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Vol. 25. Issue 4.
Pages 333-338 (July - August 2011)
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Vol. 25. Issue 4.
Pages 333-338 (July - August 2011)
Artículo especial
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Transparencia y buen gobierno en sanidad. También para salir de la crisis
Transparency and good healthcare governance: an aid to overcoming the crisis
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1888
Ricard Meneua, Vicente Ortúnb,
Corresponding author
vicente.ortun@upf.edu

Autor para correspondencia.
a Fundación Instituto de Investigación en Servicios Sanitarios, Valencia, España
b Departamento de Economía y Empresa, y Centro de Investigación en Economía y Salud, Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España
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Resumen

Los países prosperan sobre una base económica que permita desarrollar las potencialidades humanas en una sociedad que no renuncie a grandes logros, como el del estado del bienestar. Ello requiere que sus “reglas de juego”, sus instituciones formales e informales, hagan individualmente atractivo lo socialmente conveniente. Mejorar el gobierno sanitario, también en su faceta de control de la corrupción, y contribuir a que España salga de la actual crisis económica, constituyen dos caras de la misma moneda. La caracterización del gobierno sanitario en España y el análisis de su impacto en las políticas de salud, la gestión de las organizaciones sanitarias y la práctica clínica, –permite elaborar una agenda tan ambiciosa como factible de las tareas pendientes que los profesionales sanitarios –en sentido muy amplio– y los responsables sociales debemos acometer con el apoyo ciudadano.

Palabras clave:
Gobernanza
Transparencia
Políticas de salud
Organización sanitaria
Gestión clínica
Democracia
Eficiencia
Estado de bienestar
Abstract

Countries thrive on an economic foundation capable of facilitating the fulfillment of human potential in a society that does not renounce major achievements such as the welfare state. A necessary condition is that the “rules of the game”, formal and informal institutions, make what is socially desirable individually attractive. Improving health governance, including its dimension of controlling corruption, and helping Spain out of the current economic crisis are two sides of the same coin. Characterization of health system governance in Spain and analysis of the impact of this governance on health policy, management of healthcare organizations and clinical practice allows an ambitious and feasible agenda to be drawn up of the remaining tasks that health professionals –broadly defined– and social actors should undertake with the support of citizens.

Keywords:
Governance
Transparency
Health policy
Health organization
Clinical management
Democracy
Efficiency
Welfare state
Full Text
El buen gobierno

Este artículo pretende inferir las tareas pendientes que España tiene para mejorar la calidad y la transparencia de su gobierno sanitario, contribuyendo al aumento de la productividad y a la consolidación de un estado del bienestar equitativo y solvente. Para ello se establece, en este primer epígrafe, el concepto de buen gobierno de forma transversal y aplicable a cualquier ámbito social, no exclusivamente al sanitario. El segundo epígrafe pretende caracterizar el deterioro institucional reciente de España, enfatizando en especial la dimensión relativa a la corrupción. Este deterioro ha sido el desencadenante del artículo y de todos los trabajos y discusiones en que se basa, provinientes tanto de disciplinas de salud pública como de economía, ciencia política, historia o sociología. Tras una muy estilizada caracterización del gobierno sanitario en España, en todos sus niveles (epígrafe 3°), y de cómo afecta a las políticas de salud, la gestión de las organizaciones sanitarias y la práctica clínica (epígrafes 4°, 5° y 6°, respectivamente), se llega al desenlace del amplio recorrido con unas propuestas tan ambiciosas como factibles, que pueden ayudar tanto a mejorar el sistema sanitario de España como a que este país salga de la crisis, que son dos caras de la misma moneda.

Con articulaciones algo cambiantes, el ansia de “buen gobierno” es una constante desde los albores de nuestra modernidad. La Alegoría del buen y el mal gobierno es un conocido mural de los hermanos Ambrogio que preside desde el siglo xiv la Sala dei Nove del Palazzo Pubblico de Siena (http://www.wga.hu/frames-e.html?/html/l/lorenzet/ambrogio/governme/). Aquí, las reformas borbónicas se apoyaron en los Decretos de nueva planta y de buen gobierno, generalmente de las villas. También abundan entre nuestros legajos coloniales reglamentaciones así tituladas. Sin embargo, la concepción actual del buen gobierno es bastante más reciente, relacionada con la literatura de la última década del pasado siglo sobre las relaciones entre el buen gobierno (good governance) y el desarrollo económico1. Este enfoque ha rescatado el término «gobernanza», actualizando su sentido como «arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Pero fuera de los diccionarios no existe una definición consensuada y estable de gobernanza en su sentido más amplio. «Existen aún tantos conceptos de gobernanza como investigadores en este campo»2, si bien todas las definiciones se refieren en general a la coordinación de sistemas sociales, relaciones público-privadas y una creciente dependencia de la autoridad informal3.

La formulación de la Comisión de las Comunidades Europeas4 reduce a cinco los principios que constituyen la base de una buena gobernanza: apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia. Estos principios no sólo son la base de la democracia y del estado de derecho, sino que son de aplicación a todos los niveles de gobierno: mundial, europeo, nacional, regional y local.

Según la Organización Mundial de la Salud5, la gobernanza en el ámbito sanitario se refiere a «la participación de actores a los cuales les concierne la definición e implementación de políticas, programas y prácticas que promueven sistemas de salud equitativos y sostenibles». Para ello, la información debe ser relevante y fácilmente accesible para los políticos, gestores, profesionales sanitarios y el público general. A todos los niveles, el buen gobierno sanitario requiere transparencia, responsabilidad e incentivos para promover la participación6.

Caracterización del deterioro institucional reciente

Quizás para recordar la importancia de una adecuada y verificable rendición pública de cuentas, una placa en la madrileña calle Huertas, en la puerta del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas, informa de que en ese lugar se ubicó la última sede de la Mesta. La Mesta ha sido el ejemplo preferido por los historiadores7 para mostrar en qué consisten las malas instituciones, explicativas en este caso del retraso secular de España en relación a Francia, Holanda y Reino Unido. Una asociación de ganaderos, la Mesta, tenía amplios derechos para conducir sus rebaños por España; un agricultor que preparase con esmero su cosecha podía ver cómo en cualquier momento los rebaños trashumantes se la comían o la pisoteaban. Lo paradójico es que lo socialmente conveniente era que los agricultores tuvieran incentivos para roturar nuevas tierras y mejorar los rendimientos de las existentes, pues de la mano de una oferta alimentaria creciente podría haber venido la necesaria recuperación poblacional. Sin embargo, lo socialmente conveniente no resultaba individualmente atractivo, pues durante muchos siglos los reyes de España mantuvieron los privilegios de la Mesta e impidieron que los agricultores tuvieran sobre la tierra un derecho exento de servidumbres.

De forma más general se definen las instituciones como las restricciones formales (como las leyes) e informales (como las costumbres), creadas por el hombre y que estructuran sus interacciones sociales, políticas, económicas, etc., así como sus mecanismos de salvaguarda. Esos mecanismos ayudan a que cada uno cumpla con sus obligaciones en primera persona (código moral), en segunda persona (venganzas en caso de incumplimiento) o en tercera persona: de forma informal y descentralizada –caso de las redes sociales o comerciales– o de manera formal –el sistema de justicia.

El desempeño de un país, también el económico, depende de la calidad del conjunto de sus instituciones, del grado en que éstas consigan hacer individualmente atractivo lo socialmente conveniente. Así, por ejemplo, el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial incluye, entre los factores que considera en su fórmula, la calidad institucional. España ha perdido 13 posiciones desde el año 2004: en 2010 ocupó el lugar cuadragésimo segundo8.

Hay diversas aproximaciones a la medida de la calidad institucional de un país. Los autores han considerado, en trabajos anteriores9, los Worldwide Governance Indicators10, particularmente indicados por su validez y amplitud de dimensiones cubiertas para medir la calidad de las instituciones que han de facilitar el buen gobierno:

  • 1)

    Participación y responsabilidad, o voz y rendición de cuentas (Voice and accountability). Permite medir derechos políticos, civiles y humanos.

  • 2)

    Estabilidad política y ausencia de violencia. Aproxima la probabilidad de amenazas violentas al gobierno.

  • 3)

    Efectividad gubernativa (Government effectiveness). Evalúa la competencia de la burocracia y la calidad del servicio público.

  • 4)

    Calidad regulatoria. Da cuenta del peso de las regulaciones que dificultan innecesariamente las transacciones.

  • 5)

    Imperio de la ley o estado de derecho (Rule of law). Valora la calidad de las salvaguardas contractuales, de la policía y del sistema judicial, así como la probabilidad de crimen y violencia.

  • 6)

    Control de la corrupción. Monitoriza el desvío del poder público hacia la ganancia privada y el grado de captura del Estado por intereses particulares.

En España, entre 1996 (primeros datos disponibles) y 2009 (los datos más recientes) se aprecia una tendencia al deterioro en las seis dimensiones citadas (http://info.worldbank.org/governance/wgi/sc_chart.asp); tendencia que no debe sobreinterpretarse, pues la magnitud de las diferencias queda matizada en ocasiones por los márgenes de error, pero tampoco debe obviarse. No consuela que Portugal, Italia y Grecia sigan quedando por detrás de España.

También «Transparencia Internacional» apunta hacia una clara y progresiva pérdida de posiciones en la percepción del control de la corrupción, con un retroceso desde la posición mundial vigésimo segunda en 2004, con un 7,1 (índice de confianza [IC]: 6,7-7,4), a la trigésima, con un 6,1 (IC: 5,3-6,8), en 201011.

Merece la pena insistir algo en la caracterización de la corrupción por su relación con la ética colectiva, dimensión en la cual España no ha realizado progresos desde el año 2004. En términos estrictos de relación principal-agente, la corrupción aparece cuando un principal (ciudadano o paciente como ejemplos) delega en un agente (político y facultativo, respectivamente) un asunto que involucra a una tercera parte (empresa constructora o laboratorio farmacéutico). El agente (el político), en lugar de actuar en beneficio del principal (el ciudadano), actúa en beneficio de una tercera parte (la empresa constructora): corrupción urbanística generalmente, PPP (colaboración público-privada) en ocasiones. Dado que las relaciones de agencia se producen en un entorno social, podemos definir la corrupción como la quiebra de normas legales, contractuales, éticas, culturales, etc., por parte de un agente para proporcionar beneficios a individuos o grupos de forma oculta. Hay numerosas posibilidades de incurrir en comportamientos corruptos sin quebrar ninguna norma legal; así, la facilitación de información no secreta, pero a la que se tiene acceso privilegiado, permite a una tercera parte obtener una subvención, un empleo o un proyecto sin violentar procedimiento alguno.

La corrupción política en España12 está visiblemente vinculada a: 1) la financiación de los partidos, con cargos dirigentes que han sido imputados e incluso condenados judicialmente por financiación ilegal en el pasado; 2) la licitación de obra pública, la recalificación de terrenos y los planes urbanísticos especiales, todos ellos en el ámbito local (en otros países europeos se ha sabido prevenir la especulación urbanística con importantes gravámenes a las plusvalías y formas diferentes de financiar municipios); 3) la falta de transparencia informativa, pues no se abren al público las bases de datos internas de las administraciones ni se rinden cuentas que no sean émulas de las atribuidas a Gonzalo Fernández de Córdoba, “El Gran Capitán”; y 4) la extensión de la discrecionalidad en la selección y la remoción de cuadros intermedios que hace inviable un control interno, al “sindicar” las responsabilidades en la comisión de tropelías que el nombrador insta y el nombrado celosamente ejecuta.

Así, nuestras rutinas y procedimientos administrativos parecen proteger a la partitocracia13: el gobierno a cargo de organizaciones políticas integradas por personas cuyo futuro vital y laboral depende del propio partido, lo que lleva a contemplar la administración menos como el instrumento para la ejecución de unos programas y más como el botín que otorga la ocupación del poder y permite, además, sentar las bases para la ulterior escalada social a través de puertas giratorias, entre los sectores público y privado, previamente engrasadas.

Todas las dimensiones del buen gobierno están implicadas en la salida de la actual crisis económica14, incluso la de control de la corrupción, pues pese a algunas circunstancias particulares (en los limitados casos en que la corrupción puede compensar la falta de libertad económica15) luchar contra la corrupción y salir de la crisis económica constituyen dos caras de la misma moneda. La corrupción es un problema para los países desarrollados y una enfermedad mortal para los países emergentes o del tercer mundo. La corrupción es la principal barrera que tienen que salvar los países pobres para desarrollarse y, por tanto, la mayor trampa de pobreza. La corrupción incrementa la incertidumbre y el riesgo, aumenta la brecha salarial, reduce la búsqueda de eficiencia de la producción, desincentiva la actividad emprendedora, aleja la inversión extranjera directa, disminuye los ingresos gubernamentales, rebaja la inversión en infraestructuras y acaba repercutiendo, de manera importante, en el crecimiento económico. Por todo ello, resulta necesario desarrollar métodos rigurosos para la medición de la corrupción y para el análisis de sus causas y efectos.

El gobierno sanitario en España

El buen gobierno de la sanidad en España, en cualquiera de sus instancias, se ve acechado por un conjunto de limitaciones de muy variado orden, y puede entenderse que algunas son de naturaleza intrínseca, aunque mitigables, otras impuestas, entre las que algunas pueden resultar convenientes en su adecuada medida, y un tercer grupo de condicionantes propiciados o exacerbados parcialmente como respuesta a las anteriores o profundización en el diseño originario del sistema16. Seguramente son las encuadrables en este último apartado las más nocivas, pero también las más abordables. Entre ellas destacamos:

  • La restricción de la transparencia y el secretismo en el proceso decisional, paradójica respuesta a la evidente visibilidad de las cuestiones sanitarias, que casi nunca puede justificarse por la relevancia estratégica del asunto sustraído al escrutinio público o por razones de confidencialidad de los datos manejados, aunque a menudo se esgriman tales excusas.

  • La extensión desmedida de un procedimentalismo burocrático y un dirigismo paternalista injustificado por sus resultados, expresado en las limitaciones de la capacidad de elección por los usuarios de centros, de profesionales o de aseguradores.

  • La proliferación de imaginativas “nuevas formas de gestión”, sin que en general se evalúe suficientemente la eficiencia de cada opción ni se rindan cuentas sobre su aplicación17.

  • Obviamente, tal entorno de opacidad y limitada rendición de cuentas es un medio propicio para que prolifere la captura por intereses de burócratas, políticos y lobbies. Y sobre todo, un creciente espacio interpretado como ilegítimo botín electoral que sella lealtades indebidas y favorece la perpetuación de los peores vicios.

Algunos de los aspectos más indeseables del actual gobierno sanitario (escasa rendición de cuentas, opacidad de funcionamiento y formas peculiares de participación) pueden rastrearse en los orígenes totalitarios de la génesis de nuestro sistema de salud; otros, aunque comparten origen, parecen haberse exacerbado durante la andadura constitucional, especialmente desde la culminación del proceso transferencial. Entre éstos destacan la vinculación “natural” de su dirección a la voluntad de la articulación política triunfante, sin que ello suponga necesariamente cambios en las políticas sanitarias, pero sí relevos en los directivos en función de sus lealtades y confianzas, y la consiguiente “despolitización” (que no “despartisanización”) de la acción política, con crecientes componentes de “bandería” y enfrentamiento espectacular.

Quizás la transformación más relevante en el gobierno sanitario se ha producido en esta década con la transferencias de la gestión de la asistencia sanitaria a todas las comunidades autónomas, culminando un proceso iniciado en los albores constitucionales, con la cuestionable centrifugación de las competencias sobre salud pública La atomización del Sistema Nacional de Salud, configurado como una mera aposición de servicios autonómicos –a menudo sometidos a una “recentralización” de campanario– ahonda hasta el límite la tradicional pérdida de una de las potenciales fortalezas del sistema, su carácter de red, con su correlato de beneficios en coordinación, conocimiento y eficiencia. En consecuencia, apenas existen comparaciones de funcionamiento de las instituciones sanitarias. Desde luego, nada estimable que haya sido exigido, promovido o auspiciado por los poderes públicos. Y uno de los escasos acuerdos en estas cuestiones se refiere a la confianza en que la mejora de la calidad del gobierno pasa por su evaluación amplia y sistemática.

De cómo la calidad del gobierno afecta a las políticas de salud

Las políticas de salud, ésas de las que se proclama su deseable transversalidad, distan de estar en la agenda pública. Ninguna formación política plantea, entre sus centenares de páginas programáticas, algún atisbo de orientación explícita del gobierno de lo público hacia la mejora de la salud de los ciudadanos. A lo sumo, pueden hallarse algunas vaguedades sobre los servicios asistenciales, generalmente en forma de promesas de construcción de nuevas estructuras. En una sociedad espectacular, donde la visualización de los supuestos logros se superpone a su sentido, es fácil seducir la acción gubernativa hacia los objetivos de los proveedores de inputs. Si además se pueden enjalbegar con los llamativos colores de la I+D+i, la captura del gobierno puede darse por garantizada.

Más allá de la obvia constatación de que la salud no está, ni de lejos, en todas las políticas, los beneficios colaterales de la promoción de la salud raramente son percibidos en otras áreas del despliegue de políticas, como las industriales o comerciales. Ildefonso Hernández, Director General de Salud Pública, ha mencionado en alguna ocasión la práctica imposibilidad de hacer entender al Ministerio de Economía la importancia “económica” de la salud pública, ni aun en aquellos casos en que un mejor funcionamiento de las inspecciones redunda en una fluidificación del comercio y las exportaciones. La salud aparece apenas en la agenda gubernamental para presumir de nuestra envidiable esperanza de vida, atribuida de manera inadecuada al dispositivo asistencial, mientras sus principales determinantes resultan sistemáticamente desconsiderados en la política general.

En estas condiciones, la mejor o peor calidad del gobierno afecta poco a las políticas de salud, dada su escasa entidad. La mejora de nuestro gobierno en esto pasa, ante todo, por considerar la relevancia de la salud para el progreso económico y social, también y muy especialmente en un país desarrollado como España.

De cómo la calidad del gobierno afecta a la gestión de las organizaciones sanitarias

Donde seguramente puede apreciarse más cómo la calidad del gobierno afecta a la salud es en la gestión de las organizaciones sanitarias, dada la extendida confusión entre servicios públicos y servicios producidos públicamente. España tiene una producción pública de servicios sanitarios muy alta en comparación con los países de su entorno, sobre todo porque la atención primaria se presta fundamentalmente por estatutarios en instalaciones públicas. Menor impacto tiene la escasa presencia de organizaciones sin ánimo de lucro. Manda, pues, el derecho administrativo en una neocentralización autonómica. No existe evidencia contrastada de los efectos de la “descentralización” del sistema sobre los responsables sanitarios, pero cotejar el kilometraje anual de un directivo periférico, antes a Madrid, ahora a la capital autonómica, debe suponer un indicio preocupante de la “recentralización” apuntada.

Con todo, la gestión sanitaria es una actividad todavía inusual, siendo dominante la mera “administración sanitaria”, o más bien la administración de los predios de los gobernantes. La buena gestión es hija de la necesidad de sobrevivir. Con presupuestos inerciales, “cromos” repartidos por la autoridad política de turno, poca medición de costes, menos de resultados y ausencia de autonomía y responsabilidad, muchas organizaciones sanitarias se comportan como meros servicios ordinarios de la Administración. Forzando esta deriva, se llega al penoso discurso que sostiene que la mejor administración sanitaria es la que no lleva a cabo la Administración, reconocimiento de ineptitud que tampoco lleva a adoptar las medidas que tales conclusiones aconsejan.

Y mientras, las “concesiones administrativas”, “fundaciones” y demás vehículos para la huida del derecho administrativo se caracterizan por una menor transparencia que las privadas y un débil control externo; ese control externo que en las empresas privadas proporciona el mercado de control corporativo, los mercados profesionales y los mercados de capitales. La empresa pública tiene además múltiples objetivos, doble relación de agencia (ciudadano, político, gestor), propiedad difusa y una suficiencia financiera que no depende de la competencia sino de decisiones políticas.

De cómo la calidad del gobierno afecta la práctica clínica

Finalmente, la calidad del gobierno también afecta la práctica clínica, que precisa de profesionales autónomos en su ámbito, responsables y “gobernados” por el padecimiento del paciente. Al fin y al cabo, los propósitos de la medicina pasan por evitar el sufrimiento y ayudar a morir con dignidad. Pero los clínicos trabajan en un entorno que no promueve su orientación hacia los objetivos deseables. Como señala Juan Gérvas18, en España se extraen rentas de los médicos que trabajan bien. Un mejor diseño de incentivos podría ayudar a alinear los intereses de los médicos con los de la sociedad. Los regalos y la participación masiva de las industrias en la formación continuada de los médicos contribuyen a una pérdida de imparcialidad y a una obligación de corresponder a los “dones” recibidos; así se alinean (con o sin “malicia sanitaria”) los intereses de los profesionales con los de las industrias, muchas veces en perjuicio de las necesidades de los pacientes y de la sociedad.

El papel que pueden desempeñar las organizaciones profesionales en el gobierno sanitario merece una reflexión abierta. En un entorno en que apenas se enuncian políticas sanitarias globales con directrices objetivables, donde los diferentes servicios autonómicos casi tan sólo se diferencian en sus insensatos “yo más”, y en los que brilla por su ausencia la interlocución con los profesionales, usuarios y ciudadanos mientras campan a sus anchas los grupos de presión industriales y corporativos, se requiere perentoriamente una recomposición del profesionalismo. A pesar de las importantes carencias de las organizaciones profesionales, lastradas por su escasa representación, una autoritas cuestionable y su frecuente utilización sesgada para defender intereses corporativos, no siempre mayoritarios, merece la pena fomentar a medio plazo una revalorización de los espacios del profesionalismo, incentivando sus cometidos más específicos y propiciando la implantación de buenas prácticas, reducción de conflictos de intereses y asunción de un liderazgo técnico que la sociedad necesita incluso más que los propios clínicos.

Necesitamos una mejor política para una mejor gestión, y ambas para una mejor clínica. Transparencia, meritocracia, movilidad e incentivos adecuados surgen de nuevo como términos clave en la clínica, en un contexto, eso sí, de un profesionalismo tan cambiante como necesario y cuya esencia organizativa es la de disponer de un ámbito decisorio, diagnóstico y terapéutico, autónomo dentro de la organización sanitaria a la cual pertenezca. Organización que, a su vez, vive influida por la forma en que la sanidad esté estructurada y financiada.

La tarea pendiente

La salida de la crisis requiere eliminar esa arena, que la corrupción supone, de los engranajes sociales de España. Tal corrupción no se refiere únicamente al abuso del poder político o de los recursos gubernamentales para el beneficio ilícito de terceros. Corrupción también significa echar a perder, depravar, pudrir, y en este sentido nuestras instituciones, aunque no estén en proceso de descomposición, están poco frescas, perdiendo capacidad para dar respuesta a las exigencias de eficiencia y productividad que el entorno actual exige. Para aumentar la productividad, como cualquier estudioso de la economía sabe, se requiere:

  • 1)

    Mejor capital humano, atraer talento y mejorar la educación. Por tanto, incentivos a aprender y una sociedad más meritocrática y menos “digitalizada” en sus mecanismos de selección y promoción.

  • 2)

    Menores costes de los servicios, algo que se predica para las telecomunicaciones o la electricidad, pero que también es de aplicación a la sanidad. Por tanto, reguladores independientes no capturados por las empresas ni los partidos políticos.

  • 3)

    Inversión pública acertada. Hay que evaluar políticas públicas, desde el AVE a Tablanca hasta la construcción súbita de siete hospitales en una provincia que ha perdido atracción hospitalaria. Generalizar, en suma, la habitual pregunta de si la producción de salud (educación, seguridad…) no será más costosa de lo necesario y si la salud (educación, seguridad…) que se produzca no se valora menos que lo que cuesta.

  • 4)

    Movilidad de personas y capitales: estimular la competencia, la meritocracia, la reducción de la influencia de las capillas sociales. Los MIR, por ejemplo, convendría que no pudieran ser contratados por el centro donde han realizado la residencia durante un cierto tiempo tras conseguir el título de especialista.

Todo ello aconseja una reorientación del estado del bienestar aprendiendo de quien mejor lo haga, aquellos estados del bienestar flexibles que no desestimulen la responsabilidad individual ni la necesidad de trabajar19. Para lograrlo, mitigando el cortoplacismo que las secuencias electorales imponen a la acción gubernativa, convendrá pactar procedimientos: propuestas como el National Institute for Welfare Enhancement20, la Agencia para el Sostenimiento del Bienestar Integeneracional21 o el Banco del Bienestar22. con el encargo de compatibilizar la mejora de la productividad con la consolidación del estado del bienestar, recogen parecidas ideas. Se pactan políticamente procedimientos (gran pacto de Toledo extendido a todas las prestaciones y con perspectiva intrageneracional e intergeneracional) para evitar la miopía cortoplacista de los gobiernos. Un órgano independiente y responsable ante el parlamento los ejecuta. La agencia potenciaría la intersectorialidad del gasto (sustituibilidad educación/sanidad o pensiones/gasto farmacéutico) y evaluaría el impacto de las políticas de bienestar: resultados cuando se pueda (mortalidad innecesariamente prematura y sanitariamente evitable, resultados de informes PISA), procesos en su defecto o estructura en última instancia. Tendría, además, un componente NICE (National Institute for Health and Clinical Excellence), responsable en sanidad de establecer prioridades, delimitar la cartera de servicios y difundir guías de buena práctica clínica.

Parece evidente que la política no es el problema, sino la solución. Pero se necesita una mejor política para una mejor gestión. Las prescripciones para un mejor gobierno del Estado son tan conocidas como ignoradas: embridar la financiación de partidos limitando gastos y controlando las aportaciones privadas; perfeccionamiento de la normativa electoral con listas abiertas y demarcaciones que permitan acercarse al principio de “una persona, un voto”; e independencia de los medios públicos de comunicación –y si no es posible, mejor su eliminación.

Para facilitar esto se requiere un fomento de la transparencia: acceso libre a las bases de datos de la administración, salvo que una disposición específica justifique la inconveniencia de ese acceso en función de un conjunto tasado de circunstancias (seguridad nacional, privacidad individual y pocas más). Los ciudadanos carecemos de la más mínima información que nos permita juzgar la gestión de nuestros gobiernos. La implantación de la Ley de Transparencia y Acceso de los Ciudadanos a la Información Pública (actualmente anteproyecto) puede significar un avance. El Consejo de Europa aprobó en 2008 el convenio para el acceso a documentos oficiales, en el cual en buena medida se apoya el anteproyecto.

Por su parte, el sistema sanitario afronta dos grandes retos: lograr su deseabilidad por los importantes grupos de ciudadanos aún desafectos (los que votan con los pies, rehuyendo su cobertura, tanto con financiación privada como con la privilegiada pública con capacidad de elección) y garantizar su solvencia, concepto más relevante que la macerada “sostenibilidad”. Ambas exigen proveedores más autónomos, que permitan el desarrollo de una competencia por comparación y el pago por resultados sobre una base de financiación poblacional, estimuladora de la continuidad asistencial y la integración, real o virtual, entre niveles asistenciales, con el criterio guía de atender cada circunstancia en el lugar y por el profesional con mejor capacidad resolutiva.

En cuanto al mejor gobierno de la “empresa pública”, éste pasa por:

  • Un grado suficiente de competencia entre productos o servicios, aunque se trate de una competencia referencial o competencia por comparación; la que puede establecerse, por ejemplo, entre inspectores de la Agencia Tributaria si se comparan la recaudación y las actas de sus demarcaciones con sus respectivas bases impositivas.

  • Objetivos claros y medidas de eficiencia: central de resultados, central de balances y similares, transparentes, con auditorías a posteriori.

  • Presión de los usuarios, que pueden conseguir que las organizaciones sufran los costes de la “no calidad” o como mínimo de su componente subjetiva.

  • Que ese buen gobierno tenga importancia “económica” para el país, comparable, por ejemplo, a la de la Agencia Tributaria o a la de Instituto Nacional de la Seguridad Social, convertidas en joyas de la Administración durante estos últimos 20 años.

  • Separar la función del Estado como propietario de la función del Estado como regulador: la financiación ha de ser competitiva. Existencia de una agencia que represente la propiedad del Estado, que responda ante el parlamento, lo que evita tanto el implicarse en la gestión diaria como la pasividad.

  • Consejo de administración profesional, independiente, basado en capacidades.

  • Proceso público y meritocrático de contratación de directivos.

Curiosamente, las propuestas más y mejor trabajadas sobre buen gobierno, como las de Freire et al23, se centran en las dos últimas condiciones, como también lo hacen las Recomendaciones del Consejo Asesor sobre el Buen Gobierno de la Sanidad Pública Vasca. Obviamente, su recorrido se verá cuando se implanten, y como escribió uno de nosotros: «Las dificultades de tal profesionalización (gestora) son evidentes, dada la tradicional carencia de centros prestigiados de capacitación administrativa; no existe una ‘ENArquia’ española y crear una ‘ENSeñanza’ gestora es una apuesta de alto riesgo. Pero la situación actual, en la que el ausente mercado de directivos ha sido substituido por un bazar de campaña, una feria aldeana o una venta de patio trasero, difícilmente puede empeorar con la implantación de algún sistema que reduzca la incertidumbre directiva, limite su dependencia de factores ajenos a su ejecutoria y garantice una mínima competencia, al tiempo que se prescriben reglas y códigos de práctica y mecanismos supervisados de promoción y remoción»24.

No obstante, el mejor gobierno de las organizaciones sanitarias requerirá, a medio plazo –incluso para consolidar consejos de administración independientes y una carrera directiva más meritocrática–, del concurso del resto de las condiciones arriba citadas, particularmente la competencia, que ha de permitir la separación de la función del Estado como propietario de la función del Estado como regulador. Nos continuaremos debatiendo entre una visión gerencial y una visión normativa de la gestión pública con un fondo constituido por un debate más general acerca de la intervención del Estado en la economía, como regulador y como propietario. Existen muchas formas organizativas intermedias entre las rabiosamente públicas y las rabiosamente privadas, respecto a las cuales la estrategia de radicalismo selectivo25, el ensayo y el error, continúan siendo una alternativa más válida que la uniformidad inmovilista inane e indiferente a los cambios sociales.

Finalmente, las decisiones que gobiernan la experiencia sanitaria de los ciudadanos son esencialmente “micro”. Hay que trabajar con la cabeza en lo “macro” y las manos en lo “micro”. Y esto pasa por abordar la cuestión de las normas clínicas: alinear incentivos, fomentar movilidad geográfica, funcional, entre especialidades, flexibilizar, autonomía cuando se pueda, descentralización casi siempre… bajo unas reglas de juego como las delineadas anteriormente.

Y de nuevo aquí, experimentos selectivos que permitan a los profesionales más dinámicos e innovadores actuar cómodamente, al tiempo que permitan mostrar que lo que muchos se empeñan en declarar imposible puede ser factible e incluso fácil de lograr.

En definitiva, mejorar el gobierno de nuestras instituciones para responder mejor a los verdaderos problemas de salud y los retos de la crisis no sólo es posible, sino que es fácil, ya que sólo requiere minimizar sus vicios más obvios y aprender de quienes lo hacen manifiestamente mejor. Más complicado, pero más ilusionador, es localizar y activar las palancas que contribuyan a lograr de ello el mayor beneficio social.

La necesidad de enfrentar –no meramente capear– la crisis es una excelente oportunidad. Aprovechar las bienintencionadas iniciativas de diferenciación mostradas por algunas administraciones es un paso obligado. Buscar formas de movilizar y canalizar las inquietudes de los profesionales con el diseño vigente, un reto y una obligación para cualquiera que renuncie a instalarse en la cultura de la queja y prefiera Itaca a la falsa nostalgia de una Arcadia que nunca existió.

Contribuciones de autoría

R. Meneu y V. Ortún han trabajado conjuntamente en todas las fases del artículo, desde su concepción hasta su escritura y aprobación final.

Financiación

Ninguna.

Conflictos de intereses

Ninguno.

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