Cuando escribo estas líneas estamos en una fase del afrontamiento de la pandemia de COVID-19 en la que hay muchas voces que abogan por la necesidad de un estrecho trabajo en común entre atención primaria y salud pública para la detección oportuna de nuevos casos de la enfermedad y el control de la transmisión comunitaria del coronavirus. Asimismo, se está animando a la atención primaria a salir de su obligado retraimiento «intramuros» de los últimos 3 meses para «ponerse las botas» de la salud comunitaria1 y apoyar a las valiosas redes comunitarias de apoyo mutuo que han florecido estos meses en nuestros barrios y pueblos2.
La necesidad de trabajar de forma más coordinada entre la atención primaria y la salud pública es un tema recurrente en los últimos años y ha dado lugar a ríos de tinta. Asimismo, el empeño en no renunciar a la orientación comunitaria de la atención primaria viene de lejos. Basta recordar las tendencias, afortunadamente no consolidadas, de eliminar el segundo apellido de la especialidad Medicina Familiar y Comunitaria, o que la reciente estrategia del Ministerio de Sanidad se llame «Marco estratégico para la Atención Primaria y Comunitaria»3, dando a entender no tanto que son dos entidades diferentes como que hay que nombrar expresamente a la invisibilizada salud comunitaria.
El caso es que para muchos profesionales, y parte de la población y sus representantes, se ha creado la sensación de que salud pública, atención primaria y salud comunitaria son esencialmente distintas, provenientes de muy diferentes galaxias. Sin embargo, las tres tienen un origen común: el nacimiento de la urbanización, la industrialización y la clase proletaria, a principios del siglo xix; fenómenos que trajeron consigo el nacimiento de lo que hoy llamamos salud pública, que asumió distintas formas de expresión. Por una parte, la «higiene social o urbana», que pretendía afrontar la preocupación por los riesgos asociados al hacinamiento de las clases populares en los «barrios bajos» de las ciudades. La segunda forma fue la llamada «medicina de los trabajadores», que respondía a la necesidad de tener obreros más aptos y sanos. Así nacieron los dispensarios y los seguros de enfermedad de las empresas, los sindicatos y, finalmente, del Estado4.
Estas dos ramas fueron tomando desde entonces dos caminos diferentes y difícilmente convergentes: por un lado, la atención clínica de la medicina de los trabajadores proporcionada por los seguros médicos, conviviendo con la sanidad privada; por otro, la higiene urbana o social interesada en los aspectos más ambientales y sociales, y posteriormente bacteriológicos y eugenésicos, de la salud. Se consolidó la separación entre medicina e higiene, entre terapéutica y prevención, entre lo individual y lo colectivo.
Esta «higiene» fue tomando diferentes nombres, dependiendo del contexto y de las modas académicas5: de la higiene social a la medicina social, que fue sustituida por la medicina comunitaria en los países anglosajones, por la connotación negativa del adjetivo «social» evocador del socialismo, y de ahí se pasó a la «public health», especialmente en los Estados Unidos, que se tradujo al español como «salud pública» y que acabó imponiéndose mundialmente en el léxico profesional. En los países de Latinoamérica se usó hasta hace poco el término «salubridad»6.
Siguiendo estos renombramientos, podríamos pensar que la pujanza adquirida por el término «salud comunitaria» a partir de la Declaración de Alma Ata (1978) solo se debe a un mero cambio estratégico de nombre de la salud pública, aunque con una obvia finalidad integradora de las dos ramas originarias. Si fue así, podríamos especular que la especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria, que ha tenido un papel tan preponderante en la reforma de la atención primaria en España, junto con la enfermería, podría haberse llamado Medicina Familiar y Social o Medicina Familiar y Salud Pública.
Sin embargo, el adjetivo «comunitario» fue adquiriendo algunos matices y resonancias propias de gran calado; a saber, fue asociado a los conceptos de territorialidad y participación popular. Este último tuvo bastante que ver con los movimientos de desarrollo comunitario en Latinoamérica de los años 1960, alrededor de las corrientes de educación popular (Paolo Freire) y del establecimiento de una relación más horizontal entre la ciudadanía y los equipos de salud. En cuanto a la territorialidad, recordemos que se denominó «centros de salud comunitaria» a los centros de salud que nacieron en los barrios y los distritos de las grandes ciudades de los Estados Unidos durante las dos primeras décadas del siglo xx para atender a las comunidades de inmigrantes no angloparlantes7.
Posteriormente, en el periodo de entreguerras, hay varios intentos de promocionar sistemas de salud locales o nacionales que aunaran la atención clínica con la prevención. Como dice Rodríguez Ocaña8, es en este periodo cuando se produce con rotundidad la superación de la salud pública como sinónimo de saneamiento, orientada hacia el medio, a una práctica que se fija también en las personas para incluir los exámenes en salud (puericultura, medicina escolar...) y las rutinas antituberculosas, antivenéreas, antipalúdicas, etc. Mención especial merece la obra social del núcleo salubrista más dinámico de la Organización Sanitaria de la Liga de Naciones (LNHO), como Andreas Stampar y Ludwick Rajchman8, o nuestro injustamente olvidado Marcelino Pascua9.
Después de la II Guerra Mundial, el nacimiento de la Organización Mundial de la Salud, heredera de la LNHO, supuso una nueva oportunidad de poner en marcha este doble objetivo de garantizar el derecho a la asistencia sanitaria y a la salud. Sin embargo, como nos cuenta James Gillespie, hubo una importante oposición de los Estados Unidos y del Reino Unido, presionados por la poderosa y recién constituida Asociación Médica Mundial (colegios médicos), a que se incluyese en la primera Asamblea Mundial de la Salud (1948) la cuestión de los sistemas de seguridad social, tal como defendían la Organización Internacional del Trabajo y el movimiento obrero.
Llegamos a Alma Ata en medio de esta batalla entre los bloques de los países capitalistas, socialistas y no alineados, que se salvó con un frágil compromiso: la Declaración de Atención Primaria de Salud. Tuvo un amplio margen de interpretación para favorecer tanto un gran cambio de los sistemas sanitarios (hacia la participación comunitaria y el acceso universal a la salud) como la salvaguarda de su statu quo. Eso llevó a dar campo de acción a los enemigos de la confluencia entre la medicina y la higiene.
Conocidas son las acciones para «aguar» Alma Ata10: por parte de las asociaciones médicas que temieron de nuevo una pérdida de influencia y negocio; por parte de la Fundación Rockefeller y la UNICEF, defendiendo una «atención primaria selectiva»; y en las décadas de 1980 y 1990 por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que en su informe Invertir en salud11 abogaba por la sanidad privada y el copago como «condicionalidades» para que los países deudores recibieran préstamos, motivo importante por el que la atención primaria tuvo un desarrollo limitado en Latinoamérica y África.
Incluso en países como España, que aprovecharon los años 1980 para hacer un desarrollo notable del modelo de Alma Ata, las lógicas neoliberales del mercado y del gerencialismo, pujantes a partir de los años 1990, fueron minando este modelo, marginando el componente más salubrista y comunitario de la atención primaria, hasta dejarlo prácticamente reducido a la mera asistencia clínico-sanitaria12. A la vez, la salud pública no se distinguió por un decidido desarrollo de sus servicios territoriales y de la participación comunitaria, como apoyo a la atención primaria y la salud comunitaria.
La débil formación histórica o el relato oficial predominante hacen que sea muy difícil que las nuevas generaciones de profesionales sepan que cuando hablamos de atención primaria estamos también hablando de salud pública y de salud comunitaria. Y a su vez, que es un sinsentido hablar de salud pública o de salud comunitaria sin considerar que la atención primaria fue una estrategia para introducir el enfoque salubrista y comunitario dentro del sistema sanitario. Un esfuerzo para que se orientase hacia la mejora de la salud colectiva de un territorio y contribuyese, por lo tanto, a la reducción de la brecha de las desigualdades sociales en salud. Estos objetivos tuvieron su origen, como hemos dicho, en la preocupación por los efectos secundarios que nuestro desarrollo urbano, económico y social tiene en la justicia social y la salud.
Hoy siguen vigentes, más que nunca, estas preocupaciones, pero también las dos preguntas que se plantearon en la ciudad de Alma Ata en 1978: ¿puede introducirse un enfoque salubrista y comunitario en la medicina curativa? Y ¿puede haber un sistema que asegure el acceso a la salud (no solo a la sanidad) a toda la población?
Si hoy salud pública, atención primaria y salud comunitaria parecen tres entidades ajenas no es casual, sino que responde a esta intencionada separación (esquizofrenia) por los que no reconocen estos derechos. Juntarlas, hacer que las tres converjan, es más fácil si sabemos que realmente solo son tres ramas del mismo árbol. Y que siempre habrá quien se empeñe en podarlas.
Contribuciones de autoríaJ. Segura del Pozo es el único autor del editorial.
FinanciaciónNinguna.
Conflictos de interesesNinguno.
A Esteban Rodríguez Ocaña por su valiosa orientación para escribir este texto, así como a Josep Bernabeu Mestre, Abel Fernando Martínez Martín, Elena Aguiló Pastrana, Jara Cubillo Llanes, Pilar Serrano Gallardo y Marta Sastre Paz por sus comentarios.