Not for the good that it will do (No por el bien que se va a hacer) but that nothing may be left undone (sino para que nada se quede sin hacer) on the margin of the impossible (hasta el límite de lo imposible)
T.S. Eliot
The Family Reunion (1939)
La iatrogenia se ha convertido en uno de los problemas principales de salud pública de las sociedades desarrolladas1, cuyas causas, más allá de errores y negligencias, son de naturaleza sistemática2. Una de estas causas es la obstinación intervencionista que, en palabras de Cochrane al citar los versos de Eliot que encabezan el texto, sería la mejor manera de destruir el Sistema Nacional de Salud3, como ponen de manifiesto los críticos de la sobreutilización de los servicios sanitarios4,5. Esta actitud, por ejemplo en el caso de los pacientes oncológicos, comporta un alto riesgo de padecer graves efectos adversos6.
El intervencionismo es particularmente acusado en el ámbito de la prevención, sobre todo clínica, pero también de salud pública. Esto ha conducido a una notable distorsión del concepto preventivo mismo7 y a la necesidad de volver a pensarlo desde la perspectiva de la prudencia, puesto que las medidas preventivas no están exentas de efectos adversos y, además, porque aunque «pueden conllevar grandes beneficios para la comunidad, ofrecen pocos a cada participante individual», como explicaba Geoffrey Rose al describir la llamada «paradoja de la prevención»8.
Cautela y prudencia a la que nos remiten las consideraciones éticas y deontológicas más tradicionales, entre las que destaca el archiconocido Primum non noccere9, inspirador de uno de los cuatro principios básicos de la bioética, el de no maleficencia, que no se limita a no hacer daño sino que requiere además saber qué es dañino y tener en cuenta que al intentar averiguarlo podemos exponer a las personas objeto de nuestra indagación al riesgo de sufrirlo10.
Por esto es importante remarcar que cualquiera de las categorías en que acostumbramos a clasificar las actividades preventivas puede provocar efectos adversos. Para ello se puede seguir la secuencia de la evolución natural de la enfermedad, que Lewell y Clark11 adaptaron del esquema ideado por McFarlane Burnet y White12 para las enfermedades infecciosas.
Empecemos con la denominada prevención primordial, cuyo propósito es evitar la exposición a los factores de riesgo. Es un término acuñado por Toma Strasser13, que no ha tenido excesiva fortuna, tal vez porque en cierta forma equivale a la promoción de la salud vista desde la perspectiva explícitamente patogénica de la medicina. Pues bien, la prevención primordial no está exenta de efectos adversos, de los cuales los más relevantes tienen que ver con la confusión entre medios y fines, ya que «vivir para la salud» no es lo mismo que «salud para vivir». La obsesión por la salud perfecta puede considerarse una patología, como denunciaba Ivan Illich14.
Asimilar un factor de riesgo a una enfermedad es en sí mismo indeseable. Reconocer que la probabilidad de sufrir la enfermedad en el futuro es más alta en caso de presentar un factor de riesgo supone una oportunidad para la prevención primaria, pero cuando se vive como una anomalía patológica nos convierte en enfermos. Los potenciales inconvenientes de la prevención primaria pueden ser también de otra naturaleza, como ocurre en el ámbito de la protección de la salud, cuando se adoptan medidas coactivas. Son situaciones en las cuales a menudo se contraponen principios bioéticos básicos, como el de beneficencia y el de autonomía, con las correspondientes controversias sobre la legitimidad de planteamientos más o menos paternalistas, desde las medidas de seguridad viaria (como el uso obligatorio del casco o del cinturón de seguridad) hasta la fluoración del agua potable; intervenciones que no son inocuas, aunque en conjunto sean claramente beneficiosas. Pero incluso cuando se trata de evitar daños a terceros, propósito moral difícilmente discutible, los efectos adversos no deben escamotearse. La polémica respuesta a la última pandemia gripal puede servir como ilustración15, no sólo en cuanto a la vulnerabilidad a la incertidumbre sino también por los problemas de salud que se dejan de atender en situaciones de emergencia y, desde luego, por los efectos adversos asociados a la quimioprofilaxis y a la vacunación.
Sin embargo, no hay duda de que la estrella de los efectos indeseables preventivos corresponde a las actividades de prevención secundaria, es decir, al tratamiento precoz de enfermedades mediante el diagnóstico precoz, sea de modo oportunista o poblacional, porque en este caso las actividades preventivas siempre son peligrosas, casi por definición. Esto es así porque el éxito de la prevención secundaria depende precisamente de la capacidad de adelantar el diagnóstico y de la persistencia temporal de situaciones supuestamente patológicas que podemos detectar; circunstancias ambas que comportan siempre inconvenientes, aunque en algunos casos las ventajas puedan superarlos.
Para ilustrar la importancia del daño asociado a ciertas prácticas preventivas podemos recurrir a la prevención del cáncer de próstata mediante detección (y en su caso tratamiento) precoz con el análisis del antígeno prostático específico (PSA); una historia que por desgracia no es excepcional, como atestigua el célebre caso de la profilaxis hormonal de las enfermedades cardiovasculares16 que llevó a Sackett a denunciar la arrogancia de la medicina preventiva17. El hallazgo habitual de lesiones neoplásicas prostáticas en necropsias de fallecidos sin clínica de carcinoma prostático no redujo el anhelo de la prevención de este cáncer. Ni siquiera las dudas sobre la eficacia de los tratamientos disponibles frente al cáncer desarrollado clínicamente limitaron tal propósito, sino que más bien alentaron una escapada hacia delante, tal vez con la confianza en que con el tiempo se conseguiría un buen control. Así, una vez constatada la utilidad del PSA para monitorizar la evolución del cáncer de próstata18, su uso como prueba de detección precoz se generalizó. Lamentablemente, la naturaleza de las lesiones histológicas no se corresponde con la relevancia clínica, de modo que la magnitud del sobrediagnóstico19 y del sobretratamiento resulta muy alta, por lo que la US Preventive Services Task Force20 se pronuncia abiertamente en contra de la determinación sanguínea del PSA como cribado. En palabras de su presidenta, «como máximo evitaría la muerte por esa causa de un varón de cada mil cribados durante diez años (…) mientras que dos o tres de ellos presentarían complicaciones graves del tratamiento incluyendo la muerte (…) y unos 40 padecerían secuelas permanentes como impotencia, incontinencia o ambas (…) la biopsia prostática ocasiona entre 30 y 40 casos de iatrogenia, la mayoría infecciones, por cada mil examinados»21. Sin embargo, esto no ha impedido que la determinación del PSA se haya convertido en una práctica generalizada como detección precoz oportunista. Y lo mismo podría ocurrir con la prevención secundaria del cáncer de pulmón mediante tomografía computarizada, a pesar del bajo valor predictivo positivo informado22.
Siguiendo la secuencia, la prevención terciaria, mediante la cual se pretende evitar las secuelas y complicaciones de las enfermedades y su manejo, también puede provocar daños, como por ejemplo los efectos adversos de la quimioprofilaxis en algunas intervenciones quirúrgicas o los perjuicios que provoca la episiotomía sistemática. Son prácticas que se han propuesto precisamente para evitar complicaciones, pero que como también pueden producirlas deben ser objeto de una cuidadosa selección.
Finalmente, la prevención cuaternaria, aunque formulada frente a la iatrogenia, también puede conducir a situaciones indeseables como las derivadas de cierto nihilismo terapéutico o preventivo, o de la pusilanimidad a la hora de tomar decisiones médicas y sanitarias. Si el fomento indiscriminado de las actividades preventivas es peligroso para la salud, renunciar a los beneficios de una práctica preventiva adecuada sería absurdo.
No obstante, asumir que siempre es mejor prevenir que curar, o que un euro de prevención rinde como cuarenta de curación, actualizando la célebre sentencia de Benjamin Franklin, a la sazón jefe del cuerpo de bomberos de Filadelfia, nos lleva a menospreciar la potencial iatrogenia de la prevención y a banalizar sus efectos indeseables, porque no siempre es posible prevenir y porque se puede hacer mal, como tendremos ocasión de debatir en la próxima jornada científica anual de la Sociedad Española de Epidemiología, en Alicante, del 3 al 5 de septiembre.
Contribuciones de autoríaA. Segura ha ideado y redactado completamente el artículo.
FinanciaciónNinguna.
Conflicto de interesesNinguno.
El autor agradece las sugerencias de los revisores y del comité editorial.