Hacer abogacía en salud pública es el mecanismo más efectivo para pasar de la teoría a la acción y poder así incorporar las enseñanzas que la pandemia de COVID-19ha traído consigo.
El Tribunal Supremo1 (máximo órgano jurisdiccional de España), en su sentencia de 20 de noviembre de 2020 respecto del primer estado de alarma, sienta las bases para poder utilizar muchos de sus argumentos judiciales como fundamentos para hacer abogacía en salud pública, como por ejemplo cuando afirma que «la salud pública es un elemento esencial del interés general al que deben de atender los poderes públicos».
La COVID-19ha logrado que la salud pública, por fin, cumpla su vocación última: trascender a todos los órdenes y a todas las disciplinas. Para pasar de la teoría a la acción es necesario dar un salto cualitativo previo que consiste en estudiar la salud pública también bajo el prisma del derecho, a fin de poder hacer frente a sus retos con visión de conjunto, ya que la ciencia jurídica posee la capacidad de asegurar el orden social y político en este nuevo escenario.
Fue Lawrence O. Gostin2, profesor de la Universidad de Georgetown, el primero en estudiar la salud pública desde el derecho. Denominó a esta disciplina Public Health Law (derecho de la salud pública). En concreto, Gostin3 define que «el derecho de la salud pública es el estudio de los poderes y obligaciones legales del Estado para asegurar las condiciones para que las personas estén sanas (por ejemplo, para identificar, prevenir y mejorar los riesgos para la salud y la seguridad de la población), así como las limitaciones del poder estatal para restringir la autonomía, privacidad, libertad, propiedad u otros intereses legalmente protegidos de las personas con el fin de lograr la protección o promoción de la salud pública».
Así las cosas, los rasgos esenciales del derecho de la salud pública se podrían resumir como sigue:
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La responsabilidad de los poderes públicos.
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La salud de la población.
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La interrelación de los poderes públicos y la salud pública.
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La promoción de la salud pública a través de servicios y prestaciones.
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El poder coercitivo sobre individuos y empresas en aras de garantizar la protección de la comunidad.
A lo largo de estos más de 2 años fatídicos pandémicos hemos asistido a dilemas constantes entre la salud pública y otros derechos y libertades: lo que Hobbes resumió como libertad frente a seguridad. Ante esta hipótesis, podemos asumir que la respuesta es clara: la salud pública, en situaciones de riesgo o emergencia sanitaria, posee una vis expansiva (prevalece) frente a otros derechos y libertades fundamentales. Ahora queda por resolver la incertidumbre de cómo se debe encauzar jurídicamente esta tensión para salvaguardar ambos derechos y no poner en riesgo la seguridad jurídica, característica esencial e imprescindible de nuestro Estado de Derecho.
La respuesta a cómo se deben aliviar estas tensiones entre derechos viene de la mano de la idoneidad de desarrollar el derecho de la salud pública en España. Este derecho posee una vertiente positiva, aquella que atiende a la prevención de la enfermedad y la promoción de la salud. Hasta ahora, dicha faz ha sido la más estudiada, como prueba, entre otras, la promulgación de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, que es la ley de cabecera en salud pública en España y que, lamentablemente, es una auténtica desconocida para muchos, sobre todo por su falta de desarrollo reglamentario. Por otro lado, encontramos su vertiente negativa, aquella que atiende a los poderes de intervención del Estado ante riesgos y amenazas que atentan contra la salud poblacional. En este apartado entraría la regulación de todas aquellas medidas de intervención de los poderes públicos adoptadas a lo largo de estos 2 años: mascarilla obligatoria, cuarentenas, confinamientos, distancia social, higiene de manos etc.
La salud pública está regulada en el art. 43.2 de la Constitución Española (CE), que dispone: «compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto». Es importante entender que la salud pública está conectada con el derecho a la vida y a la integridad física que se recoge en el art. 15 CE. Este último derecho (en conexión con el fundamento que se desprende del art. 43.2) prevalece frente a determinados derechos y libertades fundamentales (por ejemplo la libertad, recogida en el art. 17 CE: «toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad») ante un riesgo o emergencia sanitaria como la pandemia de COVID-19, tal como hemos visto, entre otros pronunciamientos, en la Sentencia del Tribunal Constitucional4 de 14 de julio de 2021 que resuelve muchos interrogantes respecto del primer estado de alarma.
A la luz de lo anterior, se aprecia que los derechos fundamentales (la libertad es un derecho fundamental, así como también lo es la vida) no son absolutos, si bien tienen un régimen de protección que siempre debe ser respetado. Cualquier limitación o restricción a los mismos debe seguir el cauce legal determinado (cfr. arts. 81 y 53 CE), y ello es así porque gozan de la máxima protección debido a la relevancia del contenido que vienen a amparar.
Siempre se dice que la forma es garantía del fondo. Durante la pandemia se han descuidado, de manera flagrante, los mecanismos jurídicos elegidos para limitar y restringir derechos y libertades fundamentales. Sin ir más lejos, estuvimos inmersos en un estado de alarma durante 6 meses cuando la propia norma que regula el estado de alarma pone una limitación temporal de un 1 mes. En concreto, de 15 días, prorrogables otros 15 días más (cfr. art. 116 y art. 4 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio). Es verdad que dicho mecanismo era el más «rápido» para poder hacer frente a una situación jamás vivida hasta la fecha y en un contexto de máxima gravedad (unidades de cuidados intensivos y hospitales desbordados, aumento diario del número de muertes, etc.), pero no hay que olvidar que, además de que la elección de un mecanismo jurídico frente a otro puede atentar o «desproteger» el respeto a derechos fundamentales, desde un punto de vista práctico dicha prolongación anómala de un estado de alarma supuso un incremento en las desigualdades sociales a consecuencia, por ejemplo, de la pérdida de trabajo por el cierre de establecimientos. También provocó mucho malestar el aislamiento social de grupos vulnerables. En general, queda pendiente el estudio de los efectos adversos de la pandemia en la salud mental y física de los españoles (por ejemplo, pacientes con COVID persistente).
Volviendo a lo «jurídico», los poderes públicos optaron por utilizar un mecanismo excepcional (el estado de alarma) como herramienta para crear un marco jurídico para la pandemia. A pesar de aquello de que «ante situaciones extraordinarias, medidas extraordinarias» es de absoluto reproche jurídico, y de falta de voluntad política, el no haber hecho «de la necesidad, virtud» y haber abogado a través de consensos (por aquello de vivir en una democracia) reforzados (lo que exigía la situación) por la construcción de un régimen jurídico «pandémico» con las garantías de certeza y seguridad jurídica que demanda nuestro Estado de Derecho. Una vez más (y tristemente), lo político no está a la altura y se usa de excusa o se ampara en lo «técnico» (lo jurídico, en este caso) cuando hay herramientas y mecanismos jurídicos, como por ejemplo la reforma de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMESP), que se encarga de habilitar legalmente la intervención del Estado por motivos de salud pública. Es preciso reformar esa norma para adecuarla a la existencia de amenazas sanitarias transfronterizas de la envergadura de la COVID-19. Dicha reforma hubiera requerido de mayoría reforzada, por tratarse de una ley orgánica, para haber podido crear un marco legal ad hoc y apto para una situación como la vivida. En cambio, en la gestión de la pandemia durante las primeras olas se optó por la disfuncionalidad de alargar un estado de alarma durante 6 meses y seguir en la sintonía de un uso excesivo de reales decretos leyes que evidencian, una vez más, una difusa separación de poderes, donde el ejecutivo (el gobierno) tiene un papel preponderante frente al legislativo (congreso y senado). Dicha reforma sigue pendiente, ya que no podemos dar aún por concluida la pandemia y, por desgracia, habrá más emergencias sanitarias en el futuro.
No es baladí elegir una forma jurídica u otra, pues entre las indeseadas consecuencias jurídicas que suponen una merma en las garantías de los ciudadanos destaca la imposibilidad de impugnación ante la jurisdicción ordinaria, como recoge, entre otras, una sentencia del Tribunal Constitucional (máximo intérprete de la CE) del año 2016 (que resuelve sobre el estado de alarma aplicado para poner fin a la huelga de los controladores aéreos del año 2010). Es bueno saber que los estados de alarma solo acceden al control que opera el Tribunal Constitucional y, por lo tanto, no gozan de la garantía jurídica que supone el acceso a la jurisdicción ordinaria.
Por todo lo anterior, es necesario impulsar un nuevo marco jurídico a prueba de pandemias con el fin de estar preparados para futuras crisis sanitarias, habida cuenta de las anomalías jurídicas que se han producido estos 2 años a propósito de las «nuevas formas de intervención del Estado respecto de los derechos fundamentales», así como de las «formas jurídicas» elegidas para ello. Una propuesta de mejora normativa es lo que se precisa para salvaguardar la salud pública como un elemento esencial del interés general y respetar, así, los derechos y libertades de todos los ciudadanos.
En suma, conviene reformar la LOMESP con el objetivo de concretar las medidas a adoptar durante emergencias sanitarias, ya que la indeterminación de esa norma (en concreto, en su art. 3) supone una «carta en blanco», tal y como avalan la doctrina5 y la jurisprudencia del Tribunal Supremo6. Al mismo tiempo, resulta esencial desarrollar reglamentariamente la Ley General de Salud Pública (e incluso actualizarla) con el fin de dotar de contenido y coherencia al régimen jurídico de la salud pública para profundizar en la seguridad jurídica de nuestro ordenamiento.
Cabe señalar que esta mencionada propuesta de reforma legislativa a implementar debe pivotar bajo el entendimiento de que existe una «nueva rama jurídica», que es el derecho de la salud pública, como ya avanzaba la doctrina americana con Gostin.
La viruela del mono, la gripe A y la resistencia a los antibióticos ya están aquí; no son las «próximas amenazas» ni las emergencias sanitarias del futuro. El derecho de la salud pública es la «base jurídica» para crear acciones concretas que se deben implementar integrando todas las disciplinas en juego.
Por último, quizás el gran reto del derecho de la salud pública sea saber reivindicar su independencia (del medio ambiente, de la seguridad alimentaria, de la salud laboral y de la propia salud individual) para liderar que la salud colectiva esté en el centro de todas las políticas. La abogacía en salud pública debe enfatizar en la necesidad de concretar acciones e incorporar una cultura de salud pública, para lo cual el papel de la ciudadanía va a ser esencial e impostergable.
Contribuciones de autoríaConceptualización, refinamiento de la idea, redacción, primera revisión y final: A. Del Llano Núñez-Cortés.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesA. Del Llano Núñez-Cortés trabaja en la Fundación Gaspar Casal, institución que no necesariamente respalda el contenido de este artículo, no existiendo conflicto de intereses.