la salud, lo que permitirá recuperar la idea del medicamento como parte del sistema (de la solución de los problemas y no «el» problema en sí mismo). Si se es riguroso en dicho propósito, deberemos pensar en nuevas esferas de política sanitaria que, a través del traslado de riesgo a los agentes decisores, genere los incentivos para la integración correcta del medicamento en el conjunto de la función de producción de los servicios; esto es, hará falta buscar mayores márgenes de profundización de la descentralización sanitaria. Conviene constatar que el reembolso y la prescripción se sitúan hoy, más o menos explícitamente, en la esfera territorial. En este sentido, la descentralización no debe percibirse como un problema sino como parte de la solución para romper las inercias existentes; una ventana de oportunidad a la aplicación de criterios de bienestar adicionales para las innovaciones en calidad de vida que el medicamento incorpora, ámbito que posibilita la experimentación, prueba de efectividad real y reconocimiento de la valoración social del medicamento, cuando la limitación presupuestaria de recursos estatales no lo permita. Ello podría hacerse a través de esquemas de transferencia de riesgo a servicios territoriales de salud y, en su caso, a consorcios de proveedores a escala local, para romper inercias e incentivar la mejora de la gestión presupuestaria y racionalización del gasto sanitario público en su conjunto. En este nuevo contexto, el medicamento puede recuperar su rol como parte del sistema de salud dentro de un discurso integrado de la aportación del medicamento al resultado de salud (lo que cuesta, pero también lo que ahorra) y bajo una financiación de corte prospectivo.
En resumen, el mensaje principal de esta valoración no es otro que resaltar los siguientes aspectos: a)la conveniencia de focalizar correctamente el ámbito en el que radica el problema de nuestro gasto sanitario, esto es, en la financiación pública más que en el gasto sanitario total, en su dinámica cara al futuro más que en su nivel actual, en proporción similar a la que se reduce la financiación privada efectiva del medicamento; b) dado el gasto actual en medicamento (que se debe valorar en su referente poblacional y no porcentual), es necesario remarcar la importancia de centrar el debate más en aspectos de «cantidad» (prescripciones) que en precios (autorizados); c) destacar que en materia de «cantidades» las acciones decisivas tienen que ver con los niveles de reembolso (incidiendo por el lado de la demanda, al estar hoy el nivel de copago muy erosionado por el consumo exento del que disfrutan los pensionistas) y con la política de prescripción médica (por el lado de la oferta), en la que se concentran la mayor parte de las tensiones derivadas de la regulación (falta de incentivos, bajas retribuciones públicas, precio más alto para novedades terapéuticas menores, inclusión de prescripción con información sesgada, etc.); d) la menor relevancia que se nos antoja para el futuro de la regulación centrada en autorizaciones y fijación de precios (que se debe distinguir de lo que resulten los costes unitarios finales), al quedar «encajada» dicha decisión en vectores europeos cada vez más compartidos; e) constatar que el reembolso y la prescripción se sitúan ya hoy más o menos explícitamente en la esfera territorial; en este sentido, la descentralización no debe percibirse como un problema sino como parte de la solución para romper las inercias existentes, al favorecer esquemas de transferencia de riesgo para incentivar la mejora de la gestión presupuestaria y racionalizar el gasto sanitario público en su conjunto, con lo que el medicamento puede recuperar su rol como parte del sistema de salud dentro de un discurso integrado de la aportación del medicamento al resultado de salud (lo que cuesta, pero también lo que ahorra), bajo una financiación de corte prospectivo, y f) lo anterior permite flexibilizar los esquemas de avaluación del «todo o nada» hoy vigentes, hacia unos gradientes más sensibles a las realidades actuales, y no cerrando así puertas para que determinadas innovaciones de la industria sean aceptadas aunque reembolsadas sólo parcialmente, vistas las aportaciones que suponen en el margen, valoradas en su caso, en un appraisal final que la descentralización puede favorecer o complementar, ya sea por el lado de la responsabilidad fiscal o por los pagos adicionales realizados por los usuarios.
AgradecimientosEl presente trabajo se inserta en la investigación que incentiva la Fundación Merck Internacional a través de una ayuda no condicionada de la Merck Company Foundation, rama filantrópica de Merck & Co Inc., Whitehouse Station, Nueva Jersey, Estados Unidos. Agradezco los comentarios de Vicente Ortún, director del CRES y la colaboración para la elaboración de este texto de Gabriel Ferragut, investigador del CRES.
Notas- (1)
El porcentaje restante de este 40-40%, tiene que ver con el factor intensidad (número de prescripciones per cápita), una vez ajustados los factores anteriormente analizados.
- (2)
En efecto, el número de recetas -nuestro elemento más decisivo en el comportamiento del gasto- entre 1994 y la actualidad prácticamente se ha duplicado, situándose en torno a los 600 millones de recetas, es decir, 15 recetas por persona/año, con crecimientos de 8,4 puntos, claramente por encima de los de la Unión Europea para el período (5.1).
- (3)
Por ejemplo, como reacción a las medidas de contención de gastos del Decreto de Medidas Urgentes y Racionalización del año 2000, el incremento anual pasó de dos dígitos al 3,65%, pero ya al 9,89% en 2002 y al 12,15% en 2003.
- (4)
No puede extrañar en este contexto que entre 1998 y 2002, por ejemplo, de todos los medicamentos nuevos financiados en España, sólo un 16% apuntaba alguna novedad terapéutica marginal. No cabe tampoco sorprenderse del elevadísimo número de especialidades que perviven (en torno a las 10.000, cifra de las más altas de los países occidentales), o de que la cuota de mercado de productos con menos de 5 años de antigüedad sea en España del 30% (al nivel de Estados Unidos, en cifras que duplican el porcentaje del Reino Unido), ya que ambas cuestiones están en la base del problema comentado.
- (5)
En este sentido, anotemos la reciente medida de algún país del este de Europa (p. ej., Hungría), que requiere devoluciones directas por valor de 20.000 euros/año por visitador que cada compañía farmacéutica tenga registrado en el país. Es un modo de no aceptar que esta parte del coste esté soportado por la factura farmacéutica propia, y que la industria, para conseguirlo, entre en guerras de formación-información-orientación de la prescripción, que rayan el absurdo, arrinconando la presencia pública en este terreno.
- (6)
Nótese que, a menudo, la mayor población juega como elemento de ajuste a la base en razón de la mayor extensión del mercado, de potencial de ventas y, con ello, la compensación marginal de costes fijos de la industria.