Cuando llegué a Madrid para trabajar en el Instituto de Salud Carlos III, unos amigos me aconsejaron: «cuando estés allí, la persona con la que tienes que contactar, la referencia a seguir, es Alicia Llácer; búscala y aprende de ella».
Me tomo la licencia de comenzar con esta anécdota personal para ilustrar lo que representaba Alicia Llácer Gil de Ramales: una referencia para la salud pública y el compromiso político desde las bases. Alicia reunía un cúmulo de características, experiencias y potenciales que transmitía una especie de fascinación y ejemplo a seguir hacia los que la conocíamos, al menos más allá del trato superficial.
Desde su infancia en Valencia, donde había nacido, Alicia vivió en el seno de su familia la lucha antifranquista. Pero si el objeto de la lucha cambió a la muerte del dictador, no lo fue así el objetivo principal (expresión tan oportuna cuando hablamos de una investigadora), que siguió siendo, durante todos los días de su existencia, la lucha por la igualdad, la libertad y la erradicación de las desigualdades sociales.
Como nos recuerdan estos días sus compañeros y camaradas, la universidad era en aquella época un escenario en el que la lucha no era una metáfora, sino una realidad, y Alicia practicó desde el principio la militancia activa y visible (aunque clandestina) en las filas del Partido Comunista de España y del Sindicato Democrático de Estudiantes; nunca tuvo dudas con respecto a dónde estaba su sitio: junto a los oprimidos y los más desfavorecidos.
Ya licenciada en Medicina, y vinculada a un campo tan incipiente y poco cultivado en España como la salud pública, Alicia Llácer se convirtió primero en un referente político y científico en el Centro Nacional de Microbiología. Posteriormente tuvo un papel muy activo en la creación de la Escuela Andaluza de Salud Pública; su trabajo en la Delegación de Sanidad de Granada dejó huellas difíciles de borrar, también en ella misma. Aunque no le gustara demasiado hablar del tema, cuando lo hacía, contándonos su actividad laboral, pero también la personal, era de una sinceridad extraordinaria y se notaba lo importantes que fueron esos años en su vida, también en lo personal. Su paso por Andalucía, como cuentan sus compañeros, le debe la consolidación de un modelo y de una forma de trabajar rigurosa y comprometida.
Ella también asistió desde dentro al amanecer de la Sociedad Española de Epidemiología, en unos momentos en que lo que hacía falta eran dosis elevadas de trabajo, generosidad, paciencia, corazón y neuronas. Y Alicia tenía de todo ello, y en grandes cantidades, y eso llevaba a que habitualmente se la relegara a un segundo plano, desde el que ella acostumbraba a seguir contribuyendo sin escatimar esfuerzos.
Ya de vuelta a Madrid participó, como siempre con denuedo e inquebrantable tesón, en el desarrollo del Centro Nacional de Epidemiología, donde trabajó hasta su fallecimiento y donde se la reconocía desde su llegada como esa referencia moral y ética. En el Centro, su despacho era un punto de encuentro para cualquiera que quisiera o necesitara algo, o sencillamente deseara compartir un buen momento con ella. Pasábamos muchas personas a contarle cómo había ido el día, o a pedirle consejo sobre algún tema que nos mantenía en vilo; había trabajado en tan amplio espectro de la salud, que su consejo era muy valioso. Daba igual el tema; ella lo analizaba y comprendía, y ayudaba como cada uno de nosotros esperábamos que hiciera. Su mente científica, increíblemente aguda, era un apoyo para muchos y un acicate para la mayoría. Los estudios de mortalidad eran su ocupación nuclear en el Centro Nacional de Epidemiología, pero en las órbitas estaban los verdaderos ejes en los que desplegaba su sabiduría: las desigualdades sociales, las desigualdades en salud por el rol social de ser mujer u hombre… Por ello, el feminismo también le debe mucho a Alicia. Pero es que para ella la política y la lucha por los ideales lo eran todo, y la salud pública y el feminismo formaban parte de ese todo.
Alicia tuvo la virtud, extremadamente difícil, de hacer que, desde su aparente heterodoxia, la ortodoxia política y el rigor científico fueran una norma en su vida, y un ejemplo para quien lo quisiera tomar, en cualquiera de los ámbitos de su actividad. Y también en el ámbito personal.
Era en este ámbito personal en el que Alicia destacó por encima de todos, y eso ya es decir mucho, dada su dimensión descomunal en la salud pública y en la política. Pero es que, como suele decirse, en las distancias cortas era donde desprendía ese magnetismo y esa fascinación que de otro modo tal vez resultaran menos visibles.
Alicia Llácer era una mujer preocupada por las mujeres de forma universal, pero también de forma particular preocupada por las mujeres y los hombres que tenía cerca y a los que quería, o simplemente apreciaba. Y la generosidad que siempre mostró en su compromiso político y científico se desplegaba con aún mayor intensidad hacia las personas de sus círculos más cercanos.
A pesar de lo férreo de sus convicciones, Alicia no tenía ningún reparo en mostrar comprensión, respeto y curiosidad ante otras formas de ver o analizar la realidad. Escuchaba, y cuando lo veía oportuno, hablaba, con una mezcla de humildad y seguridad que tranquilizaba y convencía. Su perspicacia era enorme, y resultaba muy difícil ocultarle cualquier cosa, porque parecía desarrollar ese sexto sentido que le decía que había algo más. Por eso era nuestra referencia.
Alicia se mantuvo siempre en su sitio, que no era otro que el de la lucha constante y donde se la necesitara. Rigurosa y ortodoxa, Alicia Llácer se rodeaba también de anécdotas, pero nada en ella era anecdótico, todo formaba parte de una personalidad compleja y fascinante, luchadora, comprometida, brillante, generosa y solidaria. Los que tuvimos la fortuna de disfrutarla nunca la olvidaremos, y la salud pública, el feminismo y la política, a los que tanto dio, tampoco deberían hacerlo.