«Eutanasia» es una bella palabra, con un origen etimológico rotundo: buena muerte; esto significa dar la muerte a una persona que libremente la solicita para liberarse de un sufrimiento que es irreversible y que ella considera intolerable. Sin embargo, por culpa de los nazis, «eutanasia» es para algunas personas una palabra maldita, que nombra el asesinato de miles de seres humanos discapacitados o con trastornos mentales, paralelo al genocidio judío. Eutanasia y homicidio (o asesinato, si es con alevosía, ensañamiento o por una recompensa) son conceptos incompatibles, porque es imposible que una muerte sea, a la vez, voluntaria y contra la voluntad de una persona. Por esta razón, el concepto de eutanasia involuntaria es un oxímoron; si no es voluntaria, quizá sea un homicidio compasivo, pero no una eutanasia.
Al acercarse al tema de la eutanasia, algo que llama la atención es la variabilidad de términos que se utilizan. En los Países Bajos, país pionero en su regulación, la ley de eutanasia (2002) se llama «de terminación de la vida» a petición propia, mientras que en Bélgica se llama «ley de eutanasia» (2002). En Oregón, el suicidio asistido se regula en la «ley de muerte con dignidad» (Death with Dignity Act, 1998), y en California, en la «ley de opción al final de la vida» (End of Life Option Act, 2015). En Canadá, es la «ley de ayuda médica para morir» (Medical Assistance in Dying, 2016), y en Victoria (Australia) es la «ley de muerte voluntaria asistida» (Voluntary Assisted Dying Bill, 2017)1.
¿Por qué se utilizan tantos eufemismos para evitar nombrar la eutanasia y el suicidio asistido? Por el tabú. A lo largo de la historia, el suicida primero fue un delincuente, luego un pecador y ahora un loco2. Según el Instituto Nacional de Estadística, cada día hay diez suicidios en España: la mitad se ahorcan, tres se lanzan al vacío, uno se pega un tiro y otro se envenena. La muerte voluntaria es algo cotidiano, una conducta compleja que la sociedad ha medicalizado para simplificarla, con el estigma de que el 90% de los suicidas padecen un trastorno mental (poniendo en duda, sin mucho rigor, la lucidez de estas personas para disponer de su vida).
La muerte voluntaria ha existido desde siempre, pero algo ha cambiado en los últimos 50 años para que la eutanasia sea hoy una demanda social muy mayoritaria. Por un lado, el aumento de las enfermedades crónicas degenerativas asociadas al envejecimiento (la mitad de los mayores de 85 años padecen Alzheimer) y de nuestra capacidad para mantener con vida a personas dependientes en situaciones críticas, y por otro, la emergencia de la autonomía como un derecho fundamental en una sociedad democrática.
El derecho a negarse a un tratamiento (incluyendo medidas de soporte vital), en el momento presente o de forma anticipada en un testamento vital, regulado en la Ley de autonomía del paciente de 2002, significa que la vida ya no es el bien superior. En 2007, Inmaculada Echevarría, una mujer de 51 años con una distrofia muscular, murió voluntariamente tras rechazar la ventilación mecánica que le permitió respirar durante los últimos 9 años de su vida. Cinco meses antes había solicitado públicamente «una inyección que me pare el corazón», una petición de eutanasia que reformuló como el rechazo (o la denegación del consentimiento anterior) de la máquina que la mantenía con vida3. Para cerciorarse, la Junta de Andalucía solicitó un informe bioético y otro jurídico que confirmaron que Inmaculada estaba en su derecho de rechazar el respirador y, por tanto, de morir.
En 2018, con nueve leyes autonómicas de muerte digna y otra similar de ámbito estatal, está claro que la vida ya no es sagrada (solo Dios la da y la quita), pero únicamente si depende de una medida de soporte vital, ya sea un respirador o un suero para hidratarse, que pueda ser rechazada. Veinte años antes, en 1998, Ramón Sampedro no pudo morir asistido por su médico porque no tenía la «suerte» de estar enchufado a un aparato. Esta es la paradoja de la máquina, una situación absurda, injustificable desde el sentido común, que es necesario cambiar.
Confundir la eutanasia con el homicidio es como confundir el amor con la violación, o el regalo con el robo, o lo voluntario con lo forzado4. Aun así, divagando sobre los supuestos peligros de una ley de eutanasia, algunas personas se preguntan: ¿podrían existir formas de coacción más sutiles, por parte de la familia o de cualquier otro, que obligaran a los ancianos y a las personas más vulnerables a solicitar una muerte que no desean? ¿Regular la eutanasia nos podría situar en una pendiente resbaladiza que nos conduciría de forma inevitable al homicidio de personas contra su voluntad? Ambas preguntas son un tanto enrevesadas, porque sospechan que el médico sea cómplice de homicidio, algo que no encaja en una relación médico-paciente de confianza. ¿De qué forma una ley de eutanasia puede convertir a un médico, al que la sociedad confía el cuidado de las personas, en un ser irresponsable o un verdugo? De ninguna, y por tres razones: la propia naturaleza de la relación médica, los mecanismos de control de la ley y la experiencia de los países que han regulado la eutanasia (especialmente Bélgica y los Países Bajos).
Decenas de miles de personas han muerto voluntariamente con una eutanasia en Bélgica5, los Países Bajos6 y Canadá7, o con un suicidio asistido en Suiza y en cinco estados de los Estados Unidos, sin que haya existido un solo caso de homicidio. En algunos estudios se ha utilizado el concepto de «terminación de la vida sin petición expresa», que comprende la retirada de medidas de soporte vital (limitación del esfuerzo terapéutico) y sedaciones paliativas, en las que a juicio del médico existió un adelantamiento de la muerte. Es un error considerar que estas prácticas, cotidianas en todos los países del mundo, son eutanasias8.
Morir es una decisión personalísima. Ninguna persona solicita a su médico una eutanasia sin estar convencida de que su sufrimiento es irremediable. Además del sentido común, todas las leyes aprobadas exigen que se consideren todos los recursos disponibles, como los cuidados paliativos. En Oregón, donde desde 1998 tienen sistematizada la recogida de estos datos, las tres razones para morir más frecuentes son: el sufrimiento existencial, la incapacidad para disfrutar de la vida y la pérdida de autonomía. Las personas no deciden morir por miedo al dolor, a síntomas de la agonía o a cualquier otro que se pueda tratar con paliativos, sino porque consideran que «vivir así» ya no tiene sentido. Por ello, afirmar que los paliativos son el antídoto de la eutanasia es un acto de fe que, como tal, no se basa en la realidad (el deseo de morir), sino en las creencias personales (la muerte voluntaria es inaceptable). En Bélgica, en seis de cada diez eutanasias intervienen los paliativos9; no existe competencia, sino complementariedad. Ese es el camino.
En la aldea global de Internet, cualquier persona con un teléfono puede conseguir una dosis letal de pentobarbital que el cartero le lleva a su casa. También puede comprar un cóctel letal de pastillas en la farmacia de su barrio, sin necesidad de receta (o una bolsa, o una soga…). Desde hace 25 años, las asociaciones pro derecho a morir dignamente ponen a disposición de sus socios guías de muerte voluntaria con los métodos de autoliberación más fiables10. Algunos movimientos ciudadanos reclaman ir más allá de las leyes de eutanasia e independizarse de la muerte medicalizada. En Holanda, la cooperativa Por Voluntad Propia facilita a sus socios un conservante alimentario, que se compra en la droguería a un precio mínimo, que provoca una muerte rápida y sin dolor. Internet sitúa la muerte voluntaria en otra dimensión. O la ley se adapta a lo que exige la sociedad, o las personas seguirán tomando sus decisiones, desbordando a la legislación.
Frente a un 84% de la población a favor de la eutanasia11, ningún argumento justifica que no se regule. La creencia individual, de tipo religioso, en la sacralidad de la vida es por completo respetable, pero obviamente no se puede imponer a toda la sociedad. Por eso se enuncian hipótesis, como la pendiente deslizante, el homicidio de ancianos o personas vulnerables, la incompatibilidad con los cuidados paliativos, la esencia de la medicina hipocrática, etc., etc., que se han tratado de colocar en el imaginario colectivo, sin ningún éxito. Sin embargo, sí están en el debate, cuando los datos demuestran que son afirmaciones absurdas.
Este intento de influir en la sociedad se ha repetido una y otra vez con cada uno de los derechos civiles, atemorizando a la población con argumentos falsos. La religión católica también desaprueba el divorcio, los métodos anticonceptivos, el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. En una sociedad plural, la respuesta es obvia: si no quiere, no lo haga, no se divorcie, no aborte, no solicite la eutanasia…, porque el derecho a morir, a casarse o a divorciarse, no exige a nadie la obligación de ejercerlo.
Los datos demuestran que la muerte voluntaria puede regularse con seguridad. Ninguna ley de eutanasia es perfecta, fundamentalmente por la exigencia de unos requisitos. Si el médico comprende que para esa persona la muerte que desea es la opción menos mala y se siente comprometido a ayudarle, ¿en nombre de qué o de quién, con qué autoridad, deciden unas personas ajenas a esa relación de confianza sobre la voluntad de morir? La ayuda médica para morir debería legalizarse como un acto médico más, cuya única condición sea documentar la libertad del individuo para disponer de su propia vida, ya sea por razones de enfermedad o por hartazgo de vivir. Cuanto antes, mejor.
Contribuciones de autoríaF. Marín Olalla es el único autor del artículo.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesNinguno.