Para adentrarnos en el análisis de la prostitución desde el posicionamiento abolicionista pediremos a quien esté leyendo que deje de lado los clichés, estereotipos y lugares comunes que con carácter reiterativo giran en torno a la prostitución y la trata de mujeres con fines de explotación sexual, y que cumplen la función de normalizar y naturalizar esta forma de violencia contra las mujeres y esta vulneración de los derechos humanos.
Desde distintos ámbitos, incluido el sanitario, cuando se aborda la prostitución se tiende a reproducir el imaginario social que identifica prostitución como sinónimo de prostituta y que hace recaer toda la carga de esta institución sobre las mujeres prostituidas como si ellas fueran las únicas personas implicadas en el entramado de la prostitución. No obstante, esta es una institución relacional y no existe prostituta sin prostituidor, esto es, la prostituta existe para satisfacer el deseo de los hombres prostituyentes.
Así, para complejizar el análisis hay que señalar el rol de la demanda, a la que aludiremos en masculino porque según los datos disponibles un 99,7%1 de la demanda de prostitución está conformada por hombres. Además, España es uno de los países con mayor volumen de prostituidores. Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas2, un 32% de los hombres afirma haber pagado por prostitución al menos una vez en su vida. Desde 2009 no se ha vuelto a preguntar a la población española al respecto, pero el volumen de la industria de la explotación sexual en este momento en España permite plantear que el porcentaje puede ser mayor. También hay que tener en cuenta la cantidad de «turistas sexuales» que viajan a España para consumir prostitución3.
Además, el crecimiento de la prostitución en las últimas décadas ha de inscribirse en las lógicas del capitalismo neoliberal que encuentra en el cuerpo de las mujeres un espacio del que obtener grandes beneficios4,5, y ha de vincularse también con la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual. En el contexto actual se promueve la mercantilización de los cuerpos de las mujeres porque, lejos de ser percibidas como sujetos con derechos y deseos propios, siguen siendo representadas socioculturalmente como un cuerpo-objeto disponible para satisfacer los deseos de otros. En relación con esto, hay que hacer hincapié en que la mayoría de las personas que se encuentran en prostitución son mujeres de contextos empobrecidos, muchas de ellas inmigrantes o racializadas que sufren discriminaciones múltiples. Esto nos permite afirmar que la prostitución está directamente conectada con las desigualdades sociales porque el mercado de la prostitución necesita la feminización de la pobreza para seguir nutriéndose de mujeres en situación de vulnerabilidad social6. La anterior crisis económica mostró claramente que, cuando disminuye el bienestar social y aumentan las desigualdades socioeconómicas, crece el número de mujeres expuestas a verse abocadas a la prostitución. Ante la crisis sociosanitaria y económica que estamos experimentando debido a la COVID-19 debe prestarse especial atención al aumento de la vulnerabilidad social entre las mujeres para prevenir las situaciones de explotación sexual.
En este punto es imprescindible reflexionar sobre el impacto de la prostitución en la reproducción de la desigualdad de género. Si la sociedad normaliza y tolera el uso de la prostitución por parte de los hombres, la socialización masculina seguirá atravesada por valores que definen como un «derecho» pagar por el acceso sexual al cuerpo de las mujeres. Esto es, se normaliza que los hombres accedan al cuerpo de mujeres que no les desean, un hecho que fuera de la prostitución se consigue mediante intimidación o violencia explícita y se conceptualiza como violencia sexual. El abolicionismo plantea romper la frontera simbólica que hace que fuera de los espacios de prostitución nombremos como violencia sexual aquellas conductas masculinas que, sin embargo, dentro de los espacios de prostitución se consideran «normales» porque hay un intercambio económico que convierte al agresor sexual en «consumidor de servicios sexuales».
Centrándonos en el ámbito sanitario, si transformamos nuestra mirada y tenemos presente la figura del prostituidor, es necesario plantear una llamada a la acción en dos sentidos fundamentalmente: por un lado, que la masculinidad prostituyente tiene que ser entendida como un riesgo para la salud pública, y por otro lado se debe prestar atención al impacto que tiene la prostitución en la salud biopsicosocial de las mujeres.
Tradicionalmente, las mujeres prostituidas han sido estigmatizadas y señaladas como «grupo de riesgo» de transmisión del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y otras infecciones de transmisión sexual (ITS). No obstante, es necesario salir del enfoque que hace referencia a «grupos de riesgo» para pasar a centrar la atención en las prácticas sexuales de riesgo y reflexionar sobre quienes las solicitan. En este sentido, hay que tener presente en todo momento la asimetría de poder que sitúa al hombre prostituidor en una posición de privilegio y a la mujer prostituida en una situación de desventaja respecto a él. Es fundamental señalar que en multitud de ocasiones los hombres prostituidores solicitan o imponen prácticas sexuales desprotegidas, exponiendo al riesgo de infección a las mujeres en prostitución y al resto de las personas con quienes mantienen relaciones sexuales. De esta forma, para generar otras miradas en el abordaje de la prostitución hay que problematizar las relaciones de desigualdad que se establecen en los contextos de prostitución donde los hombres prostituidores aprovechan su situación de privilegio social y económica frente a las mujeres prostituidas para solicitar o imponer servicios de prostitución sin protección. Y como señalan diferentes estudios7–10, a pesar de ser los «clientes» quienes solicitan las prácticas desprotegidas, estos tienden a no responsabilizarse frente a la transmisión de VIH/ITS porque no se perciben a sí mismos como transmisores, y desplazan la carga de la responsabilidad hacia las mujeres en prostitución. En el estudio realizado por Askabide9, las mujeres prostituidas participantes, al preguntarles por los principales problemas que encontraban con los demandantes, respondieron mayoritariamente (79,62%) que la negativa al uso del preservativo, y en segundo lugar la invitación al consumo de droga (54,69%). En la investigación de Meneses y Rúa10, en la que realizaron encuestas autogestionadas a clientes de prostitución, destaca que el 6,2% de los participantes contestó que siempre solicitaba sexo sin preservativo y un 47,3% en algunas ocasiones. De ellos, un 2,5% conseguía siempre relaciones sin protección y un 50,4% conseguía la aceptación de la prostituta en algunas ocasiones, dependiendo del tipo de práctica solicitada. Por todo ello, en la investigación sociosanitaria debe ponerse el foco en los hombres prostituidores.
En cuanto a la salud de las mujeres prostituidas, se han de visibilizar las consecuencias que tiene esta forma de violencia sexual en su salud. La salud biopsicosocial puede verse afectada por distintos elementos que atraviesan la prostitución: violencias explícitas, riesgo de infección por VIH y otras ITS, consumos problemáticos de drogas asociados a la prostitución, condiciones de la situación de prostitución (por ejemplo, horarios intensivos o la exposición en espacios abiertos a condiciones climáticas desfavorables), síndrome de estrés postraumático, etc. Diferentes estudios han mostrado la exposición de las mujeres en prostitución a múltiples violencias, especialmente en el caso de las mujeres víctimas de trata para la explotación sexual11–14. Se podría decir que la prostitución está atravesada por un continuum de violencias11, llegando al extremo de los asesinatos en los que el victimario es el «cliente». En España, entre 2010 y 2012 fueron asesinadas al menos 20 mujeres prostituidas: 19 de esos asesinatos fueron cometidos por hombres, 14 de ellos eran clientes y 2 eran parejas íntimas de las mujeres prostituidas15. A pesar de tratarse de una forma de violencia contra las mujeres, hay que hacer hincapié en que estos asesinatos no constan en las cifras oficiales de violencia de género.
Desde un posicionamiento feminista que promueve la ética del cuidado, no es posible seguir sosteniendo un sistema que se olvida de la salud biopsicosocial de las mujeres y sigue cosificándolas en un mercado que reproduce y exacerba la desigualdad de género a través de la venta de cuerpos para la satisfacción de los deseos de los hombres prostituidores.
Como conclusión, cabe destacar que las soluciones a cuestiones tan arraigadas socioculturalmente y con tantos intereses económicos por parte de la industria de la explotación sexual requieren políticas públicas comprometidas. La propuesta abolicionista toma como ejemplo lo que se conoce como «modelo sueco», esto es, la legislación aprobada en 1999 en Suecia. En dicho país, tras años de reflexión e investigación sobre la prostitución se aprobó una legislación que la conceptualiza como una forma de violencia de género. Por ello, uno de los ejes centrales es la descriminalización de las mujeres en prostitución, a quienes se les proporcionan recursos de asistencia integral, entre ellos, garantizarles el derecho a la asistencia sanitaria. Y por otro lado, el desplazamiento del reproche social y la responsabilidad de la prostitución hacia la demanda y el proxenetismo mediante la criminalización de estos. Legislaciones similares han sido aprobadas con posterioridad en Noruega, Islandia, Francia e Irlanda.
El modelo abolicionista es un proceso de transformación social que interpela el viejo privilegio masculino de acceso sexual al cuerpo de las mujeres mediante precio, porque este privilegio es una barrera infranqueable en el camino hacia la igualdad de género.
Conflicto de interesesNinguno.